El presente artículo es un resumen de fragmentos, muy apretados, del Libro “octubre de 1934 y sus lecciones”, del escritor Antonio Liz. La version completa saldrá proximamente como un nuevo Cuaderno de El Socialista Centroamericano.

La dimisión de Primo de Rivera el 28 de enero de 1930 dejaba a la monarquía presidida por Alfonso XIII herida de muerte. Rápidamente los republicanos de todas las tendencias llegaron a un acuerdo a través del Pacto de San Sebastián, el 17 de agosto, con la intención de traer la República, conservadora para unos y democrática para otros.

Republicanos y socialistas fueron coaligados a las elecciones municipales del 12 de abril de 1931. Lejos de esto, en las elecciones municipales triunfaron las candidaturas republicanas y socialistas en todas las grandes ciudades y en cuarenta y una de las cincuenta capitales de provincia. A pesar de que en el campo ganaron las candidaturas monárquicas gracias al aparato caciquil, fue un hecho asumible hasta por el propio Alfonso XIII que la Monarquía había perdido realmente las elecciones. Así, el rey partió para el exilio y el 14 de abril de 1931 se proclamaba la II República y el Comité Revolucionario se convirtió en el Gobierno Provisional presidido por Alcalá Zamora y en el que había tres socialistas: Largo Caballero, Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos.

Se fue rápidamente a elecciones a Cortes constituyentes el 28 de junio de 1931.(…)  Alcalá Zamora será sustituido en la presidencia del gobierno por Manuel Azaña. Aprobada la Constitución el 9 de diciembre de 1931, el día 10 las Cortes, con mayoría republicano-socialista, eligen a Niceto Alcalá Zamora como presidente de la República y Manuel Azaña sigue a presidir el gobierno republicano-socialista.

Corrientes del movimiento obrero

Las dos grandes fracciones del movimiento obrero, la socialista y la anarcosindicalista, tenían proyectos divergentes. Los socialistas se presentaban a las elecciones en solitario y con un discurso de Largo Caballero girando a la izquierda después de su experiencia en el gobierno, donde sacó la conclusión de que el gradualismo reformista no lo permitía la burguesía. Por su parte, los anarcosindicalistas diseñaron la táctica de la abstención activa a través de la consigna “frente a las urnas, la revolución social”. Los comunistas eran minoritarios y, además, estaban divididos por influencia directa de lo que ocurría en el movimiento comunista a nivel internacional. El republicanismo de izquierda de Manuel Azaña era poca cosa sin la cobertura de masas del PSOE/UGT, tanto fue así que Azaña saldrá elegido “gracias a los socialistas de Bilbao que, sacrificando a un correligionario, lo llevaron al Parlamento”. Por el contrario, el republicanismo de derechas sí tenía un partido con influencia de masas, el Partido Republicano Radical de Lerroux.

La derecha retoma la ofensiva

Las elecciones legislativas se convocaron para el 19 de noviembre de 1933. Esta vez la derecha pura y dura, claramente antirrepublicana, se presentaba aglutinada en la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) con un discurso protofascista.

  (…) El 19 de noviembre de 1933 votaron 8.711.136 de personas, el 67, 46% del censo electoral7. Era la primera vez que la mujer votaba y además tenía más peso en el censo que los hombres, pero esto no varió la tendencia general del voto, que lo marcó la coyuntura. El 3 de noviembre se celebró la segunda vuelta en aquellas circunscripciones en que ninguna candidatura había alcanzado el mínimo del 40 por 100 del total de votos emitidos, tal y como exigía la ley electoral. Al final del escrutinio, la CEDA consiguió 115 diputados, 102 el PRR, 58 el PSOE y 1 el PCE. Los nacionalismos periféricos democráticos estaban representados por ERC, 19 diputados, en el caso catalán; por el PNV, en el caso vasco, con 12 escaños, y por la ORGA, en el caso gallego, que representaba más al republicanismo que al galleguismo, con 6 diputados. La cámara tenía un total de 470 escaños. La ley electoral premiaba a las coaliciones y penalizaba a los partidos que se presentaban en solitario. La burguesía había recuperado el poder político

Fracasa la Insurrección anarquista de diciembre de 1933

(…) Ante la nueva coyuntura política que se abrió en noviembre de 1933 con la victoria electoral de un partido antirrepublicano, la CEDA, y de un partido republicano de derechas, el PRR, el movimiento obrero va a accionar por separado. Las dos grandes fracciones, la anarcosindicalista y la socialista, llamarán a su insurrección. (…) El epicentro de la insurrección estuvo en Aragón. En Zaragoza capital se luchó por las calles, se descarriló un tren proveniente de Barcelona. En poblaciones de Huesca, como fue el caso de Barbastro, se tomó el poder local y se proclamó el comunismo libertario. Pero fuera de Aragón sólo hubo escaramuzas ya que la insurrección no había sido asumida en la práctica por todas las regionales de la CNT, que dijeron sí a la Regional aragonesa sin íntima convicción. (…) El movimiento libertario se había vuelto a desangrar sin perspectiva alguna de victoria.

Auge revolucionario de los trabajadores

(…) Las movilizaciones del movimiento obrero continuaban, destaca la huelga general convocada por la CNT en Zaragoza el 4 de abril de 1934, que se prolongó hasta el 9 de mayo, y a la que también se sumó la UGT. Fue una huelga que empezó en protesta por los malos tratos propiciados a presos obreros y en la que participaron los diversos sectores.

