Historia


Por Adrián Laurel

Francia, en el año 1789, vivió en su contexto socio-económico y político un proceso revolucionario que transmutó completamente el sistema de clases de su sociedad, trasladando el orden hegemónico dominante de carácter feudal a una estructura regida por un sistema burgués. En esta lucha progresista de los movimientos sociales revolucionarios parisinos, se dio la toma de la Bastilla, estandarte del despótico régimen absolutista monárquico,  el 14 de julio de ese mismo año. Este hecho fue un golpe mortal para la ya en crisis administración real y una victoria moral simbólica para los insurrectos, cuyos actos mitificaron, implícitamente, la naturaleza y alcance de esta gran revolución burguesa.

Preludios revolucionarios

Las estructuras sociales francesas se encontraban en crisis como producto de las reivindicaciones sociales y políticas que demandaba la mayoría de la población, campesinos y trabajadores, exentos de los privilegios tradicionales inherentes a la nobleza (Primer Estado) y el clero (Segundo Estado). El descontento de la masa de trabajadores se condensaba paulatinamente frente a los atropellos y opresión  de la guardia real que tenía como finalidad acorralar y hacer retroceder cualquier disturbio.  La situación en París, en este contexto, era catastrófica a nivel social y político.

Ante la presión cada vez más dominante e incisiva de un sector que exigía legitimidad, Luis XVI siguió las recomendaciones del ministro de finanzas Necker, y llamó a la formación de los Estados Generales el 5 de mayo, que unía bajo una aparente representatividad a los dirigentes de toda la población y suponía calmar los ánimos del pueblo, vigilante hasta el momento. Sin embargo la estratagema no obtuvo resultados y vio su pronta disolución un mes después de su instauración, cuando los representantes del tercer estado y un sector del clero instituyeron la Asamblea Constituyente, para cambiar la situación socio-política imperante, ante el descontento monárquico que contemplaba poco a poco el derrumbe de su aparato opresor.

En tales condiciones, el Tercer Estado actuó con firmeza revolucionaria, plasmada en las posiciones y acciones de los diputados de las comunas, al no reconocer más los estamentos feudales y no participar en negociaciones que pondrían en peligro el proceso revolucionario iniciado.  La derrota por lógica, devendría en la sobrevivencia del régimen antiguo. El fracaso, en palabras del célebre abogado revolucionario Mirabeu se podía dar, producto de la unidad política de los privilegiados ante los demás ciudadanos, con la que se esgrimía el clero y la nobleza reaccionaria para decidir el futuro conjunto de la nación. El objetivo de las comunas era simple: que todos los diputados tuvieran poder de decisión igualitario.

El 20 de junio el Tercer Estado, establecido como el elemento más decisivo e importante dentro de la Asamblea, y que además, contaba con una parte del clero en sus filas y otros de la nobleza, se contrapuso abiertamente a la realeza. Ésta optó por usar la fuerza e imponer desesperadamente otra vez sus condiciones a la Asamblea y por ende a la población que se oponía a los representantes del rey y sus métodos. La revolución en este sentido marcaba cambios jurídicos sustanciales que serían implementados en el nuevo orden de la sociedad; sin embargo aún habían reminiscencias relevantes del antiguo régimen y bajo los nuevos métodos propuestos buscaba la manera de legitimar sus acciones. El rey y sus fuerzas, al ver agotadas sus opciones, no tuvieron más remedio que recurrir a la fuerza opresora para someter al Tercer Estado a sus voluntades  y evitar que los conflictos minaran aun más a la realeza y que la revolución se expandiera a otras esferas de las estructuras sociales.

La revolución en las calles

En todo el marco político expuesto anteriormente, el pueblo no había entrado todavía en juego y no había cumplido un rol decisivo. Sin embargo, una vez que éste tomó parte activa, la revolución burguesa puso en marcha sus mecanismos para obtener una victoria en todos los frentes.

