Por Sergio Guerra Vilaboy

Bolivia fue pretexto, con el cual se recogió de paso a Antofagasta; Perú, el objeto real, en el que se iban a saciar, no tanto ansias de poseer las salitreras de Tarapacá, cuanto viejos celosos y tenaces rencores. El odio del fuerte al débil, odio misterioso e implacable.”[1] José Martí

La Guerra del Pacífico, que envolvió en un conflicto fratricida entre 1879 y 1883 a Chile, Perú y Bolivia, tiene todavía hoy sus heridas sin cicatrizar, como demuestran los persistentes reclamos bolivianos de una salida al mar. Las verdaderas causas de esta sangrienta contienda entre países hermanos de Nuestra América, hunden sus raíces en el desigual desarrollo capitalista de estas tres repúblicas surandinas, azuzadas a un cruento enfrentamiento por las compañías imperialistas interesadas en apoderarse de los valiosos recursos minerales existentes en el desierto de Atacama y, en primer lugar, del entonces codiciado salitre.[2]

Origen histórico de la salida al mar de Bolivia

Durante los dos primeros siglos coloniales, Perú y el Alto Perú se convirtieron en uno de los dos grandes centros del imperio colonial español, en virtud de sus riquezas argentíferas y abundante población. El auge de estos territorios, asiento de una las más brillantes y avanzadas civilizaciones del mundo precolombino, el imperio incaico, contrastaba con el abandono y la pobreza de Chile, colonia situada en el extremo austral, carente de recursos de exportación y escenario de las enconada resistencia de los araucanos o mapuches contra los conquistadores europeos.

Durante el siglo XVIII esta situación comenzó lentamente a modificarse como resultado de la eliminación del sistema de flotas, las reformas borbónicas y la creación del Virreinato del Río del Plata en 1776, que cercenó la jurisdicción de la Audiencia de Charcas (Alto Perú) al ya decadente Virreinato del Perú.[3] Desde esa fecha, toda la apreciada región minera altoperuana centrada en torno a Potosí fue incorporada a la nueva estructura político administrativa con capital en Buenos Aires.

El nuevo virreinato recibió una salida al Pacífico a través del desierto de Atacama –adjudicado desde el siglo XVI a la propia Audiencia de Charcas-, por lo que Chile, que seguía dependiendo del virreinato con sede en Lima, fue declarado Capitanía General (1778). Los límites de esta colonia austral eran entonces el desierto de Atacama al norte –la población septentrional de Chile se ubicaba en el valle de Copiapó- y el territorio mapuche al sur, cuyo dominio se extendía entonces por toda la Patagonia hasta la Tierra del Fuego. Aunque Chile fue durante toda la dominación hispana una colonia pobre y relegada, poco a poco fue despuntando la extracción de minerales y la exportación de trigo al Perú, cosechado en las haciendas señoriales de su valle central.

La creación del Virreinato del Rio de la Plata y la apertura del puerto de Buenos Aires repercutieron en forma muy negativa sobre la economía colonial de Perú, que perdió el acceso al mercado de las provincias del interior rioplatense y los ingresos derivados de la minería altoperuana. Eso explica que en la región meridional de Perú se iniciara una sostenida contracción minera y un paulatino decaimiento de las economías complementarias de la ganadería y la agricultura. En consecuencia, se acentuó el aislamiento de muchas regiones y se extendió la economía autosuficiente, salvo en la costa central y septentrional peruanas donde prosperaban plantaciones -azúcar y algodón fundamentalmente- con fuerza de trabajo esclava.

Las cruentas luchas por la independencia que se desarrollaron en la región surandina no alcanzaron a modificar en forma sustancial las relaciones económico-sociales de la época colonial.[4] La posición privilegiada del antiguo Virreinato de Perú como bastión de la dominación española en la América del Sur convirtió a esta zona, desde 1810, en la espina dorsal de la contrarrevolución realista. Ello se debía no solo a la relativa potencia del aparato militar colonialista, sino también a las peculiaridades de su estancada economía, el peso de una sociedad enfeudada y el temor a los levantamientos de los pueblos originarios.

Conseguida la emancipación de España por los ejércitos de José de San Martín y Simón Bolívar, y frustrados los intentos unionistas de los libertadores, fueron creados los nuevos estados independientes de Chile (1818), Perú (1821) y Bolivia (1825) sobre los límites político-administrativos establecidos por España en 1810. Ello se fundamentaba en el reconocimiento por las emergentes repúblicas hispanoamericanas del principio del uti possidetis, dirigido no sólo a impedir las depredaciones y ambiciones territoriales de las grandes potencias, sino también a evitar las luchas fratricidas encendidas por disputas fronterizas.

Primera guerra de Chile contra Perú y Bolivia

A partir de entonces, la evolución socioeconómica de los tres países surandinos siguió un derrotero bien diferente al de la época colonial. Chile experimentó desde muy temprano un relativo despunte económico, que se mantendría constante desde los años veinte hasta los setenta, fundamentado en las exportaciones agrícolas del valle central -trigo, harina, vino, charqui, cereales-, de cobre y plata, esta última procedentes del norte chico, tras la puesta en explotación de los yacimientos de Arqueros (1825), Chañarcillo (1832) y Tres Puntas (1849).

Así, mientras la naciente república chilena registraba un persistente crecimiento de su economía, que permitió cierto equilibrio institucional sobre bases conservadores en la primera mitad del siglo XIX;[5] Perú y Bolivia, en cambio, registraban una acelerada caída productiva y una larga penuria financiera -el tributo indígena llegó a proporcionar más de la mitad de los ingresos estatales- caldo de cultivo del caudillismo, la anarquía política y la atomización regional.

Al mismo tiempo, comenzó a dibujarse un nuevo tipo de dependencia: aprovechando la orfandad de los tres nuevos estados –bosquejados en lo interno solo a medias-, Inglaterra se fue convirtiendo en acreedora y principal suministradora de los bienes manufacturados y en una verdadera nueva metrópoli. Desde sus bases en el puerto de Valparaíso, los comerciantes ingleses entrelazaron, desde los años de la propia guerra de independencia, sus intereses con la élite chilena, extendiendo sus redes por todo el litoral Pacífico de la América del Sur, monopolizando el comercio casi por entero, así como la temprana extracción minera. Según el informe del capitán inglés Fitzroy al Almirantazgo británico, fechado el 1 de octubre de 1836, residían en Santiago de Chile alrededor de mil ingleses, en Valparaíso tres mil y en Coquimbo y otros puertos más de quinientos.[6]

En estas condiciones dispares estalló la primera guerra de Chile contra Perú y Bolivia, estos últimos vertebrados en un solo Estado desde fines de la década del veinte. El proceso de construcción de la Confederación Peruano-Boliviana, fundamentado en profundos vínculos históricos y en la tradición unitaria de impronta bolivariana, tuvo su artífice en el general Andrés de Santa Cruz., fundador de una logia que trabajaba por la unión de Perú y Bolivia.

En enero de 1829, Santa Cruz ocupó la presidencia de Bolivia y entre sus primeras disposiciones estuvo fomentar de una efectiva salida al mar –acorde con la disposición de Bolívar en este sentido-, por lo que ordenó la habilitación del puerto de Cobija y organizó la provincia de Antofagasta, en pleno desierto de Atacama. Pero los máximos esfuerzos como estadista del presidente de Bolivia estuvieron encaminados a crear la Confederación Peruano-Boliviana, mediante la unión de los dos países surandinos de mayoritaria población indígena.