(…) El 5 de junio empieza una huelga general campesina en Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva dirigida por la FETT, el sindicato socialista del campo. La cosecha de trigo se había declarado por decreto “servicio público nacional”. (…) Así, la huelga general en el campo fue derrotada, la FETT desmantelada temporalmente, hubo unos 10.000 detenidos, alrededor de 13 muertos y todo ello imposibilitará a los trabajadores campesinos participar en la insurrección de octubre.

La CEDA entra al gobierno

Alejandro Lerroux y Ricardo Samper, ambos del PRR, habían presidido gobiernos de republicanos de derechas con el apoyo de la CEDA pero sin su participación. Pero ahora Gil Robles ya presionaba para que la CEDA entrase en el gobierno. (…) Gil Robles dio una vuelta de tuerca y forzó la entrada de la CEDA en el gobierno el 4 de octubre, con tres ministros, aunque sin la participación del propio Gil Robles. La izquierda entendió que esto suponía el intento de traer el fascismo de manera institucional como había ocurrido ya en la Alemania de la República de Weimar y tocó a rebato porque suponía la “primera victoria oficial del fascismo. Aceptar esto, sin resistencia, sin lucha, sería tanto como prepararse la derrota, el aplastamiento, la tumba”.

La clase trabajadora cierra filas

(…) la UGT y la CNT asturianas llegan a acuerdos muy concretos que plasman en el Pacto de Alianza Revolucionaria del 28 de marzo. (…) La unidad de acción entre la CNT y la UGT/PSOE de Asturias posibilitó que las otras fracciones del movimiento obrero se sumaran al Pacto de Alianza Revolucionaria. El BOC y la ICE lo hicieron de inmediato, el PCE, que había afirmado que “la Alianza Obrera es el nervio vivo de la contrarrevolución.

La insurrección de octubre de 1934

Si el día 4 de octubre de 1934 ya estaba formado el gobierno con tres ministros de la CEDA, el 5 de octubre, por orden del Comité Revolucionario socialista, ya estaba en marcha la huelga general y el paro era total en ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia, Oviedo y Bilbao, entre otras. El 5 de octubre Madrid amaneció en huelga general, movilización que será una de las más prolongadas en la capital del Estado, hasta el día 12. La clase trabajadora estaba tan decidida a que la CEDA no entrase en el gobierno que “el 4 de octubre (en Madrid) no hubo necesidad de llamar a la huelga general, la gente la hizo espontáneamente. Así, en Madrid por la falta de distribución de armas a la clase obrera hubo muchas “milicias desarmadas”.

El gobierno republicano-cedista intentó que los trabajadores de la administración estatal y municipal no fueran a la huelga. (…) La derecha también movilizó a sus juventudes para hacer de esquiroles, fue el caso de las juventudes de Acción Popular, el núcleo de la CEDA, las JAP, y también a los señoritos y a los lumpen de Falange Española de las JONS (…) a realidad fue que la clase trabajadora no contó con programa, coordinación y armas por lo que los brotes insurreccionales en Madrid fueron en gran parte producto de las juventudes socialistas. (…) El día 8 ya empezaron a ser detenidos miembros del Comité Revolucionario Nacional y dirigentes de las organizaciones obreras. Largo Caballero terminó yéndose a instalar en su propia casa, allí le detendrán el día 14.

La Comuna asturiana

Asturias será el epicentro. El primer Comité Revolucionario Provincial es el Comité Ejecutivo Regional de la Alianza Obrera Revolucionaria de Asturias, compuesto por seis militantes del PSOE/UGT, tres de la CNT y uno del BOC, que también representa a la ICE.

(…) A las diez de la noche del día 4 de octubre de 1934 se decide desencadenar la insurrección obrera para el 5, (…) a la una de la madrugada del día 5 ya empiezan los disparos en Mieres, aunque la insurrección no se generalizará hasta las 05.00 horas. Se organizan las Milicias Obreras con dinamita de la cuenca minera, escopetas de caza, fusiles que se habían ido sacando de las fábricas de armas y municiones de fardos del barco Turquesa, que había conseguido desembarcar parte del material que traía en sus bodegas. Un armamento primario y escaso, muy inferior en cantidad y calidad al que cuentan las tropas del gobierno.

El día 5 la lucha se generaliza por toda la cuenca minera asturiana y se extiende a León y Palencia.

(…) La lucha llevó a que el movimiento obrero creara comités y milicias, lo que en la práctica suponía el embrión de un Estado socialista. El gobierno central que se dará la clase trabajadora asturiana, a través de los acuerdos de sus fracciones políticas, será el Comité Revolucionario Provincial.

(…) Nada estuvo parado, se aprovisionaba, se transportaba, se atendía a los heridos sin discriminaciones, se producía, se cuidaban las minas, se mantenían los hornos en funcionamiento, se cuidaba la retaguardia. Toda una estructura de un poder obrero embrionario en marcha.

(…) El número efectivo de milicianos armados rondarían los 15.000, suficientes para derrotar a las fuerzas del gobierno republicano en Asturias, cuyo número de efectivos andarían por los 2.700.

La contraofensiva gubernamental

(…) el domingo 7 puede desembarcar en el puerto de Gijón 600 soldados del 29 Regimiento de Infantería de Ferrol. El día 9 desembarcan fuerzas del Tercio, de los Regulares y Artillería. El Musel, puerto de Gijón, queda convertido en cabeza de playa de las tropas gubernamentales. Mientras, las tropas revolucionarias no reciben ninguna ayuda exterior ya que la revolución ha quedado aislada. Así, las tropas gubernamentales pueden lanzarse en masa contra las fuerzas proletarias que resisten en la barriada de El Llano. Las fuerzas obreras sólo le pueden oponer pistolas y sesenta fusiles con pocas municiones a las fuerzas gubernamentales.