En julio de 1789 la nobleza y la realeza tomaron la decisión de hacer uso del ejército.  Luis XVI decidió sitiar los alrededores de París y Versalles con un contingente de 20.000 soldados. La intención definitiva era disolver la Asamblea. La respuesta de la burguesía fue inmediata y en los amplios sectores descontentos de la población se comenzaron a organizar milicias de resistencia entre artesanos, comerciantes, obreros,  campesinos y otros desplazados. El crisol de clases se unía para la formación de la contingencia, todos distintos en su composición y naturaleza  de clase, pero símiles en el descontento y sentimiento generado contra la aristocracia. El pueblo pretendía hacerse fuerte y realizar las acciones antes que sus rivales.

Uno de los líderes populares, Marat, el 1 de julio de 1789, promulgó un aviso a la gente, Avis au peuple ou les ministres dévouilés: “¡Ciudadanos! Observad constantemente la conducta de los ministros para regular la vuestra. Su objeto es la disolución de nuestra Asamblea Nacional. Su único medio es la guerra civil. Los ministros alimentan la sedición. ¡Os rodean de la temible presencia de los soldados y de las bayonetas! ”.

Consecuentemente, el llamado a la lucha necesitaba una implosión sustancial que justificara sus medios e impulsara a las masas; el detonante de la revuelta se centraría en una decisión de Luis XVI  que agravó aún más la crisis política, la destitución del ministro de finanzas, Necker que simpatizaba, en parte, con los intereses de los revolucionarios. La modalidad práctica de la lucha del pueblo encontró en este hecho la justificación lógica de una reacción. Los manifestantes se aglutinaban en los barrios parisinos para amarse y prepararse ante la inminente lucha. El 10 de julio los diputados del Tercer Estado votaron para establecer una guardia burguesa y organizar a la población descontenta. Las milicias parisinas se diseminaron en todo el territorio capitalino para defenderse del poder real y tomar la ofensiva en cualquier momento.

La toma de la Bastilla

La multitud enardecida exigía armamentos técnicos para atacar al antiguo régimen en todas sus expresiones y defenderse del mismo. Con esta finalidad la población parisina se dirigió hacia los Inválidos, en donde adquiere 32.000 fusiles, el siguiente objetivo, la Bastilla. Este fuerte de imponentes muros y fosos llenos de agua, ora cárcel de tortura, ora vestigio de las ilusiones y valores monárquicos obsoletos era símbolo del despotismo feudal. Defendida por un débil contingente de soldados sucumbió ante el brazo armado de los obreros del barrio de Saint Antoine, secundados por el destacamento armado de los burgueses, quienes impactaban y destruían poco a poco la estructura del coloso, hasta la rendición del gobernador Launay, el cual, incapaz de hacer resistencia, bajó las defensas para la rápida incursión del pueblo. Una vez dentro, la multitud tomó consigo a los miembros de la guarnición sobrevivientes al asalto y los trasladó al ayuntamiento comunal para ajusticiarlos. Launay fue ejecutado en el trayecto junto al el jefe de gobierno de la capital francesa, Jacques de Fleselles. Mientras caía la bastilla, Luis XVI en toda su opulencia ignoraba la realidad de los hechos y su pronta destitución.

El 15 de julio de 1789 se enunciaba, en toda Europa, la primera victoria insurreccional en el plano social francés, para dar inicio a una serie de acontecimientos que pusieron de relieve el éxito de los oprimidos frente a los poderes hegemónicos tradicionalistas opresores. Trayendo consigo una noción o idea de cultura democrática en la conciencia histórica de la sociedad Occidental después de varios siglos de explotación por el clero y la realeza.

Símbolo de la revolución francesa, la brusca incursión del pueblo a la Bastilla, representa la ruptura definitiva con el sistema feudal y el descubrimiento del pensamiento revolucionario como ideario del cuerpo social en el que se conforman las masas descontentas que pregonan cambios. La larga batalla inició en ese costado oriental de la capital francesa, para dar origen a promesas de igualdad y solidaridad que por su romanticismo hicieron eco en los oprimidos. Este acontecimiento supuso el dominio social e intelectual de la burguesía en contraposición a las formas de despotismo ilustrado y sus herederos. En consecuencia, las masas empobrecidas y explotadas que encabezaron la revolución en unos años descubrirían que las promesas de libertad e igualdad quedarían sepultadas, y que la supuesta libertad no era más que la libertad del capital para explotar a su capricho a las clases trabajadoras y la igualdad sólo era válida para los nuevos poseedores de la riqueza.

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