Este anhelo se vio favorecido no sólo por la tradicional vinculación económico-comercial, cultural, étnica e histórica existente entre el Alto Perú y Perú, sino también por la anarquía política en que se debatía la República Peruana, envuelta en una guerra civil que amenazaba con desmembrar al país. Ello le permitió a Santa Cruz, iniciar una ofensiva militar el 15 de junio de 1835 y, tras la victoria de Socabaya, proclamar la constitución oficial de una confederación entre Perú y Bolivia (20 de octubre de 1836).

La división político-territorial en tres estados (Norte, Sur y Alto Perú) estaba avalada por las características económico-geográficas de esas regiones. Como se sabe, entre el norte y el sur peruano se interpone el desierto de Islay, mientras que el altiplano está separado del Bajo Perú por un brazo de la cordillera andina. A pesar de esos obstáculos naturales, existían amplias relaciones entre el altiplano y el sur, al tiempo que el norte evolucionaba más directamente vinculado a la actividad agrícola de exportación.

Desde sus inicios, la confederación despertó la ojeriza de la elite chilena y los comerciantes británicos asentados en Valparaíso, que veían en el desarrollo potencial de la Confederación Peruano Boliviana una amenaza a sus intereses. Diego Portales, el hombre fuerte de Chile, fue el encargado de organizar la campaña contra sus vecinos, pues consideraba que “Unidos estos dos estados serán siempre más que Chile [...]. La Confederación debe desaparecer para siempre jamás del escenario de América”.[7]

Finalmente la guerra estalló el 26 de diciembre de 1836.[8] En la segunda mitad de 1837, el ejército de Chile, dirigido por el almirante Manuel Blanco Escalada, desembarcó en el desierto de Islay. La resistencia de los confederados, y su parcial éxito en la batalla de los Balcones de Paucarpata, en diciembre de 1837, llevaron a los contendientes a concertar un tratado de paz que estipulaba la firma de un nuevo acuerdo comercial entre la Confederación Peruano-Boliviana y Chile, como única condición para la retirada del cuerpo expedicionario. Descontentos los conservadores chilenos con estos resultados, Blanco Encalada fue destituido y comenzaron los preparativos para otra invasión.

La segunda expedición chilena contó con la estrecha colaboración de opositores peruanos a Santa Cruz. En esta oportunidad, las fuerzas agresoras se encontraban bajo el mando del general Manuel Bulnes, quien desembarcó en Perú en julio de 1838. Para derrotar a la Confederación, los chilenos azuzaron las contradicciones que minaban desde dentro la unidad de Bolivia y Perú.

Poco después del desembarco, el territorio norperuano –la región menos beneficiada por el nuevo proteccionismo comercial- se sublevó. La anarquía se extendió por todas partes –a fines de 1838 coexistían siete gobiernos en el territorio confederado- y los ejércitos chilenos pudieron seguir su avance hacia el norte, hasta vencer a las tropas de Santa Cruz en la batalla de Yungay, el 18 de enero de 1839.

Bajo los auspicios del ejército chileno, se restablecieron por separado las débiles repúblicas de Perú y Bolivia, respectivamente presididos por los conservadores Agustín Gamarra y José Miguel de Velasco. Para el sociólogo boliviano René Zavaleta Mercado “en la derrota de Santa Cruz, hay que ver la imposición del nuevo eje económico, que pasaba por Valparaíso y Buenos Aires sobre el viejo centro de Charcas-Potosí; pero, además, aquí se inicia la política de clausura del país boliviano que no ha de tener conclusión geográfica llana sino con la guerra del Pacífico.”[9]

Llama la atención que pese a su aplastante victoria militar, el gobierno chileno no hizo ninguna reclamación territorial, respetando el principio del uti possidetis juris de 1810. En el desierto de Atacama, valladar natural entre las tres naciones surandinas, no habían aparecido todavía las riquezas que despertarían la codicia de la elite chilena y los empresarios británicos, preocupados por ahora solo por preservar su dominio comercial en el Pacífico.

El despegue económico chileno hasta la crisis de los setenta

En esas ventajosas condiciones, Chile pudo proseguir su expansión comercial que permitió el progresivo aburguesamiento de la elite conservadora (pelucona) y la paralela moderación de los políticos liberales (pipiolos). Por ello no extraña que una coalición entre estas dos corrientes reemplazara al último gobierno pelucón -el del conservador Manuel Montt (1851-1861)- con un presidente de "conciliación nacional" (José Joaquín Pérez) que se encargó del poder hasta 1871.

Pese a que el gobierno de Manuel Montt llevó a cabo una política autoritaria, como fórmula para tratar de apuntalar la ostensible decadencia conservadora, se vio forzado a aprobar algunas reformas reclamadas insistentemente por los liberales. La creciente importancia de la minería del norte chico -desde 1851 operaba el primer ferrocarril nacional entre Caldera y Copiapó-, debido al auge de las exportaciones de plata y cobre –en 1860 Chile se convirtió en el principal abastecedor mundial de este producto-, contribuyó a modificar la ya precaria correlación de fuerzas en detrimento de los pelucones.

El lucrativo negocio minero atrajo desde muy temprano a los inversionistas británicos, favorecido por la legislación liberal adoptada por el gobierno de José Joaquín Pérez, iniciado en 1861, que puso fin a la hegemonía conservadora en el país austral. Nuevas vías férreas –financiadas por los ingleses- agilizaron el transporte del cobre en bruto hasta los puertos, desde donde se le despachaba hacia los centros procesadores en Europa. Unido a ello, Inglaterra logró un tácito monopolio comercial sobre el tráfico entre Valparaíso y Liverpool, utilizando la privilegiada Pacific Steamship Navigation Company Limited.

Pero durante el gobierno de Federico Errázuriz Zañartú, Chile entró hacia 1873 en una recesión económica sin precedentes desde de la emancipación de España, no sólo motivada por la caída de los precios agrícolas, sino también por el descenso de las exportaciones, lo que coincidió con el agotamiento de las minas de plata. La depresión, que alcanzó su punto culminante en 1878, explica que adquiriera cada vez más importancia la colonización chilena de Antofagasta y Tarapacá, territorios pertenecientes a Bolivia y Perú, respectivamente. En estas regiones, la burguesía de Chile, en íntima sociedad con empresarios británicos, fue invirtiendo sus capitales, trasladando en forma masiva trabajadores chilenos y apoderándose de los yacimientos salitreros.

El panorama económico chileno continuó agravándose con la llegada al poder del también liberal Aníbal Pinto en 1876. Anta la falta de fondos, se contrajo un nuevo empréstito con Inglaterra. Tres años después, el gobierno chileno ya había contratado diez préstamos en la Gran Bretaña por un valor de más de 12 millones de libras esterlinas. Para entonces el dogal de la deuda externa asfixiaba al país austral, pues ya se elevaba a unos seis millones de libras esterlinas, al cambio de la época el equivalente a 30 millones de dólares. El capital extranjero, casi todo de procedencia británica, invertido en minas, casas comerciales y ferrocarriles, se calculaba entonces en unos 8 millones de dólares.

Auge y crisis de la economía peruana

Por su parte, la situación de Perú y Bolivia, tras su restauración como repúblicas separadas en 1839, no era tampoco muy halagüeña, aunque cada una había seguido su propio derrotero. Mientras en Bolivia se acentuaba el crónico estancamiento económico, cuya envoltura precapitalista cancelaba cualquier perspectiva de desarrollo social y toda posibilidad de sacar provecho de su salida al Pacífico, el Perú iniciaría en poco tiempo un vertiginoso despegue productivo.

Los avances sociales y económicos registrados en la República Peruana desde mediados del siglo XIX tuvieron que ver con la favorable coyuntura surgida a partir de las exportaciones del guano –el primer cargamento de este producto llegó a Liverpool en 1841-, estiércol de aves acuáticas depositado por miles de años en sus costas e islas -Chinchas, Lobos, Gañape y Mancabí-, de gran valor fertilizante.