(…) Las fuerzas obreras, que están escasas de municiones, problema general permanente que tuvieron siempre todas las tropas proletarias, van a retirarse. (…) Pero ya el gobierno puede enviar más fuerzas a Asturias. Así, van a ir llegando tropas del gobierno, tantas que el día 20 estarán cifradas en más de 20.000 efectivos.

(…) se reúne el Comité Revolucionario Provincial y los representantes de los comités locales. Se convoca asamblea y desde el balcón del ayuntamiento, Belarmino Tomás, en nombre y en compañía de los miembros del Comité Revolucionario Provincial, expone su entrevista con el general López Ochoa y defiende deponer las armas dado que la relación de fuerzas es desfavorable para los trabajadores, (..) La asamblea está cargada de tensión, no se quiere la rendición. (…) Ante la evidencia del aislamiento y de la falta de municiones la asamblea de trabajadores armados va asumiendo la necesidad del pacto.

El acuerdo tomado se comunica por toda la geografía revolucionaria, después el Comité Revolucionario de Asturias publica su último manifiesto: "El día cinco del mes en curso comenzó la insurrección gloriosa contra la burguesía, y después de probada la capacidad revolucionaria de las masas obreras para los objetivos de gobierno (...), estimamos necesaria una tregua en la lucha. Por ello, reunidos todos los comités revolucionarios con el provincial se acordó la vuelta a la normalidad, encareciéndoos a todos os reintegréis, de forma ordenada, consciente y serena, al trabajo. Esta retirada nuestra, camaradas, la consideramos honrosa por inevitable. La diferencia de medios de lucha (...) nos llevó por ética revolucionaria a adoptar esta actitud extrema. Es un alto en el camino, un paréntesis, un descanso reparador después de tanto surmenaje. Nosotros, camaradas, os recordamos esta frase histórica: «Al proletariado se le puede derrotar, pero jamás vencer». ¡Todos al trabajo y a continuar luchando por el triunfo! (18-10-1934)"


Corría el año de 1877 y las huelgas de los ferroviarios, las reuniones y las grandes movilizaciones en Estados Unidos eran reprimidas a balazos, golpes y prisión. Estas mismas tácticas represivas y la necesidad imperiosa por la defensa y la asociación para buscar mejoras en las condiciones de trabajo que en ese tiempo eran de semiesclavitud dieron pie a la gestación de un movimiento de resistencia y lucha de trabajadores que algunos años más tarde daría sus frutos.

En 1880 quedó conformada la federación de organizaciones de sindicatos y trade unions (Federation of Organized Trades and Labor Unions), y en 1884 se aprobó una resolución para establecer a partir del primero de mayo de 1886, mediante la Huelga General en todo EEUU, las ocho horas de trabajo. Esto despertó un interés y un apoyo generalizado, ya que por aquella época el horario de trabajo obligatorio era de 10, 12 o 14 horas diarias normalmente. De estas jornadas tampoco estaban excluidos los miles de niños, ni por supuesto las mujeres a quienes se les pagaban salarios inferiores, sin mencionar que de por sí los salarios eran muy bajos y las condiciones de trabajo insalubres. La efervescencia fue tal en todo Estados Unidos los sindicatos y las trades unions aumentaban geométricamente. Por ejemplo, el número de miembros de los Caballeros del Trabajo subió de 100.000 en el verano de 1885 a 700.000 al año siguiente.

El 1º de Mayo de 1886 la paralización de los centros de trabajo se generalizó. La huelga paralizó cerca de 12.000 fábricas a través de los EEUU. En Detroit, 11.000 trabajadores marcharon en un desfile de ocho horas. En Nueva York, una marcha con antorchas de 25.000 obreros pasó como torrente de Broadway a Unión Square; 40.000 hicieron huelga. En Cincinnati un batallón obrero con 400 rifles Springfield encabezó el desfile. En Louisville, Kentucky, más de 6000 trabajadores, negros y blancos, marcharon por el Parque Nacional violando deliberadamente el edicto que prohibía la entrada de gente de color.

En Chicago que era el baluarte de la huelga, paró casi completamente la ciudad. 30.000 obreros hicieron huelga, aunque empresas como en la fábrica de materiales de Mc Cormick y alguna otra se dieron a la tarea de contratar esquiroles. El día 2 se realizó un mitin de los obreros despedidos de Mc Cormick para protestar por los 1.200 despidos y los brutales atropellos policiales. Mientras Spies dirigía su discurso a un grupo de 6000 a 7000 trabajadores, unos cuantos centenares fueron a recriminar su actitud a los esquiroles que en ese momento salían de la planta. Rápidamente llegó la policía, cuya acción dejó seis muertos y gran cantidad de heridos. La indignación ganó los corazones de los trabajadores movilizados. Spies corrió a las oficinas del Arbeiter Zeitung y publicó allí un manifiesto que fue distribuido en todas las reuniones obreras: "(...) Si se fusila a los trabajadores responderemos de tal manera que nuestros amos lo recordarán por mucho tiempo (...)".

El 3 de mayo, el crecimiento de la huelga era "alarmante". En el movimiento participaban más de 340.000 trabajadores por todo el país, 190.000 de ellos en huelga. Solo en Chicago, 80.000 hacían huelga.

En las salas de reunión de los proletarios rugían intensos debates; "el tigre capitalista" efectivamente había atacado y miles debatían cómo responder. Importantes facciones querían una insurrección. Se convocó una reunión popular en la plaza Haymarket para la noche del 4 de mayo. Preocupados por la posibilidad de una emboscada, los organizadores escogieron un lugar abierto y grande con muchas rutas de escape. Después de una reñida disputa retiran su llamamiento a un mitin armado y en su lugar convocan un mitin con el mayor número de asistentes posible. El 4 de mayo, todo Chicago está en huelga.

