Literatura, ensayos, poesía


Por Andrés Morales

Adentrarse en los caminos que llevan al centro de la ciudad es interesante. Muchos rostros que demuestran tristeza, suspicacia, alegría, intolerancia, bravura, locura y asco. El centro de Tegucigalpa está saturado de miradas inquisidoras; dormitantes, mientras ven el andar de los que caminan recios a sus labores.

De las muchas caras que se ven, las de los niños sugieren rareza y quizá curiosidad: son atentos, ávidos miradores de las acciones de sus hermanos adultos. Aprenden, mientras los sostienen los brazos de sus madres; mientras olfatean el hedor de las calles; mientras ven los cadavéricos cuerpos de los resistoleros; mientras se sorprenden al ver tirados los cuerpos de los borrachos.

Las mujeres, con sus miradas fascinantes, hunden un insospechado misterio en sus sonrisas: guarecen en su pecho, la materia que bullirá gritándole a la miseria. Ellas se pasean por el centro irguiendo sus miradas; congelan a su paso, expresiones de pudor, deseo y encanto.

Los ancianos, pareciera que estuviesen envueltos en una eterna mansedumbre. Sus voces se entremezclan con el campaneo de la catedral; y se confunden sus lamentos con el cavilar en voz alta de los enfermos mentales. Mientras el grito de un predicador asusta por lo estridente de su tono, un merodeador irrumpe el bolso de una fiel creyente. No es raro ver a un hombre destrozado en un rincón de un histórico edificio, estrujando su puño, mientras se ríe llorando por su botella vacía.

Tegucigalpa, su centro, es cómico: Trinidad Reyes y Cabañas pavoneándose por lucir el mejor sombrero de mierda de ave; Valle, resguardándose en un museo lleno de armas; el interior de la Biblioteca Nacional llena de asombros de sujetos invisibles; en la peatonal se escupe, pisotea e ignora la plenitud de un lienzo lleno de prodigiosas obras; y mientras es alta la fría noche en el centro, Morazán ya no vigila, por estar rodeado de purulentas, execrables y ruines “comidas rápidas”.