El impetuoso desarrollo de la revolución industrial en Europa y el continuo desplazamiento de grandes masas de población del campo a la ciudad, planteaba nuevas exigencias a la agricultura del Viejo Continente. La acuciante necesidad de aumentar los rendimientos, elevó extraordinariamente la demanda de fertilizantes agrícolas de alta calidad e inauguró una nueva etapa de crecimiento económico en Perú.

En 1842, el gobierno peruano decretó la exclusiva propiedad y control del Estado sobre los ricos y abundantes yacimientos de guano de su litoral e islas, régimen que mantuvo por varias décadas. Esto ocurría cuando las ventas del abono alcanzaban altos precios en el mercado mundial, sin que el fisco recibiera beneficio alguno. De ahí en adelante, la política oficial peruana se orientó a entregar a concesionarios privados –generalmente nacionales- la extracción y comercialización del guano, en tanto fijaba la parte porcentual que le correspondía al Estado en el producto de las exportaciones.

La localización de los enormes depósitos de guano –los volúmenes potenciales de las islas guaneras se evaluaban en más de100 millones de toneladas- junto a las rutas comerciales del Pacífico y lo sencillo de su extracción, reforzó notablemente el sector externo de la economía peruana y dotó a la República, por primera vez tras la independencia de España, de una fuente segura de abundantes rentas fiscales. El primer beneficiario de este despertar económico fue el general Ramón Castilla, llegado a la presidencia en 1845.

Su gobierno refrendó 17 contratos con consignatarios privados –aunque privilegió a la casa comercial inglesa Anthony Gibbs and Sons- para la explotación de la riqueza guanera. El fin de las dificultades financieras del Estado, permitió a Castilla consolidar la deuda interna y sentar las bases para liquidar la externa. Esta última originada no sólo por los diversos empréstitos contraídos por las administraciones anteriores, sino también por las “reparaciones de guerra” impuestas por Chile

Gracias al extraordinario y repentino crecimiento de las finanzas, el régimen de Ramón Castilla, extendido de 1845 a 1851 y de 1855 a 1862, pudo eliminar el tributo indígena, el diezmo y la esclavitud, así como poner coto, después de una breve guerra civil terminada en 1855, a una época políticamente inestable, plagada de constantes luchas intestinas. La proclamación del fin de la esclavitud, del tributo indígena y otras medidas democráticas –recogidas en la constitución de liberal de 1856-, como el fin del diezmo, la implantación del sufragio directo, la reducción de impuestos y aranceles, no afectaron las finanzas estatales, pues más del 70% de los ingresos fiscales, sobre todo entre 1855 y 1875, procedían de las florecientes exportaciones guaneras.[10]

Agotada gran parte de esta fuente de recursos hacia los años sesenta, Perú se precipitó en una nueva etapa de inestabilidad política que lo tornó más vulnerable a las presiones desde el exterior -financieras, diplomáticas y hasta militares, como se puso de relieve con la agresión colonialista de España en el Pacífico (1864-1866)- y a las actividades de sus vecinos chilenos, apoyados por el capital inglés. Las causas de este declive tenían que ver con el eclipse progresivo de la favorable coyuntura guanera, que se manifestaba en la incapacidad de la hacienda pública para pagar las numerosas deudas contraídas.

El enorme déficit fiscal puso fin al afiebrado periodo de especulaciones financieras iniciado en 1862. Durante esos años se fundaron varios bancos, destinados a fomentar y controlar los negocios en torno a las consignaciones y las ventas del guano. Para hacer frente a la deuda pública -ascendente a 18 millones de soles- el gobierno de José Balta designó a Nicolás de Piérola como ministro de Hacienda, quien se propuso superar la crisis sin apelar a impuestos o gravámenes que afectaran las exportaciones o a la población.

Para lograrlo, comenzó por no prorrogar los contratos de consignación del guano para entregarlos a una sola firma privada. La nueva consignataria fue la casa francesa Hermanos Dreyfus, que adelantó un capital de 60 millones de francos para adquirir dos millones de toneladas de guano, y que terminó por convertirse de único comprador de guano en banquero del Perú.[11]

El contrato Dreyfus, firmado con el gobierno peruano el 17 de agosto de 1869, no mejoró la situación financiera del país. Ante el continuo deterioro de la economía y la sostenida caída de los precios del guano, Balta contrajo nuevos empréstitos extranjeras dando como garantía las rentas de aduana y los ferrocarriles estatales. Los fondos obtenidos se destinaron a nuevas obras, en particular ferrocarriles, construidos por el contratista norteamericano Henry Meiggs. Mientras este empresario se enriquecía, el país se endeudaba cada día más, convirtiéndose en uno de los principales deudores internacionales.[12] A fines del periodo de Balta los empréstitos totalizaban la enorme cifra de 37 millones de libras esterlinas, que equivalían entonces a 150 millones de dólares, la más alta deuda de América Latina. En 1879 la abultada deuda peruana llegaba ya a los 250 millones de dólares.

En 1875 el imperio especulativo se derrumbó y el Estado peruano quedó en total bancarrota. En esas graves circunstancias, el gobierno de Pardo, extendido de 1872 a 1876, canceló el contrato Dreyfus y dispuso el regreso al antiguo sistema de consignatarios, mientras en forma acelerada se deterioraban las relaciones con Chile por el control del nuevo fertilizante que desplazaba al guano en los mercados internacionales, el salitre o caliche, magnífico abono natural con un alto contenido de nitrato.

La nueva riqueza mineral en expansión se concentraba en el sur del Perú (Tarapacá) y el litoral Pacífico de Bolivia (Antofagasta), donde su explotación era dominada por empresarios chilenos e ingleses. En particular, la provincia peruana de Tarapacá se había convertido desde la década del sesenta en un centro importante de extracción del salitre.

La política del gobierno de Lima en relación con el nuevo producto fue al principio diferente a la aplicada al guano, pues se permitió la libre extracción y venta del salitre por empresarios privados nacionales y extranjeros, muchos de ellos chilenos asociados al capital británico. Como la región de Tarapacá es desértica y poco poblada –al igual que su vecina boliviana de Antofagasta-, los empresarios alentaron la inmigración de fuerza de trabajo procedente de Chile. Así, mientras la burguesía peruana se dedicaba a los lucrativos negocios guaneros, los inversionistas chilenos e ingleses se iban haciendo del control de la actividad salitrera en los departamentos o provincias de Antofagasta (Bolivia) y Tarapacá (Perú).

El 18 de enero de 1873 la agudización de la crisis financiera peruana condujo al presidente Pardo a variar la política salitrera seguida hasta entonces. Su primera medida fue decretar el estanco del salitre, poniendo en manos del Estado toda su comercialización. El 28 de mayo de 1875 fue más lejos: prohibió la entrega de nuevas concesiones a particulares y dispuso la expropiación de todos los yacimientos en activo.

Las inversiones extranjeras en el salitre de Perú se calculaban entonces en casi 16 millones de dólares. Sin dinero disponible, el gobierno limeño compensó a los propietarios, peruanos, chilenos e ingleses, con bonos del Estado. La nueva legislación salitrera de Perú permitió al caliche fiscal controlar el 75% de los yacimientos de Tarapacá en 1876.

El gobierno de Lima decidió aplicar al salitre estatal la misma política de consignatarios privados seguida con el guano. La persistente bancarrota financiera del país aceleró este proceso y las salitreras fueron arrendadas, para su comercialización, a intereses bancarios, nacionales y extranjeros, a cambio de nuevos préstamos, aun cuando la propiedad siguiera en manos del Estado.