Por la mañana la policía atacó una columna de 3000 huelguistas. Por toda la ciudad se formaron grupos de trabajadores. Al atardecer, Haymarket era una de las muchas reuniones de protesta, con 3000 participantes. Los discursos siguieron, uno tras otro, desde la parte de atrás de un vagón. Al comenzar a llover, la reunión se disolvió.

De repente, cuando solamente quedaban 200 asistentes, un destacamento de 180 policías fuertemente armados se presentó y un oficial ordenó dispersarse, a pesar de tratarse de un mitin legal y pacífico. Cuando el capitán de policía se volvió para dar las órdenes a sus hombres, una bomba estalló en sus filas. La policía transformó a Haymarket en una zona de fuego indiscriminado, descargando salva tras salva contra la multitud, matando a varios e hiriendo a 200. En el barrio reinaba el terror; las farmacias estaban apiñadas de heridos. Siete agentes murieron, la mayoría a causa de balas de armas de la policía.

La clase dominante usó este incidente como pretexto para desatar su planeada ofensiva en las calles, en los tribunales y en la prensa. Comenzó una caza de brujas en contra, principalmente, de los anarquistas. Se clausuraron los periódicos, se allanaron las casas y locales obreros y los mítines fueron prohibidos a lo largo y ancho de todo Estados Unidos. Los medios de comunicación se abalanzaron contra todo lo que tuviera signo de revolucionario o subversivo y a los mil vientos lanzaban proclamas a la horca y al patíbulo.

El 5 de mayo en Milwaukee, la milicia del Estado respondió con una masacre sangrienta en un mitin de trabajadores; acribillaron a ocho trabajadores polacos y un alemán por violar la ley marcial. En Chicago, se llenaron las cárceles de miles de revolucionarios y huelguistas. Arrestaron a todo el equipo de imprenta del Arbeiter Zeitung y la policía detuvo a 8 anarquistas: George Engel, Samuel Fielden, Adolf Fischer, Louis Lingg, Michael Schwab, Albert Parsons, Oscar Neebe y August Spies. Todos eran miembros de la IWPA (Asociación Internacional del Pueblo Trabajador), asociación de corte -de lo que años después se denominaría como- anarcosindicalista.

El juicio fue totalmente manipulado, en todos los sentidos, siendo más bien un linchamiento. Se les acusaba de complicidad de asesinato, aunque nunca se les pudo probar ninguna participación o relación con el incidente de la bomba ya que la mayoría no estuvo presente y uno de los dos que estuvieron presentes era el orador en el momento que la bomba fue lanzada.

No se siguió el procedimiento normal para la elección del jurado, que acabó siendo formado por hombres de negocios y un pariente de uno de los policías muertos, y en su lugar se nombró un alguacil especial quien se jactó: "estoy manejando este proceso y sé qué debo hacer. Estos tipos van a colgar de una horca con plena seguridad". Tuvieron lugar una infinidad de manipulaciones, amenazas y sobornos para que se dieran testimonios ridículos sobre conspiraciones. El asunto era simple y estaba todo muy claro; el mismo fiscal Grinnel lo dijo: "La ley está en juicio. La anarquía está en juicio. El gran jurado ha escogido y acusado a estos hombres porque fueron los líderes. No son más culpables que los miles que los siguieron. Señores del jurado, condenen a estos hombres, denles un castigo ejemplar, ahórquenlos y salven nuestras instituciones, nuestra sociedad". Todos fueron encontrados culpables y sentenciados a muerte, a excepción de Oscar Neebe, condenado a 15 años de prisión.

La cuestión de quién arrojó la bomba se ha debatido, pero jamás se ha resuelto. Parece que fue un tal Rudolf Schnaubelt y que la fabricó Louis Lingg (quien ciertamente defendía a gritos el uso de la dinamita). Una importante pregunta es quien era realmente Schnaubelt, pero no se ha encontrado respuesta.

A los condenados los llamaron a hablar antes de sentenciarlos. No mostraron ni arrepentimiento ni remordimiento, era la sociedad la que estaba en juicio, no ellos.

Surgió un gran movimiento en su defensa y se celebraron mítines por todo el mundo: Holanda, Francia, Rusia, Italia, España y por todo Estados Unidos. En Alemania, la reacción de los trabajadores sobre Haymarket perturbó tanto a Bismarck que prohibió toda reunión pública. Al aproximarse el día de la ejecución, cambiaron la sentencia de Samuel Fielden y Michael Schwab a cadena perpetua. Louis Lingg apareció muerto en su celda: un fulminante de dinamita le voló la tapa de los sesos. Sin más opciones, este fue su acto final de protesta.

Al mediodía del 11 de noviembre de 1887 sus carceleros los vinieron a buscar para llevarlos a la horca. Los cuatro (Spies, Engel, Parsons y Fischer) compañeros de lucha y de sueños emprendieron el camino entonando La Marsellesa Anarquista en aquel día que después fue sería conocido como el viernes negro.

Mucho antes, a finales de mayo de 1886, varios sectores patronales ya habían accedido a otorgar la jornada de ocho horas a varios centenares de miles de obreros.

Más de medio millón de personas asistieron al cortejo fúnebre. Años después, en 1893, Fielden, Schwab y Neebe fueron perdonados y puestos en libertad. Cada 1 de mayo, en muchos países del mundo, los anarquistas de Chicago son recordados como símbolo de dignidad de la clase trabajadora, menos en Estados Unidos. En 1938 se impuso la jornada laboral de 8 horas en todo Estados Unidos.

