Por Horacio Villegas

«Unos hombres piensan en sí más que en sus semejantes, y aborrecen los procedimientos de justicia de que les pueden venir incomodidades o riesgos. Otros hombres aman a sus semejantes más que a sí propios, a sus hijos más que la misma vida, al bien seguro de la libertad más que al bien siempre dudoso de una tiranía incorregible, y se exponen a la muerte por dar vida a la patria.»

José Martí, Ensayo «Nuestras ideas»

Los líderes del partido oficialista, el Partido Nacional, confirman hoy, a todas luces, ser aquellos hombres y mujeres que encarnan los males que enferman a toda una sociedad. Dígase en el mejor y claro sentido: son la peste que derrumba tanto física como espiritualmente a un pueblo. Sus tan evidentes aspiraciones individuales, demuestran en un alto grado el egoísmo de aquella cruel bestia que traiciona a los suyos por saciarse hasta el enervante y sádico cansancio.

Las evidencias de esto se han presentado en toda su obscenidad luego del golpe de estado del 2009, y con mayores matices al acontecer el fraude electoral del 27 de noviembre del 2017: escándalos de corrupción, saqueos a instituciones vitales como el seguro social, vínculos con el narcotráfico y la nueva arremetida contra la dignidad del pueblo hondureño que se denomina según la MACCIH: «Pacto de Impunidad».

Los nacionalistas –como hemos podido advertir la mayoría de hondureños en estos aberrantes ocho años de vil legislatura– han sido capaces de desmantelar y reducir a escombros, todas las instituciones del Estado. Ni una de las varias instituciones estatales se ha podido salvar de esta demoledora mediocridad hecha política.

Una tríada de pestes le ha dado forma a este nefasto partido desde su nacimiento: la corrupción, la impunidad y el crimen. No existe ningún punto de referencia más o menos plausible en el pasado reciente, que ubique a este engendro partidario a la par de los actores más preocupados por la democratización del país. Más bien ha sido todo lo contrario.

Estos hombres y mujeres –los hijos y nietos de estos viejos líderes nacionalistas– que alardean hoy con sus vestimentas azules y banderas de igual color en mano, y que llegan a celebraciones ficticias y vacías de reconocimiento popular (la patética toma de posesión del fraudulento e ilegítimo presidente), no tienen la menor idea del protagonismo de su querido partido en el inicio de los enormes conflictos políticos que hemos sufrido los hondureños a través de nuestra historia.

Basta con señalarles que su tatarabuelo dictador Carías, consolidó el programa de gobierno de mayor aspecto irracional y a la vez insensato: «el destierro, encierro o entierro». Y hoy esta fórmula sigue latente dentro del programa de gobierno de los nacionalistas; claro está, con mayor sofisticación.

Cuando nos parecieron suficientes los crueles hechos que daban por sentada la proximidad de este gobierno a una sanguinaria dictadura –entre ellos el asesinato de más de treinta personas en protestas–, apareció de repente y sin advertencia de ningún tipo (el 1 de febrero del 2018) una propuesta espeluznante de parte de un diputado nacionalista: la censura de la opinión pública, específicamente la que se ventila en las redes sociales.

La osadía de este arbitrario régimen, de quebrar uno a uno los principios más elementales de toda aparente democracia, ya fastidia la calma de la mayoría de los hondureños conscientes de este daño irreparable; y esto lleva irremediablemente al odio, el cual no puede contenerse ni con la peor de las censuras. José Martí escribiría algo muy importante al respecto para su amada Cuba en su poema dramático «Abdala», pero que hoy –a más de 100 años de su redacción– resuena en los oídos del pueblo hondureño que se resiste al semblante de otra dictadura.

«El amor, madre, a la patria

No es el amor ridículo a la tierra,

Ni a la yerba que pisan nuestras plantas;

Es el odio invencible a quien la oprime,

Es el rencor eterno a quien la ataca;

Y tal amor despierta en nuestro pecho

El mundo de recuerdos que nos llama a la vida otra vez…» (José Martí, Abdala, p. 6.).

De nuevo nuestro país entró en la polémica mundial, esta vez dejando un precedente que no debe perderse de vista: pues el gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica está detrás de todo esto. Y desde luego sus claras incidencias no dejaron de provocar horror entre los consabidos de su intrusión directa en los asuntos políticos nuestros; y sin más, Honduras ya tenía presidente a los ojos del amargo país imperialista –Fulton así lo reconoció.

Es de sobrado conocimiento el tambaleante y cínico discurso de los gringos, por lo que el odio que ventilamos hoy los hondureños, se dilata también en las sendas gubernamentales de este verdugo mundial. Y el partido de gobierno que hoy pretende quedarse cuatro largos años más en el poder, mantiene aún el mismo bajísimo precio por debajo de aquella costosa mula, a nuestro juicio más sensata y honesta.

El maestro Ramón Oquelí –riguroso crítico del militarismo y de los regímenes antidemocráticos que nos han abatido– no dejó duda alguna al referirse a los rasgos y conductas asquerosamente predictivas de los medios de información oficiales en Honduras:

«Consideramos ya como normal que los diarios actúen por ciclos, ayer a favor de una postura o una conducta, y pasado mañana abjurando de su fe pasada, con la más cínica y confortable tranquilidad.» (Gente y situaciones, tomo 1, p. 17. Ed. 1994)

La definición le queda «como anillo al dedo» a los medios tanto escritos como digitales que en este momento se enfrentan –ladrando y gruñendo– contra la verdad que les quema los ojos: El Heraldo, La Prensa, HCH, y el Wong de canal 10. ¡Vaya ocupación más infame la de estos medios que se atragantan cada vez más con sus lenguas, al no dejar ir ni una tan sola verdad, que hoy es tan necesaria!

Todo lo anterior podrá leerse –si se desea– en clave de uno de los tantos prejuicios habidos y por haber que se colocan con afán deliberante y emotivo en muchas columnas de opinión en la prensa del país, pero lo cierto es que en Honduras los engaños provienen del decir y hacer de estos compadres o compinches hablados: los partidos políticos tradicionales, el gobierno estadounidense, los medios de comunicación oficiales, y los no menos importantes empresarios árabe-palestinos. Y ante la lluvia de añagazas vertidas a diestra y siniestra en este país, solo nos queda taparnos, tan siquiera, con la modesta permeabilidad de la crítica.