Como señaló el historiador ecuatoriano Manuel Medina Castro, este sistema contrastaba con el aplicado por las empresas chilenas e inglesas, pues “el monopolio fiscal peruano se opone a la expansión de los capitales anglo-chilenos sobre el salitre peruano. Y no es simple oposición comercial, es que el monopolio fiscal peruano y los capitales anglo-chilenos representan además dos tipos distintos de explotación, estatal la una, privada la otra”.[13]

La debilidad de Bolivia y el conflicto con Chile

La penetración extranjera en el salitre no era un problema exclusivamente peruano. Pero la evolución de Bolivia y la historia de su conflicto con las salitreras chilenas y los empresarios ingleses fueron algo diferente a la de Perú, pues los poderosos intereses extranjeros encontraron en Antofagasta un terreno más favorable para su expansión. Aquí llegaron a dominar en forma casi exclusiva la extracción del salitre y toda la actividad productiva y la infraestructura, favorecidos por la endémica debilidad de Bolivia, que convertía a sus gobiernos en poco resistentes a la presión foránea.

La presencia chilena en territorio boliviano se había iniciado varios años antes. En 1842 el gobierno de Chile declaró propiedad nacional las guaneras existentes en su territorio, principalmente en Coquimbo y su litoral septentrional, aunque los yacimientos más apetitosos se encontraban más allá de su frontera norte. Por eso, en 1847 los chilenos realizaron una primera incursión armada en Mejillones, como era denominada toda la zona sureña de Atacama, en la provincia boliviana de Antofagasta, donde llegaron a levantar un puesto fortificado, destruido después por fuerzas militares de Bolivia.

Desde fines de la década del cincuenta se comenzaron a explotar por empresarios chilenos asociados a capitalistas ingleses los primeros yacimientos de nitratos en la zona de Mejillones, que llevaron al despunte de la actividad extractiva en la región. Esta zona poseía ricos yacimientos de guano y salitre, incluyendo algunos de plata en la cercana región de Caracoles que comenzaron a producir en la siguiente década. El desarrollo del puerto de Antofagasta, convertido por los chilenos desde 1868 en el eje del embarque del caliche, terminó por desplazar a Cobija como principal salida al mar de Bolivia.[14]

En esas condiciones los incidentes fronterizos se fueron intensificando. En 1862 incluso pareció inminente un conflicto armado entre las dos naciones y, al año siguiente la situación se tensó todavía más cuando el gobierno chileno se negó a reconocer la jurisdicción boliviana, extendiendo sus pretensiones territoriales hasta las salitreras de Mejillones. La agria disputa fronteriza entre Chile y Bolivia pasó momentáneamente a un segundo plano por la inesperada agresión colonialista hispana a la región, que llevó a vertebrar una alianza de todos los países del Pacífico (1864-1866) contra España.[15]

El clima de distención creado por la alianza antiespañola favoreció que Bolivia y Chile firmaran, el 10 de agosto de 1866, un tratado de límites para compartir los valiosos recursos de la región de Mejillones. El acuerdo otorgaba a Chile el control directo de los recursos ubicados por debajo del paralelo 24 de latitud sur, que quedaba fijado como frontera reconocida entre los dos países. Además, permitía a los chilenos una participación igualitaria en los yacimientos minerales y guaneros –cuya mayor parte quedaba en el lado boliviano- que se descubrieran en la zona situada entre los paralelos 23 y 25 de latitud sur, eliminando los aranceles aduaneros a los productos del país austral que se introdujeran por Mejillones.

El tratado de 1866, rubricado a nombre de Bolivia por el gobierno de Mariano Melgarejo (1864-1871), no sólo zanjó a favor de Chile las ocupaciones de Mejillones y otras anteriores, sino que también estipuló que los puertos bolivianos del Pacífico se abrieran a la exportación de minerales sin gravámenes, como tampoco las mercancías chilenas importadas por ellos. Era en la práctica un acuerdo de libre comercio con Chile, que echaba por tierra la tradición proteccionista boliviana.

Estas concesiones atrajeron la llegada de nuevos empresarios foráneos, en su mayoría británicos y chilenos, que firmaron contratos de exportación a largo plazo y convenios especiales para concesiones ferroviarias. El gobierno de Melgarejo apremiado por su falta de liquidez, aceptó estos contratos en las peores condiciones para Bolivia, hipotecando recursos nacionales a largo plazo.[16]

El continuo crecimiento de la extracción minera en Antofagasta por compañías chileno-británicas, sin beneficio alguno para Bolivia, condujo, tras la caída de Melgarejo, al gobierno boliviano a pedir la revisión de lo pactado en 1866, mientras Chile contraproponía la compra de esos valiosos territorios. Las conversaciones entre los dos países determinaron la firma de un protocolo en 1872 (Linsay-Corral) y a un nuevo tratado de límites en 1874. Por el acuerdo, Chile reiteró su reconocimiento del paralelo 24 de latitud sur como límite con Bolivia, a cambio de que no se pusieran mayores impuestos a las extracciones chilenas de los recursos naturales de Antofagasta.

En 1875, la situación económica de Bolivia se agravó como resultado de la caída estrepitosa de las exportaciones de plata, cuando la deuda externa del país ascendía a la enorme cifra -para la frágil economía boliviana de la época- de ocho millones de dólares. En busca de una salida, el gobierno de Hilarión Daza, iniciado en mayo del 1876, anuló la mayoría de las concesiones mineras otorgadas a las compañías chilenas en Antofagasta –dedicadas a la extracción del salitre-, con la excepción de la Nitrate and Railroad Company of Antofagasta.

Esta empresa chileno británica, fundada en 1872, era la más importante de las que operaban en el litoral boliviano y poseía un ferrocarril que conectaba el puerto con los campamentos salitreros y las nuevas minas de plata de Caracoles. La Nitrate and Railroad Company of Antofagasta no solo dominaba los yacimientos de nitrato y de plata, así como la transportación y exportación, sino que también propiciaba la colonización con miles de pobladores chilenos, por cuyas actividades no tributaba al Estado boliviano.[17]

El 14 de febrero de 1878, la Asamblea Nacional de Bolivia, reunida en Chuquisaca, gravó las exportaciones de esta compañía extranjera que operaba en su territorio con un impuesto de diez centavos por cada quintal de caliche que embarcara. El gerente inglés de la Nitrates and Railroad Company of Antoagasta, con el apoyo del gobierno chileno, se negó a pagar el impuesto alegando que violaba lo estipulado por los tratados vigentes entre Perú y Bolivia.

Al año siguiente, al cumplirse un año exacto de dictada la medida soberana por el congreso boliviano, el presidente Daza exigió el cumplimiento de las contribuciones atrasadas. Ante las reiteradas negativas de la empresa extranjera, el gobierno boliviano dispuso que todos los bienes de la Nitrates and Railroad Company of Antoagasta fueran puestos en pública subasta, de manera que la venta de sus propiedades garantizase la satisfacción de lo adeudado a la hacienda pública.