Irónicamente, pasado más de un siglo, en los mismos Estados Unidos y en Europa, cuna del movimiento obrero revolucionario, estas conquistas obreras están siendo revertidas por gobiernos y multinacionales sin apenas disparar un solo tiro, y sin tener que llevar a nadie a la horca. Ahora todo es más sutil, los sindicatos subvencionados están a disposición del mejor postor, traicionando los mandatos y olvidando las luchas y el sacrificio personal de miles de trabajadores y trabajadoras y de quienes, desde el aciago 1886, se les conoce como "los mártires de Chicago".


Por Nassar Echeverria

La revolución e independencia de Estados Unidos ha tenido una notable influencia en la conformación de la democracia burguesa occidental, con la Declaración de la Independencia el 4 de Julio de 1776, que consagró el principio de la libertad individual, o con la Constitución de 1787, que estableció por primera vez la institución del presidente de la república. No obstante, pocos comprenden que la revolución e independencia de los Estados Unidos instauró, al igual que Grecia y Roma en la antigüedad, una democracia esclavista, en la que un reducido numero de ciudadanos blancos, de origen europeo, gozaban de derechos civiles y políticos, mientras que la población esclava de origen africano no tenía ningún derecho. El racismo contra los negros y el falso principio de la supremacía de la raza blanca, no son banderas nuevas, vienen desde mucho antes de la formación de Estados Unidos, desde la existencia misma de las 13 colonias.

Declaración de Virginia y Declaración de Independencia: hermosos papeles mojados

El 12 de Junio de 1776, días antes de la proclamación de la independencia de Estados Unidos, fue aprobada la Declaración de Virginia, que en artículo primero señalaba que “todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes, y tienen ciertos derechos inherentes, de los cuales, cuando entran en un estado de sociedad, no pueden ser privados o postergados; en esencia, el gozo de la vida y la libertad, junto a los medios de adquirir y poseer propiedades, y la búsqueda y obtención de la felicidad y la seguridad”.

Thomas Jefferson (1743-1826), tercer presidente de los Estados Unidos (1801-1809) es considerado el principal redactor principal de la Declaración de Independencia (1776), aprobada el 4 de julio de 1776, un documento paradigmático de los principios del liberalismo. En una de sus partes, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos menciona lo siguiente: “(…) Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la  Felicidad.  Que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de  estos  principios,  el  pueblo tiene  el  derecho  a  reformarla,  o  abolirla,  e  instituir  un  nuevo  gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que  a  su  juicio  ofrecerá  las  mayores  probabilidades de alcanzar  su  seguridad y felicidad.(..)”

Estas hermosas palabras eran validas solo para los colonos, transformados en ciudadanos, con plenos derechos, pero no tenían el mas mínimo valor para los negros, traídos a la fuerza desde África, quienes trabajaban en las plantaciones de los ciudadanos blancos.

El debate en torno al esclavismo fue intenso, pero los colonos blancos prefirieron cerrar filas contra Inglaterra, y no provocar la división de la nueva nación entre bandos esclavistas y abolicionistas, tema que fue pospuesto hasta el estallido de la guerra civil o guerra de secesión (1861-1865)

Lincoln y la abolición formal de la esclavitud

En la segunda mitad del siglo XIX, un siglo después de la independencia, Estados Unidos había sentado las bases materiales para convertirse en una gran potencia capitalista, pero tenía un gran obstáculo: el esclavismo. Mientras los Estado del norte se había industrializado, y necesitaban mano de obra libre, los Estados del sur, esencialmente agrícolas, continuaban utilizando mano de obra esclava. El choque entre el norte industrial contra el sur agrícola era inevitable. La guerra civil estalló cuando los Estados del sur quisieron independizarse, para continuar produciendo algodón bajo el modelo esclavista.

En esa intensa lucha política y militar, los Estados del Norte, con Abraham Lincoln (1861-1865) como presidente, resucitaron los principios de la Declaración de Virginia y la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Estos principios liberales se transformaron en una poderosa arma ideológica que motivó a decenas de miles de negros a combatir en el ejercito federal. En 1863, Lincoln firmó dos decretos ejecutivos proclamando que la esclavitud seria abolida en los 12 Estados que habían proclamado la secesión, pero estos decretos no cubrieron a Kentucky, Misuri, Maryland y Delaware que se mantuvieron fieles a la Federación, es decir, el esclavismo siguió vigente en la mayoría de los Estados del Norte.

Aunque Lincoln fue asesinado el 15 de abril de 1865, al finalizar la guerra civil, la esclavitud fue formalmente abolida con la XIII enmienda a la Constitución, aprobadas al final de 1865, la que estableció que “ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto como castigo de un delito del que el responsable haya quedado debidamente convicto”.

Otro siglo de opresión contra los negros

Al finalizar la guerra civil, los derrotados Estados del Sur, a pesar de la XIII Enmienda, redactaron un conjunto de leyes que instauraron la “segregación” racial para discriminar a los negros, entre ellas podemos mencionar las Leyes de Jim Crow (1876-1950) que, entre otros aspectos, negaban el derecho al voto de los negros imponiendo una serie de requisitos como saber leer y escribir, tener posesiones y pagar un impuesto electoral.

El primer régimen legal de apartheid o segregación racial fue instaurado en Estados Unidos, afectando a 13 millones de negros. Las escuelas, transporte, restaurantes, hoteles, eran divididos: los negros a un lado, y los blancos en el otro. Incluso, los negros no podían organizarse en sindicatos.

