Por Ulises Lima Wainwright

Es inminente, los recientes embates de las fuerzas represivas del Estado guatemalteco contra las manifestaciones campesinas y estudiantiles, nos recuerdan el parentesco del actual gobierno con las dictaduras militares de la segunda mitad del siglo XX. Se suman ocho muertos en la manifestación de la comunidad k’iché de Totonicapán, el jueves 4 de octubre. Ocho de los tantos que se expresaron en contra de la eliminación de la carrera de magisterio, el excesivo cobro de la energía eléctrica por parte de la empresa multinacional DEOCSA, y  las reformas constitucionales del presidente Pérez Molina. 

Sin embargo, la violencia de Estado practicada después de la posguerra no corresponde únicamente al periodo de Otto Pérez Molina: el gobierno de Álvaro Colom, con todo y sus retoques socialdemócratas, se encargó de usar la violencia cuando fue necesitada por elementos de la oligarquía; no digamos, el gobierno de la burguesía tradicional en el mandato de Óscar Berger. Podríamos trazar una línea de continuidad sobre las mismas prácticas y  retroceder hasta el año de la firma de la Paz —1996—. La guerra continúa: la paz fue un espejismo.

El terror es denominador común en los gobiernos neoliberales de todo el mundo. Nadie en su sano juicio cabría pensar que un gobierno liderado por un exmilitar genocida, podría utilizar métodos democráticos en la resolución de conflictos sociales. Lo normal es pensar en el recrudecimiento y el descaro en la utilización de las fuerzas represivas del Estado en el gobierno actual. Pero, pese a los acontecimientos, este gobierno no representa un gobierno militar per se; más bien es una conjunción de diversos sectores de la oligarquía (la lumpenburguesía narcotraficante, la burguesía tradicional, el capital transnacional, etcétera) bajo el mando de una representación militarista en el gobierno. Es una fuerza combinada de sectores burgueses empujados por una burguesía militar que busca consolidar su espacio de reproducción.

Algunas de las políticas que el gobierno  ha utilizado para fortalecer a la burguesía militar que representa, son: la cesión de bienes a las diversas instituciones del Ejército, y  el aumento del presupuesto del Estado a los quehaceres del Ministerio de Defensa. Desde julio del presente año, bajo decretos gubernativos, el Ministerio de Finanzas le entregó tres fincas, valoradas en cantidades multimillonarias, al Instituto de Previsión Militar (IPM). Por otro lado, durante los meses de erogación presupuestaria del actual gobierno, se le ha cedido la mayor parte del presupuesto al Ministerio de Defensa, cosa que contrasta con las necesidades de la nación en los servicios públicos y de asistencia social.

La tendencia es destinar un presupuesto irrisorio a la educación pública y al seguro social —por poner ejemplos—, y destinar sumas millonarias a las instituciones del Ejército. Mientras el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS) atraviesa problemas financieros que no permiten sueldos dignos a sus empleados, los generales en retiro gozan de grandes pensiones y cómodos centros recreativos para pasar sus apacibles días. Mientras se procura eliminar la carrera de magisterio (aun a sabiendas de la necesidad económica de las mayorías y su obvio desacuerdo) se destinan, desde ya, para el próximo año 398 millones de quetzales para “funciones del Ejército en las fronteras”. Cabe recordar que Guatemala no ha estado en guerra contra ninguna otra nación desde el siglo XIX, pero podríamos aprovechar la bravura de los kaibiles en esta época de exaltación castrense para reclamar el territorio de Belice. A ver qué tal les va…

¿Por qué no se hace una reforma agraria acorde a las necesidades del agro, en lugar de adjudicar tierras al Seguro Militar (IPM)? Obviamente es algo impensable en un gobierno que busca consolidar una burguesía militar. Los hechos se encaminan a la remilitarización completa del país. Yendo a este paso podríamos contar próximamente con un genuino gobierno militar a la antigua usanza.

No hay opción: sólo queda la organización de la mayoría, de la clase trabajadora, para trazar un derrotero distinto al infame en que caminamos.