Hay que aclarar que el conflicto boliviano-chileno tenía serias implicaciones para Perú. El gobierno de Lima, ante el acelerado deterioro de sus relaciones con Chile tras la expropiación de las salitreras de Tarapacá, y preocupado con las noticias de que Inglaterra construía desde agosto de 1872 dos modernos acorazados blindados para la marina chilena –con los significativos nombres de Blanco Encalada y Almirante Cochrane-, había concertado una alianza “secreta” con Bolivia para la protección mutua ante cualquier agresión. El Tratado de Alianza defensiva entre estas dos repúblicas fue suscrito el 6 de febrero de 1873 “para garantizar mutuamente su independencia, su soberanía y la integridad de sus respectivos territorios”.[18]

La guerra del guano y el salitre

Los tres países surandinos involucrados en el conflicto por el guano y el salitre atravesaban una grave crisis económica que pretendieron resolver con los valiosos recursos naturales existentes en Antofagasta y Tarapacá. La explotación de la mayoría de estos yacimientos había estado en manos de empresarios chilenos asociados al capital británico hasta la puesta en vigor de las medidas soberanas de expropiación dictadas por los gobiernos de Perú y Bolivia en 1875 y 1879 respectivamente. La posesión del salitre, el guano y las demás riquezas minerales existentes en la frontera de los tres países fue la verdadera causa del conflicto armado que enfrentó a estas repúblicas hermanas.[19]

El 14 de febrero de 1879 la provincia boliviana de Antofagasta fue ocupada por el ejército de Chile, desembarcado por la flota integrada por los acorazados Cochrane y Blanco Encalada, junto a la corbeta O´Higgins, con la excusa de proteger a los residentes chilenos del lugar Ese día el gobierno de Bolivia debía poner en práctica las medidas anunciadas contra la compañía chileno- británica. Dos días después las fuerzas militares de Chile ocuparon las minas de plata de Caracoles.El 23 de marzo se produjo el primer enfrentamiento sangriento entre Bolivia y Chile que tuvo lugar en el oasis de Calama, población en la frontera con Tarapacá, donde se inmoló el boliviano Eduardo Abaroa y un puñado de civiles armados en la defensa del Puente del Topáter. Al mes siguiente, tras la declaración formal de guerra por parte del gobierno chileno, Perú entraba en la contienda fratricida (6 de abril). En reacción a la inesperada agresión a su territorio, el presidente boliviano Hilarión Daza ordenó la confiscación de todos los bienes chilenos en Bolivia.

En los dos primeros meses de la guerra del Pacífico, Chile se apoderó del litoral de la disputada región de Antofagasta, incluido el puerto de Cobija, despojando a Bolivia de su salida al mar. Además, la flota de guerra chilena bloqueó el puerto peruano de Iquique, donde se concentraban una parte importante de los efectivos aliados peruano-bolivianos.

La primera etapa de la contienda se extendió hasta el 8 de octubre de 1879 y se caracterizó por la lucha por el dominio del mar entre las escuadras de Perú y Chile, pues Bolivia carecía de flota de guerra. Tras la batalla del 12 de abril, que enfrentó a la cañonera chilena Magallanes con las corbetas peruanas Unión y Pilcomayo, ambos contendientes procedieron a reforzar sus respectivas armadas. Chile envió para mantener el bloqueo de Iquique a dos potentes buques: la Esmeralda y la Covadonga. Perú despachó, por su lado, el Huáscar y el Independencia.

El segundo gran combate naval se libró el 21 de mayo de 1879. La escuadra peruana hundió a la Esmeralda, que desapareció junto con su heroico capitán, Arturo Prat, mientras Perú se quedaba sin su más poderosa unidad bélica, el buque Independencia. Esta última pérdida fue un duro golpe para la flota peruana, ya que salvo el Huáscar –al mando del contralmirante Miguel Grau-, el resto de sus embarcaciones eran de madera. De ahí en adelante, la marina de guerra chilena se dedicó a cazar al Huáscar que a su vez emprendía una hábil campaña naval, entre cuyos éxitos se cuenta la captura de un gran trasporte chileno.

El 8 de octubre, frente a Mejillones, los buques chilenos lograron cercar a la flotilla del contralmirante Grau, integrada por el Huáscar y el Unión. En Punta Angamos, la tripulación del Huáscar se defendió gallardamente. Solo después de la muerte de Grau y el grueso de su oficialidad pudieron los chilenos abordar el desmantelado navío peruano y conducirlo a Valparaíso como trofeo de guerra, mientras el Unión lograba escapar.

Reafirmada la supremacía naval de Chile en el Pacífico, vital para el desarrollo ulterior de la contienda, un cuerpo expedicionario del país austral, de unos 10 mil hombres previamente concentrados en Antofagasta, partió hacia Tarapacá. Se iniciaba así la segunda etapa de la Guerra del Pacífico, caracterizada por la guerra de posiciones y el enfrentamiento de grandes unidades militares, que se extendería hasta el 17 de enero de 1881.

El 2 de noviembre de 1879 el ejército chileno desembarcó en la población costera de Pisagua y, gracias al ferrocarril existente, se interno con facilidad en la codiciada provincia de Tarapacá. En lugar de entablar combate con los invasores, el presidente boliviano Daza retiró precipitadamente a sus tropas del frente dejando abandonados a sus aliados peruanos. Esta desastrosa decisión facilitó la ocupación chilena de Iquique y contribuyó a la derrota peruana en la batalla de Dolores el 19 de noviembre. Según William J. Dennis:

Después de la captura de Iquique y la ocupación de Tarapacá, la ciudad fue puesta bajo la gobernación del general Patricio Lynch, un soldado mercenario británico, al servicio de la armada chilena, quien facilitó la explotación del guano reforzando los contrafuertes, protegiendo los depósitos e implantando en la ciudad una férrea administración.[20]

Presionado por la oposición, que criticaba acremente el desempeñó militar de Perú, el presidente Mariano Ignacio Prado renunció a la presidencia y su puesto terminó en manos de Nicolás de Piérola, proclamado Dictador y Protector de la Independencia del Perú. Un efecto parecido tuvo la marcha de la contienda en la situación política de Bolivia, donde Daza fue sustituido en la presidencia por el general Narciso Campero (27 de diciembre).

Ocupados indemnes los ricos yacimientos de Tarapacá y Antofagasta, y gracias a su dominio del mar, el estado chileno reinició la extracción del salitre antes de concluir el primer año de la contienda. La reanudación de las exportaciones permitió a Chile mejores condiciones para proseguir el enfrentamiento armado con sus vecinos, en particular gracias al establecimiento de un impuesto a las ventas de salitre, cuya implantación por Bolivia, en un monto muy inferior, había sido el argumento chileno para desatar la contienda. Además, el gobierno austral autorizó a los tenedores ingleses de bonos peruanos para reanudar las actividades en los yacimientos expropiados.

Aunque los chilenos sufrieron un importante revés el 26 de noviembre, sus avanzadas lograron atravesar el desierto de Tarapacá y penetrar más profundamente en territorio peruano. Culminada esta ofensiva, el ejército agresor dedicó tres semanas a reorganizarse antes de proseguir las operaciones militares.

El 25 de febrero de 1880, se embarcaron 10 mil soldados en Pisagua para atacar la provincia peruana de Tacna, permaneciendo otros tres mil en Tarapacá, mientras la flota chilena bombardeaba y bloqueaba el puerto peruano de El Callao (abril). Desembarcados en Ilo, bajo el mando del general Manuel Baquedano, se dispusieron a atacar las fuerzas aliadas situadas al norte de la villa de Tacna.

En la sangrienta batalla del Alto de la Alianza (Tacna), el 26 de mayo, se impuso la abrumadora superioridad numérica del bando chileno. El Batallón Colorados de Bolivia, comandado por Narciso Campero y Eliodoro Camacho, que se destacó por su arrojo en este duro enfrentamiento fue prácticamente aniquilado, por lo que la república del altiplano se retiró de manera definitiva de la contienda.

Una nueva victoria chilena en Arica, el 7 de junio, puso fin a esta fase de la guerra, aunque el héroe de la jornada fue el coronel peruano Francisco Bolognesi, quien resistió hasta la muerte al mando de sus 1200 hombres. A pesar de las derrotas sufridas, el 11 de junio de 1880 quedaron establecidas en Lima las bases de una nueva confederación Perú-Bolivia; proyecto muy combatido por la oligarquía boliviana deseosa de desvincularse del conflicto con Chile. En esas condiciones, el tratado no pudo prosperar y Perú quedó de hecho sólo frente al agresor chileno.