Racismo presidencial

De esta manera, los principios liberales de la Declaración de Virginia y la Declaración de Independencia, fueron sistemáticamente negados a los negros, y también a trabajadores inmigrantes de otras nacionalidades. El racismo es algo inherente a la democracia imperial de Estados Unidos, lo que ha quedado reflejado en diversas declaraciones de los presidentes de Estados Unidos

Rutherford Hayes (1877-1881), 19 Presidente de Estados Unidos, en una oportunidad declaró “estoy convencido de que la actual invasión de mano de obra china […] es perniciosa y debería ser atajada. Nuestra experiencia con las razas más débiles – negros e indios, por ejemplo – es una buena muestra de ello

También tenemos la declaración de Theodore Roosevelt (1901-1909), 26 Presidente de Estados Unidos, “(…) las tribus salvajes esparcidas, cuya existencia era solamente unos pocos escalones menos insignificantes, escuálida y feroz que la de otras bestias. [Dicha guerra sería] beneficiosa para la civilización y en interés de la humanidad”.

Calvin Coolidge, 30 Presidente de Estados Unidos, declaró “América debe conservarse americana. Las leyes biológicas demuestran que los nórdicos se deterioran al mezclarse con otras razas”.

No obstante, las dos guerras mundiales, y las necesidades propias del capitalismo norteamericano obligaron a los empleadores blancos a contratar obreros negros, y con ello fue creciendo la conciencia contra la opresión racial y del capitalismo.

El movimiento por los derechos civiles

Al finalizar la segunda guerra mundial, convertido Estados Unidos en la principal potencia imperialista del mundo, bajo los efectos del boom económico, se produjo el fenómeno de lucha de los negros por los derechos civiles, negados desde la misma fundación de Estados Unidos.

En 1954 la Corte Suprema de Estados Unidos dictó una sentencia, declarando la educación como un derecho civil esencial y que la educación pública segregada era ilegal. El 1 de diciembre de 1955, la negra Rosa Parks (considerada la "madre del Movimiento por los Derechos Civiles") se negó a levantarse de su asiento en un autobús público para dejárselo a un pasajero blanco. Rosa fue arrestada, enjuiciada y sentenciada por conducta desordenada y por violar una ley local. Cuando el incidente se conoció entre la comunidad negra, 50 líderes afroamericanos se reunieron y organizaron el Boicot de Autobuses de Montgomery para protestar la segregación de negros y blancos en los autobuses públicos. El boicot duró 382 días, hasta que la ley local de segregación entre afroamericanos y blancos fue levantada. Este incidente es frecuentemente citado como la chispa del Movimiento por los Derechos Civiles.

Dos grandes líderes asesinados

En este auge de la lucha democrática de los negros sugieren dos grandes líderes: Malcom X (1925-1965) y Martin Luther King (1929-1968). Ambos fueron pastores religiosos, el primero del islam y el segundo del protestantismo. Al comienzo la lucha se centró en los tribunales hasta que finalmente predominó la movilización y la protesta.

El 28 de agosto de 1963 tuvo lugar la importante Marcha sobre Washington liderada por M. Luther King, donde pronunció su famoso discurso: “yo tengo un sueño”. Un año después se vieron los resultados de las movilizaciones: las leyes de Jim Crow fueron abolidas mediante la ley “Civil Rights Act” (ley sobre derechos civiles).

Lo anterior confirma que solo la movilización social puede conquistar derechos democráticos, que le fueron negados a los negros por casi 200 años. Este auge de la lucha de los negros tuvo una repuesta brutal por parte del racismo arraigado en las instituciones norteamericanos. Malcom X no solo fue injustamente encarcelado, sino finalmente asesinado el 21 de febrero de 1965. Tres años después, le tocó el turno a Martin Luther King, quien fue asesinado, en iguales circunstancias, sin la protección de las autoridades, el 4 de abril de 1968, cuando el movimiento por los derechos civiles estaba en su clímax.


Por Nassar Echeverría

Después de la revolución rusa de 1905, que conmovió los cimientos de Europa y Asia, la revolución campesina de México (1910-1920) fue la segunda gran revolución del siglo XX, con la particularidad de producirse en las fronteras del imperialismo norteamericano.

La insurrección y la guerra civil campesina destruyó los cimientos del Estado burgués creado bajo la dictadura de Porfirio Diaz, conocida como el porfiriato”, pero ante la ausencia de una conducción obrera y socialista, la revolución mexicana terminó siendo controlada por sectores burgueses y pequeño-burgueses, quienes libraron una cruenta lucha interna por el poder.

Los lideres campesinos, Emiliano Zapata (1879-1919) en el sur y Pancho Villa (1878-1923) en el norte, fueron asesinados en momentos diferentes.  Sus ejércitos fueron dispersados y derrotados. En este proceso, también fueron asesinados Venustiano Carranza (1859-1920) y Álvaro Obregón (1880-1928), quienes representaron proyectos diferentes. Del caos revolucionario surgió lenta y contradictoriamente un nuevo un nuevo régimen político, encabezado por sectores burgueses y pequeño burgueses, que resistían y luchaban contra las tendencias restauracionistas.

Una de las principales conquistas de la revolución campesina en México fue la reforma agraria (con muchas limitaciones) y cierta autonomía e independencia política del país. El nacionalismo mexicano es una consecuencia directa de la revolución que, aunque fue derrotada, conservó durante mucho tiempo algunas de sus principales conquistas.

