Por Ángel Ricardo Martínez

La desaceleración económica ha llevado al reconocimiento internacional de que China ha llegado a los límites de su modelo de desarrollo. La transición hacia una economía de consumo será difícil y sus consecuencias serán sentidas por todos.

En el corazón de toda historia –desde los relatos orales más antiguos hasta el periódico de hoy– yace una tensión entre la verdad y el poder. “El que controla el presente –escribió Orwell en 1984– controla el pasado. Y el que controla el pasado controla el futuro”. Dicha tensión es inevitable, pero su identificación es el primer requisito para analizar la que quizá sea la cuestión geopolítica y económica más importante de nuestros tiempos: el futuro de la República Popular de China (RPC).

El 15 de julio, Beijing anunció que el crecimiento económico del país había disminuido por segundo cuarto consecutivo, colocándose en 7.5%. Al caer dentro del rango esperado, la respuesta de los mercados internacionales fue positiva. Sin embargo, el anuncio trajo lo que parecen ser los principios de un cambio fundamental en la narrativa (occidental) sobre la RPC.

El primero en plantearlo, el 18 de julio, fue el reconocido economista y Premio Nobel Paul Krugman, que escribió en The New York Times que “las señales son ahora inequívocas: China está en grandes problemas”. Dos días después, el semanario financiero Barron´s cuestionaba la reacción positiva de los mercados hacia el desaceleramiento de la segunda economía más grande del planeta. El día 23, el también Nobel Michael Spence anunciaba en Project Syndicate “El fin de la exuberancia china”, a la vez que Goldman Sachs ajustaba su pronóstico de crecimiento para 2013, de 7.8% a 7.4%.

La reacción armónica y casi simultánea de tantos –y tan importantes– representantes de lo que J. K. Galbraith llamó “la sabiduría convencional” es significativa. En un mundo en el que, como denunció Baudelaire, “hasta la honestidad es una especulación financiera”, las narrativas aceptadas importan tanto o más que la realidad. “La admisión de la existencia de una crisis es un momento crítico –escribió George Friedman–, porque es el momento en el que la mayoría comienza a cambiar su comportamiento” en reacción a la misma.

Para Friedman, fundador de la agencia de inteligencia Stratfor, ese momento parece haberle llegado a China. La narrativa, explicó, ha pasado “de China la omnipotente” al “entendimiento de que China ya no funciona”, cambiando los pronósticos de “cuán rápidamente China sobrepasaría [económicamente] a Estados Unidos (EU)” a “cuáles serán las consecuencias de la crisis”.

El qué y el porqué

Más allá de las distintas narrativas, es innegable que algo está cambiando en la economía china. Un cambio que, dadas las mastodónticas dimensiones del país, tiene el potencial de afectarnos a todos. Lo primero que debemos considerar, entonces, es qué está pasando y por qué.

La manera más simple de describir lo que está ocurriendo en China es la siguiente: la economía ha dejado de crecer al elevadísimo ritmo que había registrado en los últimos 30 años. La mayor parte de las especificidades –cuánto ha dejado de crecer, por cuánto tiempo, etc.– son desconocidas, pues los chinos producen sus propios números y estimados económicos. Sin embargo, las variables que sí conocemos nos permiten llegar a una conclusión imposible de ignorar. En palabras de Krugman, “no estamos hablando de un revés menor, sino de algo más fundamental”. El modelo de crecimiento chino, concluyó, “ha llegado a su límite”.

Para entender el porqué debemos examinar primero el modelo económico chino. Y para entender el modelo se hace necesario comprender las condiciones que crearon lo que quizá sea el ascenso económico más vertiginoso de las últimas décadas.

En 1949, China emergió de su llamado “siglo de humillación” –que comenzó con la Primera Guerra del Opio (1839) e incluyó la ocupación japonesa y otras injerencias extranjeras– con una profunda crisis de identidad. Para Mao Zedong, líder absoluto del país hasta 1976, la cultura tradicional china constituía, además de su principal debilidad frente a las potencias extranjeras, el mayor obstáculo para la modernización del país.

El resultado de esta idea fue traumático. Para Orville Schell y John Delury, que examinan la cuestión en su libro Riqueza y Poder: la larga marcha de China hacia el siglo XXI, ningún líder chino fue “tan totalitario e imparable en su ataque a la cultura tradicional” como Mao, bajo cuyo mandato “la herencia confucianista y el antiguo sistema de valores fueron sometidos a incesantes ataques sin parangón histórico”.