El 15 de noviembre de 1880 zarpó de Arica un poderoso ejército chileno –compuesto por 12 mil soldados- que desembarcó en el puerto peruano de Paracas, al sur de Pisco. Un mes más tarde, llegó a la caleta de Curuyaco otro cuerpo integrado por 14 mil hombres. Concentradas en el valle de Lurín, estas fuerzas iniciaron, el 12 de enero de 1881, la ofensiva contra Lima.

El 13 de enero comenzó en Chorrillos la batalla por Lima. Dos días después los chilenos ganaron un gran combate a las puertas mismas de la ciudad. El 17 de enero los invasores la ocuparon, donde permanecieron por dos años. El presidente Piérola se vio obligado a buscar refugio en la sierra andina con los restos de su ejército.[21]

Por último, la tercera etapa de la Guerra del Pacífico se extendió hasta la derrota peruana en la batalla de Huamachuco, el 10 de julio de 1883. Durante esta fase, caracterizada por la lucha irregular contra el invasor extranjero, el gobierno norteamericano ofreció al gobierno de Perú su interesada mediación a cambio de concesiones y la entrega del puerto de Chimbote, para establecer una base naval y carbonífera. De prosperar el maquiavélico plan, Perú se convertiría en una especie de protectorado norteamericano.

Se sabe que el entonces Secretario de Estado norteamericano, James G. Blaine, consideraba la contienda del Pacífico como “una guerra inglesa contra Perú con Chile como instrumento”.[22] De ahí que se propusiera aprovechar la situación para favorecer los intereses imperialistas de Estados Unidos y frenar la penetración británica en la región.

El proyecto de Blaine, concebido desde fines de 1880, que figura entre las primeras expresiones de los apetitos expansionistas del naciente imperialismo norteamericano, se frustró por varias razones. Entre ellas, la muerte del presidente de Estados Unidos James Garfield, en septiembre de 1881, y la rápida reacción chilena al destituir y apresar, el 6 de noviembre de ese mismo año, al mandatario peruano Francisco García Calderón, quien apenas llevaba unos meses en el cargo y era el eje de estas negociaciones subrepticias.[23]

Paradójicamente, García Calderón, que instaló la sede de su gobierno en el poblado de La Magdalena, había sido promovido por los chilenos para debilitar la resistencia de los seguidores de Piérola y facilitar la cesión de territorios a Chile. Para Ballón Aguirre: “Piérola y otros líderes militares de prestigio como Andrés Avelino Cáceres presionaban al gobierno de Chile con la resistencia militar y hubieran estado a fin de cuentas en posición de consumar la paz sin cesión territorial”.[24]

Este último periodo de la Guerra del Pacífico estuvo marcado por la tenaz resistencia popular peruana contra el invasor extranjero, que conllevó crueles represalias contra la población civil indefensa y la destrucción de las grandes plantaciones de la costa central y norte. Los verdaderos protagonistas de la defensa nacional de Perú a la ocupación chilena fueron las guerrillas o montoneras dirigidas por Andrés Avelino Cáceres, apodado el “Brujo de los Andes”. El núcleo central de estas fuerzas lo integraban las tropas indígenas y mestizas levantadas por Cáceres desde abril de 1881.

Entretanto, el gobierno peruano trasladaba su sede de La Magdalena a Arequipa, presido ahora por Lizardo Montero, mientras su vice, que era el propio Cáceres, obtenía una importante victoria militar en Concepción. De ahí en adelante los patriotas peruanos sufrieron una serie de reveses en las campañas de Huaraz y Yungay, recibiendo el golpe definitivo en la batalla de Huamachuco el 10 de julio de 1883, que significó en la práctica el fin de la contienda fratricida.

Consecuencias de la guerra para Chile, Perú y Bolivia

Un nuevo gobierno peruano, presidido por el general Miguel Iglesias, firmó el 20 de octubre de 1883 el Tratado de Ancón, aceptando lo que todos sus predecesores habían rehusado: la cesión de territorios pertenecientes a Perú. Tarapacá fue entregada perpetua e incondicionalmente a Chile y se acordó que los chilenos ocuparan durante diez años las provincias de Tacna y Arica hasta que, espirado ese plazo, un plebiscito en esas localidades definiera su estatus final.

En consecuencia, el 23 de octubre las fuerzas armadas de Chile se retiraron de la capital peruana. Tras continuas posposiciones, la consulta popular prevista nunca se realizó. En 1929, luego de largas presiones y cabildeos diplomáticos, un acuerdo peruano-chileno determinó que la soberanía de Chile incluyera Arica y Tacna fuera devuelta al Perú, junto con una indemnización de 6 millones de dólares. El pacto incluía un acta secreta (Protocolo Adicional al Tratado de Lima) que establecía:

Los gobiernos de Perú y Chile no podrán, sin previo acuerdo entre ellos, ceder a una tercera potencia la totalidad o parte de los territorios que, en conformidad al tratado de esta misma fecha, quedan bajo sus respectivas soberanías, ni podrán, si ese requisito, construir, a través de ellos, nuevas líneas férreas internacionales.[25]

Como resultado directo de la Guerra del Pacífico, el área territorial de Chile creció de manera significativa a costa de la provincia marítima de Bolivia y las meridionales de Perú, que se quedó definitivamente sin Tarapacá y Arica, anexándose unos ciento ochenta mil kilómetros cuadrados muy ricos en yacimientos minerales. Pero en realidad, el único vencedor de la contienda fratricida fue el imperialismo inglés.

Chile, el aparente triunfador en la guerra que desangró a tres países hermanos de Nuestra América, terminó traspasando las riquezas conquistadas a Perú y Bolivia a los capitalistas ingleses. El proceso comenzó en junio de 1881 cuando el gobierno chileno decidió devolver las salitreras expropiadas por los peruanos a los tenedores de los bonos entregados en 1875.

Esos documentos habían sido emitidos por Perú para indemnizar a los empresarios afectados –72% peruanos y chilenos-, pero sus valores se depreciaron rápidamente durante la guerra y algunos especuladores británicos, radicados en Chile, aprovecharon la coyuntura para adquirirlos con créditos otorgados por los propios bancos chilenos. El más afortunado de todos resultó el inglés John Thomas North, quien al fin de la Guerra del Pacífico emergió como indiscutido "rey del salitre". Era el epílogo absurdo de una guerra entre hermanos. Según el historiador chileno Ramírez Necochea:

Alrededor del año 1890, ya los ingleses dominaban los centros vitales de Tarapacá, ejerciendo en esta provincia una influencia sin contrapeso. Unas 27 compañías de esa nacionalidad, con un capital superior a 9.000 000 de libras esterlinas, poseían alrededor de 40 oficinas, las de más alta productividad.

Tan completa fue la sujeción al imperialismo británico, tan profunda, decisiva y múltiple fue su penetración en Chile, que en 1888 el norteamericano W. E. Curtis decía que Valparaíso, con su comercio enteramente en manos inglesas, sus transacciones mercantiles realizadas en libras esterlinas, su diario inglés y el amplio uso de este idioma, no era nada más que una colonia británica.

La tutela ejercida por el imperialismo fue absolutamente perniciosa para Chile.[26]

La penetración del imperialismo inglés en Chile se consolidó todavía más en los años siguientes. Si en 1881 las inversiones directas de Inglaterra en Chile no pasaban de un millón de libras esterlinas, concentradas en ferrocarriles y minas –más otros 6 millones de la deuda con Londres-, diez años después el capital británico invertido en minas, salitreras, ferrocarriles y bancos, ascendía a 16 millones de libras esterlinas, mientras los empréstitos de Londres habían elevado la deuda chilena a 8 millones.