Revolución y bonapartismo

Los diferentes grupos que lograron quedarse con el poder, al finalizar la guerra civil, organizaron el 1929 el Partido Nacional Revolucionario (PNR), como un proyecto político para mantener la continuidad del nuevo statu quo. Para vencer a los numerosos enemigos, este partido se apoyó en las masas trabajadoras y los sectores populares, promoviendo su organización, pero para controlarlas y evitar excesos. El periodo entre las dos guerras mundiales se caracterizó por una prolongada crisis del capitalismo que producía, contradictoriamente, un crecimiento de los partidos comunistas, por un lado, y el crecimiento de corrientes fascistas, por el otro.

En ese sentido, en 1936 y 1938, los líderes del PNR promovieron la creación de la Confederación de Trabajadores de México (CTM) y la Confederación Nacional Campesina (CNC), respectivamente.

El régimen político que surgió de la derrota de la revolución mexicana, no fue una democracia burguesa, sino un bonapartismo (se negaba a volver atrás, pero también se negaba a continuar profundizando la revolución democrática). El PNR impuso su hegemonía a otros sectores de la burguesía, conservando de manera totalitaria el poder.

Debido a que la revolución mexicana se originó en la lucha contra la reelección presidencial (“sufragio efectivo, no reelección”), la cúpula del PNR resolvió el problema escogiendo en su seno al sucesor presidencial, sin darle oportunidad a otros sectores de la burguesía. Un caso único en América Latina, que tiene como antecedente el olvidado régimen político instaurado por el Partido Conservador de Nicaragua, al finalizar la guerra centroamericana contra los filibusteros en 1856: durante 30 años, en la segunda mitad del siglo XIX, los conservadores escogían y nombraba al sucesor presidencial.

El instrumento de ese nuevo bonapartismo era el PNR, que en 1938 se transformó en el Partido de la Revolución Mexicana (PRM). La CTM y la CNC, poderosas organizaciones de masas, fueron afiliadas al nuevo PRM, convirtiéndose en una de sus principales bases de apoyo social.

La década de los años 30 estuvo marcada por la crisis capitalista y la recesión. En ese momento, México seguía siendo un país esencialmente agrario, con algunos importantes sectores industriales. El proceso de organización de sindicatos produjo una nueva burocracia sindical, ligada al PRM, conocida popularmente como “charrismo sindical”. Pero, aun así, la crisis obligaba a los trabajadores a luchar.

El artículo 27 de la Constitución de 1917 y la industria petrolera

El conflicto entre el Estado mexicano y las transnacionales era antiguo. El Estado necesitaba recursos, pero estos estaban en manos de las petroleras. El 13 de abril de 1917 el gobierno de Venustiano Carranza emitió un decreto estableciendo un Impuesto Especial del Timbre con un aumento en un 10% sobre el valor de las exportaciones de petróleo. En julio de 1918, se emitió la Circular 28, que establecía el pago del impuesto con base a la calidad del petróleo. Las compañías se ampararon contra tal medida, bloqueando el ingreso de fondos al fisco.

El arto 27 de la Constitución de 1917 estableció que las riquezas del subsuelo pertenecían el Estado. Este fue el marco general que permitió a los gobernantes iniciar un sistema de concesiones a 17 empresas privadas extranjeras, en materia petrolera.

En 1916, México producía 100.000 barriles diarios. En 1921 llegó a 540 000 barriles, pero la crisis económica hizo retroceder la producción nuevamente a 100,000 barriles diarios. La industria petrolera estaba en crisis, las exportaciones descendieron y casi la mitad del petróleo era usado para el mercado interno.

El sindicato de trabajadores petroleros y la huelga de 1936

La crisis obligaba a los trabajadores a pelear por mejoras salariales y condiciones de trabajo. El 16 de agosto de 1935 se constituyó el Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana (STPRM). Una de sus primeras acciones fue la redacción de un nuevo contrato o convenio colectivo que reclamaba una jornada de 40 horas, el pago del salario completo en caso de enfermedad.  El 3 de noviembre de 1937 se emplazó a la patronal para negociar el nuevo convenio. La respuesta fue negativa, lo que obligó al STPRM a emplazar a huelga. Después de un forcejeo, la huelga se inició el 31 de mayo y se levantó el 9 de junio. Se iniciaron trámites ante la Junta General de Conciliación y Arbitraje (JGCA). El 8 de diciembre los trabajadores volvieron a la huelga. El 18 de diciembre la JGCA le dio la razón a los trabajadores, ordenando a las transnacionales pagar 26 millones de pesos en salarios caídos. Las petroleras, desesperadas, interpusieron un recurso de amparo, pero la Suprema Corte de Justicia, negó el amparo y confirmó la decisión de la JGCA. Las instituciones del Estado comenzaban a inclinarse a favor de la nacionalización de la industria petrolera.

Lázaro Cárdenas y la nacionalización del petróleo

La crisis capitalista, por un lado, que se manifestaba en el descenso de la producción petrolera, y la huelga de los trabajadores, que luchaban por mejores condiciones de vida, por el otro, fueron los dos factores objetivos que hicieron que el presidente Lazaron Cárdenas (1934-1940) se inclinara a favor de la nacionalización de la industria petrolera.