Quizá la más traumática de las iniciativas maoístas fue la llamada “Revolución Cultural”, lanzada en 1966 para eliminar los elementos capitalistas y tradicionales de la sociedad. Y es aquí donde, irónicamente, puede hallarse el origen de las reformas económicas –iniciadas por Deng Xiaoping en 1978– que cambiarían a China para siempre. “La Revolución Cultural fue un desastre tan grande que provocó una revolución aún más profunda, precisamente la que Mao intentó impedir”, escribieron los historiadores Roderick MacFarquhar y Michael Schoenhals en su libro La última revolución de Mao.

Las reformas económicas de Deng llevan, en el fondo, la marca de la “destrucción creativa” que Joseph Schumpeter habría identificado en Mao. Pero su éxito se debe a un motivo más simple y mundano. En su columna, Krugman explica la situación china mediante la llamada teoría de la “economía dual”, planteada por el economista sir William Arthur Lewis.

Según Lewis, en los países en etapas prematuras de desarrollo suelen convivir un pequeño sector moderno y un gran sector tradicional con una enorme cantidad de “mano de obra excedente”, que es un eufemismo para referirse a lo que Galeano genialmente llamó “los nadies”: millones de campesinos que “no valen ni la bala que los mata” y que están dispuestos a cambiar la miseria absoluta del campo por la miseria no tan absoluta de los centros industriales.

Los países pobres, entonces, convierten su pobreza en un recurso explotable, algo que en términos capitalistas se traduce en una abundancia de mano de obra barata. A continuación llega una masiva inversión –local y extranjera– en fábricas e infraestructura que, a su vez, se traduce en un gran aumento en las exportaciones y, por ende, en el capital disponible para reinvertir, creando un ciclo cuya duración es directamente proporcional al nivel de demanda extranjera –los “nadies” son demasiado pobres para consumir lo que producen– y a la oferta de “nadies” de cada país.

El modelo chino –por el que han pasado, de una u otra manera, todos los países económicamente desarrollados– se está volviendo insostenible por una combinación de estos factores. Por un lado, el país parece haber diseñado su sistema asumiendo un nivel estable de demanda extranjera. La grave crisis económica que experimentan las economías más importantes del planeta se ha traducido en un desplome de la demanda y, por ende, de las exportaciones.

Pero el círculo no se ha roto solo por ahí. Para muchos economistas, China está llegando a su “punto Lewis”, que es cuando se acaban los “nadies” y la evolución natural del modelo hace que los salarios aumenten, disminuyendo la competitividad y, en consecuencia, el crecimiento económico.

Consecuencias globales

Sabiendo el qué y el porqué, se hace necesario considerar las consecuencias para China y para el resto del mundo. Idealmente, la economía china debería evolucionar hacia un modelo en el que el consumo interno reemplazara a las exportaciones como eje económico.

El meollo del asunto, la cuestión sobre la que depende el futuro económico inmediato del mundo es si China –o más bien, el Partido Comunista (PCC)– podrá llevar a cabo esa transición de la manera menos traumática posible. La clave es encontrar la manera de disminuir la inversión –cuya ineficiencia provoca inflación– y estimular la demanda interna. Empezando por lo segundo, los líderes chinos se encuentran ante la dificilísima tarea de estimular una economía en la que 900 millones de personas sobreviven con menos de 10 dólares al día (y 500 millones lo hacen con menos de 5). “El estímulo económico tiene sentido cuando se le pueden vender productos al público –escribió Friedman– pero la gran mayoría de los chinos no puede comprar lo que produce”.

Luego está el tema de la inversión, que es aun más complejo. Disminuir la inversión significa permitir que muchos negocios vayan a la quiebra. Significa desempleo e inestabilidad. Y la historia de China, la única civilización-Estado que sobrevive en nuestro mundo, es una constante lucha contra la inestabilidad, un delicadísimo acto de transferencia de riqueza entre la próspera costa y el paupérrimo interior. Por más que Mao destruyera las fundaciones de la cultura tradicional, la línea invisible que une al PCC con las más antiguas dinastías es la necesidad de mantener la unidad política de China. En la actualidad, la legitimidad del PCC está basada en su capacidad de traer prosperidad al país. Sin eso, los peores fantasmas de la historia china –fragmentación e injerencia extranjera– comienzan a aparecer.

El PCC se encuentra, pues, entre la espada y la pared. Pero mientras algunos dudan de su capacidad para escapar, otros ven el futuro chino con esperanza.