En otras palabras, ya en 1886 el imperialismo inglés controlaba el 70% de la producción de la principal riqueza de Chile, el salitre, y en 1890 había triplicado su capital en este país. En ese año las inversiones extranjeras dominaban el 90% del salitre. A tal grado llegó la dependencia chilena de Inglaterra, que cuando en 1891 el presidente José Manuel Balmaceda quiso ponerle coto fue derrocado tras una breve guerra civil de 7 meses- azuzada por el capital londinense- y que concluyó con el suicidio, el 19 de septiembre de ese año, del mandatario nacionalista asilado en la legación argentina.

La suerte de los vencidos no fue muy diferente a la de Chile. Perú, con su economía postrada, vio pasar a manos inglesas las arruinadas plantaciones azucareras de los valles más fértiles de la costa septentrional, que fueron concentradas en enormes explotaciones. Tras la retirada de las tropas chilenas de Perú la economía del país estaba en ruinas; con inmensas pérdidas materiales y humanas y sin sus ricas provincias del sur.[27]

Tampoco se podía contar con los otros productos de exportación –además del salitre-, ya que las haciendas de azúcar y algodón del litoral habían sido devastados por el ejército chileno de ocupación. Por ejemplo, el azúcar disminuyó en un 50% en relación con sus niveles tradicionales de producción y venta.

A consecuencia de todos estos desastres, el sistema bancario nacional, basado en los negocios del guano y el caliche, quebró. El único banco que se libró de la ruina fue la entidad inglesa London, Mexico and South American Bank, la cual absorbió al Banco Nacional, transformándose en el llamado Banco de Perú y Londres.

Si duda la coyuntura era propicia para que el imperialismo inglés extendiera sus tentáculos sobre la economía peruana y completara su dominación del país. Aprovechando la necesidad que tenía Perú de alentar grandes inversiones capaces de reanimar su sector exportador, el capital inglés empezó a adquirir las arruinadas plantaciones de los valles más fértiles de la costa y a concentrarlas en enormes explotaciones. Como resultado, se formaron tres grandes monopolios agrícolas: la Cartavio Sugar Company, la Hacienda Roma y la Sociedad Agrícola Casa Grande Limited.

La Cartavio Sugar Company pertenecía al capitalista británico William Russel Grace: la Romana, a la familia Harco, asociada a otra compañía inglesa: la Graham Rowe and Company Limited, y la Casa Grande a la firma comercial alemana, con sede en Lima, Gildemeister Cornbursch and Company. Más adelante, la empresa Grace se dedicó a adquirir los depreciados bonos de la deuda exterior peruana, así como los intereses de Meiggs en el país. Los bonos fueron comprados por la Grace a un 10% de su valor nominal, o sea, en unos 3 millones de libres esterlinas.

Ya en el mes de octubre de 1888, la Grace celebraba un convenio con el gobierno peruano para cancelar la deuda contraída en los años 1869, 1870 y 1872, ascendente a 51 millones de libres esterlinas. A cambio, la compañía recibió los ferrocarriles del Estado –para operarlos se constituyó la Peruvian Railway Company Limited- por 66 años, distintos privilegios comerciales, medio millón de hectáreas y el usufructo de las islas guaneras. Todo muy bien calculado como para poner a funcionar las más fértiles regiones del país –tierra, infraestructura y abono- en beneficio del capital extranjero.

Bolivia, por último, fue la que más perdió, pues quedó todavía en peores condiciones que sus vecinos, uno aliado y el otro adversario. Al término de la Guerra del Pacífico la difícil situación económica del país era aun más grave que antes, pues Bolivia experimentaba una merma en las ventas de plata al exterior, que era entonces su único producto de exportación, debido a la decisión de la Unión Monetaria Latina de abandonar el bimetalismo y la pérdida de los yacimientos de Caracoles. Pero lo peor de todo era que se había quedado sin su salida al mar, clave para el futuro desarrollo económico y social del país.

Para poner fin de manera oficial a la guerra, Chile y Bolivia firmaron primero, el 4 de abril de 1884, un Pacto de Tregua, seguido después por el protocolo del 9 de diciembre de 1895 –que ofrecía un puerto a Bolivia- y, finalmente, el Tratado del 20 de octubre de 1904, que dio a los chilenos la cesión definitiva y perpetua del antiguo litoral boliviano.[28] Desde el primero de estos acuerdos, se despojaba a Bolivia de toda la provincia de Antofagasta, esto es, su salida al Pacífico, enclave estratégico para su potencial desarrollo que tenía unos 400 kilómetros de costa.[29]

El gobierno boliviano debió aceptar estas terribles condiciones ante la amenaza del ejército chileno que ocupaba Puno de proseguir su avance hacia La Paz. Además, la presión diplomática del país austral sobre Bolivia había llegado a los extremos que ilustra la prepotente y altanera nota ultimátum del embajador chileno en La Paz, Abraham Koning, quien el 13 de agosto de 1900 había advertido con total desenfado al canciller boliviano:

En cumplimiento de las instrucciones de mi gobierno y partiendo del antecedente aceptado por ambos países de que el antiguo literal boliviano es y será siempre de Chile [...]. Chile ha ocupado el Litoral y se ha apoderado de él con el mismo título con que Alemania anexó al imperio Alsacia y la Lorena, con el mismo título que los Estados Unidos de la América del Norte han tomado Puerto Rico [...]. Nuestros derechos nacen de la victoria, la ley suprema de las naciones [...].” [30]

El acuerdo firmado en 1904, además de establecer el dominio perpetuo y absoluto de Chile sobre los territorios arrebatados a Bolivia, incluía el derecho de libre tránsito de bienes y mercancías bolivianos por cualquiera de los puertos chilenos del norte. Chile debía asumir la construcción de un ferrocarril entre Arica y La Paz, establecer un régimen de libre tránsito y el pago de una compensación monetaria a Bolivia. El tratado fue ratificado al año siguiente por los respectivos congresos, aunque desde 1910 el gobierno boliviano no ha cejado en el reclamo de su derecho a una salida al Pacífico.[31]

En definitiva, el guano y el salitre fueron la fatalidad de Bolivia. Las riquezas naturales existentes en su territorio litoral, apetecidas por los grandes consorcios de Inglaterra y Estados Unidos, dejaron a Bolivia enclaustrada en el altiplano andino, convertida en una nación sin mar, aislada en el corazón de la América del Sur.

De ahí el permanente reclamó a una solución justa, que contemple una salida libre y soberana al Pacífico, que ha hecho suyo el presidente boliviano Evo Morales y recogido en el articulado de la actual constitución del Estado Plurinacional de Bolivia. A los 130 años del fin de una guerra que enlutó a tres pueblos hermanos, cobra nueva fuerza el vibrante llamado a la unidad latinoamericana hecho por Martí al calor de este trágico enfrentamiento fratricida:

Todo nuestro anhelo está en poner alma a alma y mano a mano los pueblos de nuestra América Latina.

Es necesario ir acercando lo que ha de acabar por estar junto. Si no, crecerán odios; se estará sin defensa apropiada para los colosales peligros, y se vivirá en perpetua e infame batalla entre hermanos por apetito de tierras. No hay en la América del Sur y del centro como en Europa y Asia, razones de combate inevitables, que excusen y expliquen las guerras, y las hagan sistemáticas, inevitables, y en determinados momentos precisas. ¿Por qué batallarían, pues, sino por vanidades pueriles o por hambres ignominiosas, los pueblos de América” ¡Guerras horribles, las guerras de avaros![32]

Es el reclamo que reiteró José Martí en su extraordinario ensayo Nuestra América (1891), teniendo en mente los dramáticos episodios de la Guerra del Pacífico que tanto le conmovieron y laceraron. Por eso llamó de nuevo a la imprescindible unidad de nuestros pueblos ante el inminente peligro mayor: la brutal expansión de los Estados Unidos sobre las tierras de la América Meridional:

Los pueblos que no se conocen, han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de la casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos. Los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que viven en el aire, con la copa cargada de flor, restellando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.[33]

NOTAS

[1] Tomado de las anotaciones de José Martí a su lectura del libro de Diego Barros Arana Historia de la Guerra del Pacífico, Santiago de Chile, Servat y Cia., 1888. Véase José Martí: Obras Completas, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, t. 21, pp. 291-303. Para el Apóstol de la Independencia de Cuba: “El libro de Barros Arana ha sido escrito para demostrar que ha tenido razón Chile, pues ése es precisamente el libro que convence de que no ha tenido razón Chile”.

[2] El presente texto debe mucho al libro que elaborara hace muchos años con dos colegas del Departamento de Historia de la Universidad de La habana. Véase Sergio Guerra, Alberto Prieto y Omar Díaz de Arce: Crónicas Latinoamericanas, la región surandina. Chile, Perú y Bolivia, La Habana, Casa de las Américas, 1977.

[3] Raúl Botelho Gonsalvez: Breve historia del litoral boliviano, La Paz, Comisión Nacional de Recordación del Centenario de la Guerra del Pacífico, 1979, p. 17 y René Zavaleta Mercado: “Consideraciones generales sobre la historia de Bolivia”, en América Latina; Historia de Medio Siglo, México, Siglo XXI, 1998, t.1, p. 75. Véase también Herbert S. Klein: Historia de Bolivia, La Paz, Librería Editorial “Juventud”, 1996.

[4] Un sugestivo análisis en Sergio Villalobos R.: El comercio y la crisis colonial. Un mito de la Independencia, Santiago de Chile, Ediciones de la Universidad de Chile, 1980, pp. 237-273.

[5] Véase, entre otros textos, Luis Vitale: Interpretación marxista de la Historia de Chile, Santiago de Chile, Prensa Latinoamericana, 1972, t. III, pp. 158-159 y Sergio Grez Toso: De la “Regeneración del Pueblo” a la Huelga General. Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890), Santiago de Chile, RIL Editores, 2007, pp. 71-72.

[6] Tomado de Hernán Ramírez Necochea: Historia del imperialismo en Chile, La Habana, Edición Revolucionaria, 1966, p. 56. De 14 naves que fondearon en Valparaíso en 1809 se pasó a 394 en 1834. Las cifras en Grez, op. cit., p. 88.

[7] Carta de Diego Portales a Manuel Blanco Encalada citada por Javier Murillo de la Rocha: “Relaciones boliviano-chilenas. A 100 años del Tratado de Paz y Amistad”, Foreign Affairs en Español, ITAM, México, octubre-diciembre 2004, vol. 4, num. 3, p. 44.

[8] En su lucha contra la federación de Perú y Bolivia, los chilenos lograron atraerse al gobernante bonaerense Juan Manuel de Rosas, quien no puso gran empeño en atacar al estado confederado. Así, al iniciarse las hostilidades, las tropas peruano-bolivianas se acercaron a Jujuy y, en 1838, vencieron a los argentinos en las batallas de Yruya y Montenegro.

[9] Zavaleta, op. cit., p.78.

[10] Véase Frank Safford y Nils Jacobsen: “Las economías de la América andina, 1830-1885, en Historia de América Andina, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar, 2003, t. V, p. 67. Y Dennis L. Gilbert: La oligarquía peruana: historia de tres familias, Lima, Editorial Horizonte, 1982, p. 16-17.

[11] Eugenio Chang-Rodríguez: Opciones políticas peruanas, Trujillo-Perú, Editorial Normas Legales S.A., 1987, p. 19.

[12] Heraclio Bonilla: Guano y burguesía en el Perú, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1974, p. 19. Véase también Ernesto Yepes del Castillo: Perú 1820-1920. Un siglo de desarrollo capitalista, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, Campodónico, 1972.

[13] Manuel Medina Castro: Estados Unidos y América Latina, siglo XIX; La Habana, Casa de las Américas, 1968, p. 471.

[14] Una descripción clásica en Oscar Bermúdez: Historia del salitre desde sus orígenes hasta la Guerra del Pacífico, Santiago de Chile, Ediciones de la Universidad de Chile, 1963.

[15] Véase Medina Castro, op. cit., pp, 468-469.

[16] Para colmo, el presidente Melgarejo ofreció al negociador chileno en La Paz, Aniceto Vergara Albano, un puesto en su gabinete como ministro de Hacienda y luego lo nombró su Agente Financiero en Santiago de Chile.

[17] Según las estadísticas de 1874, el 93% de la población de Antofagasta ya era chilena y solo el 2% boliviana. Véase Alcides Arguedas: Historia General de Bolivia. (El proceso de la nacionalidad), 1809-1921, La Paz, Armó Hermanos Editores, 1922.

[18] Citado por Murillo de la Rocha, op. cit., p. 44. Aunque se le llama “secreto”, en realidad era conocido por varios gobiernos latinoamericanos, incluyendo el chileno, e incluso publicado en la revista Foreign Relations de Estados Unidos el 15 de enero de 1874.

[19] Hasta donde conocemos, el gobierno de Venezuela, presidido entonces por Antonio Guzmán Blanco, fue el único de América Latina que protestó oficialmente por la agresión chilena a Bolivia y Perú.

[20] William J. Dennis: Documentary History of the Tacna-Arica Dispute, Nueva York, Kennikat Press, 1971, p. 134. En realidad, Lynch había nacido en Chile, aunque se había educado desde muy joven en Gran Bretaña y servido muchos años en la marina inglesa.

[21] Más detalles en Jorge Basadre: Historia de la República del Perú, Lima, Peruamérica, 1964, t. VI. Véase también Margarita Guerra Martiniere: La ocupación de Lima (1881-1883). El gobierno de García Calderón, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1991, p. 130.

[22] Citado por Medina Castro, op. cit., p. 482.

[23] Un enjundioso estudio del tema en José Ballón Aguirre: Martí y Blaine en la dialéctica de la Guerra del Pacífico (1879-1883), México, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), 2003. Según explica este autor (p. 155), García Calderón había aceptado el plan norteamericano el 20 de septiembre de 1881.

[24] Ballón Aguirre, op. cit., p. 89

[25] En Murillo de la Rocha, loc. cit., p. 45. Más información en Roberto Querejazu Calvo: Historia de la Guerra del Pacífico (La participación de Bolivia), La Paz, Ed. “G.U.M.” [s.f.]., pp. 429 y ss.

[26] Ramírez Necochea, op. cit., pp.117 y 121.

[27] Más detalles en Emilio Romero: Historia Económica del Perú, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1949.

[28] Véase también la opinión del chileno Luis Maira en “Las relaciones entre Chile y Bolivia en el centenario del tratado de 1904”, Foreign Affairs en Español, ITAM, México, octubre-diciembre 2004, vol. 4, num. 3.

[29] Según Medina Castro, op. cit., p. 475 y 493., Chile se apoderó de 180 mil kilómetros cuadrados, de los cuales 66 170 eran bolivianos. Tarapacá tenía 43 mil kilómetros cuadrados de superficie y Tacna 8 768.

[30] Tomado de Murillo de la Rocha, loc. cit., p. 47.

[31] Chile también quedaba obligado a entregar a Bolivia 300 mil libras esterlinas y a hacerse cargos de otras compensaciones, reclamaciones y créditos al gobierno boliviano.

[32] Obras Completas, loc.cit., t. 7, pp. 324-325.

[33] José Martí: “Nuestra América”, en Obras Completas, La Habana, Editorial Lex, 1946, t. II, p. 106.