Los optimistas sostienen que, de salida, la cifra de 7.5% de crecimiento para 2013 sigue siendo envidiable a cualquier nivel (y mucho más para EU y los europeos). Además, escribió Joshua Kurlantzick en Bloomberg Businessweek, “las compañías estatales y privadas pueden estar obteniendo crédito fácil de los bancos estatales, pero eso no significa que no sean productivas. Las compañías chinas ocuparon 73 de los 500 lugares en el ranking de Fortune de las compañías más grandes del mundo por ventas”.

Kurlantzick y Stephen S. Roach, entre otros, han apuntado también a la actitud de los oficiales chinos (hace ya seis años, el entonces primer ministro Wen Jiabao reconoció que la economía china era “cada vez más inestable, desbalanceada, descoordinada e insostenible”). como muestra de que la situación está bajo control. En un par de artículos para Project Syndicate y Foreign Policy, Roach, además, identifica signos esperanzadores en los que, para él, son los tres elementos clave del establecimiento de una sociedad de consumo en China: la creación de una industria de servicios, la urbanización y el desarrollo de un estado de bienestar.

Pocos economistas esperan un colapso en China. Lo que se puede prever, más bien, es un cambio en su comportamiento. Dicho cambio, naturalmente, traería consecuencias para el resto del mundo. Para empezar, el declive de China como “fábrica del mundo” propiciaría el surgimiento de otros países –y sus respectivos “nadies”– para reemplazar su oferta. La agencia Stratfor, en previsión de esto, publicó recientemente un informe en el que identifica a 16 países como posibles sucesores: Etiopía, Kenia, Tanzania, Uganda, Bangladesh, Sri Lanka, Indonesia, Myanmar, Camboya, Laos, Filipinas, Vietnam, República Dominicana, México, Nicaragua y Perú.

El impacto económico en todo el mundo sería tremendo. Según el Fondo Monetario Internacional, por cada punto porcentual (1%) de decrecimiento en China la economía mundial decrece un décimo de punto (0.1%). “Hace muy poco temíamos a los chinos. Ahora tememos por ellos”, escribió Krugman. En Latinoamérica, donde China está profundamente involucrada en el sector energético de países como Venezuela y Ecuador, las consecuencias podrían ser significativas. Y para Panamá, que ve pasar por su Canal gran parte del comercio entre China y la costa atlántica del continente americano, los efectos dependerán de la localización de los países que terminen reemplazando al gigante asiático (y las rutas que desde y hacia ellos se establezcan).

Pero la economía no lo es todo. El fin del “milagro” chino podría traer consecuencias geopolíticas que afectarían el balance de poder en la región que va del Pacífico norte al Índico. En las últimas semanas, dos análisis de Walden Bello –para Foreign Policy in Focus– y Robert Kaplan –para Stratfor– han ponderado los escenarios que podrían emerger. Una China en decadencia económica y amenazada por la inestabilidad interna podría recurrir al nacionalismo, lo que aumentaría su presencia militar en el vecindario y los roces ya existentes, centrados en disputas marítimas. Ello supondría, según Bello, un escenario parecido al vivido en Europa antes de la Primera Guerra Mundial, con una China agresiva, un Japón cada vez menos amarrado por sus limitaciones post 1945 y una serie de países –de mayor o menor capacidad militar– entre medias.

Por otro lado, argumenta Kaplan, China podría optar por retrotraerse y disminuir su presencia y agresividad militar en la región, lo que daría paso a una Pax Americana desde el subcontinente indio al archipiélago de Japón, con ganadores –como India o Australia– y perdedores –Pakistán y Corea del Norte– en el nuevo orden.

Finalmente, y más allá de las distintas consecuencias de la evolución económica china, la gran cuestión que pocos se atreven a considerar es la naturaleza del sistema económico que rige la mayor parte del planeta. “El capitalismo –dijo Martin Luther King, Jr.– continúa prosperando en la explotación de los pobres, tanto en blanco como en negro, tanto aquí como en el extranjero”. La “aldea global” sigue teniendo una cantidad enorme de “nadies” dispuestos a sacrificar su vida y dignidad por unas migajas de pan. Una cantidad que, de hecho, aumenta a la par de la desigualdad económica en el mundo.

La pregunta, en realidad, es cuándo –y cómo– llegará nuestro “punto Lewis”. Y la respuesta, dada la creciente oferta de “nadies” y la insaciable demanda de productos de consumo, quizá venga cuando –parafraseando aquel proverbio anónimo–, tras talar el último árbol, envenenar el último río y pescar el último pez, nos demos cuenta de que el dinero no se puede comer.

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