El 18 de marzo de 1938, a las 10 pm, después de reunirse con sus ministros, el presidente Lázaro Cárdenas leyó el decreto de nacionalización de la industria petrolera que afectaba directamente a 17 empresas petroleras extranjeras: Compañía Mexicana de Petróleo El Águila, (London Trust Oil-Shell), Mexican Petroleum Company of California (ahora Chevron-Texaco la segunda empresa petrolera global) con sus tres subsidiarias: Huasteca Petroleum Company, Tamiahua Petroleum Company, Tuxpan Petroleum Company; Pierce Oil Company, subsidiaria de Standard Oil Company (ahora Exxon-Mobil, la más grande empresa petrolera mundial); Californian Standard Oil Co. de México; Compañía Petrolera Agwi, SA., Penn Mex Fuel Oil Company (ahora Penzoil); Stanford y Compañía Sucrs. Richmond Petroleum Company of Mexico, ahora (ARCO); Compañía Exploradora de Petróleo la Imperial SA., Compañía de Gas y Combustible Imperio y Empresas; Mexican Sinclair Petroleum Corporation, sigue siendo Sinclair Oil; Consolidated Oil Companies of Mexico SA, Sabalo Transportation Company; y finalmente la Mexican Gulf Petroleum Company (luego llamada Gulf).

El decreto de nacionalización generó un amplio respaldo popular, que se tradujo en enormes movilizaciones de masas. Inglaterra respondió rompiendo relaciones diplomáticas, pero Estados Unidos y Holanda se limitaron a imponer un embargo comercial. Estados Unidos dejó de adquirir petróleo y plata mexicana y compro de manera preferencial el petróleo de Venezuela.

El gobierno de Cárdenas se alineó con Estados Unidos durante la segunda guerra mundial, abasteciéndolo de petróleo, un factor que disolvió una repuesta agresiva en contra de la nacionalización.

El 7 de junio de 1938, se creó Petróleos Mexicanos, la empresa estatal encargada de administrar la industria petrolera. Pero la nacionalización fue parcial, ya que México se comprometió a pagar las respectivas indemnizaciones a las transnacionales petroleras, lo que terminó de hacer en 1960.

El discurso de Cárdenas

En un histórico discurso, para ganarse la neutralidad de Estados Unidos que se preparaba para intervenir en la segunda guerra mundial que estallaría en 1940, el general Cárdenas dijo que “(…) con este acto de exclusiva soberanía y dignidad nacional que consumamos, no habría una desviación de materia primas, primordiales para la lucha en que están empeñadas las más poderosas naciones, queremos decir que nuestra explotación petrolífera no se apartará un sólo ápice de la solidaridad moral que nuestro país mantiene con las naciones de tendencia democrática y a quienes deseamos asegurar que la expropiación decretada sólo se dirige a eliminar obstáculos de grupos que no sienten la necesidad evolucionista de los pueblos, ni les dolería ser ellos mismos quienes entregaran el petróleo mexicano al mejor postor, sin tomar en cuenta las consecuencias que tienen que reportar las masa populares y las naciones en conflicto”.

La reforma agraria y la nacionalización del petróleo (posteriormente se produjo la nacionalización de la industria eléctrica) crearon las bases para una ulterior industrialización de México, superando su condición de país agrario. Este boom de la economía mexicana, especialmente después de la segunda guerra mundial, creó las bases económicas para perpetuación del Partido Revolucionario Institucional (PRI), creado en 1946, para sustituir al PRM.

Marcha para atrás

Sin el control de los sindicatos, la industria petrolera nacionalizada comenzó a estancarse, y se inició un complicado proceso de privatización gradual del petróleo mexicano. En diciembre del 2013, el gobierno de Enrique Peña Nieto dio la estocada final, al aprobar una reforma constitucional que, aunque mantiene el control del Estado sobre el petróleo, pero eliminó del artículo de la Constitución la restricción incorporada en 1960, que impedía los contratos de concesión para la extracción de hidrocarburos del subsuelo. De esta manera, se terminó el monopolio estatal sobre los hidrocarburos y la industria petroquímica.


Por Franz Mehring

El 14 de marzo de 2018 se cumplen 135 años de la muerte de Karl Marx. En su memoria publicamos el último capítulo del libro sobre su vida, escrito por Franz Mehring

Karl Marx (1818-1883) no sobrevivió a su mujer más que unos quince meses, pero su vida fue desde entonces, más que una vida, una "lenta agonía”, y Engels no se equivocaba cuando al morir la mujer de Marx dijo: "También el Moro ha muerto”.

Como durante este breve período los dos amigos estuvieron la mayor parte del tiempo separados, su correspondencia cobró un último impulso, y en ella vemos desfilar, sombríamente augusto, el último año de la vida de Marx, que estremece por el relato de las crueles torturas con las que el destino inexorable de los hombres puso fin a este espíritu fuerte.

Lo único que lo mantenía vivo era el ardoroso anhelo de consagrar sus últimas fuerzas a la gran causa a la que le había dedicado su vida. "Salgo -le escribía a Sorge el 15 de diciembre de 1881- doblemente afectado de mi última enfermedad. Moralmente, por la muerte de mi mujer, y físicamente, porque me ha dejado una hipertrofia de la pleura y un aumento en la sensibilidad de los bronquios. Tendré que perder algún tiempo en maniobras para restablecer un poco mi salud”. Este tiempo prolongó hasta el día de su muerte, ya que todos los intentos que se hicieron para reponer su salud resultaron inútiles.

Los médicos lo enviaron primero a Ventnor, en la Isla de Wight, y luego a Argelia. Llegó allí el 20 de febrero de 1882, con una nueva pleuresía que se agarró en el viaje. El invierno y la primavera, además, fueron tan húmedos y fríos como jamás se habían conocido. No le fue mejor tampoco en Montecarlo, adonde se trasladó el 2 de mayo y adonde llegó con una nueva pleuresía, causada por el frío y la humedad del viaje, encontrándose con un mal tiempo persistente.

Solo cuando, a principios de junio, se fue a vivir con su yerno Longuet y con su hija a Argenteuil, su salud mejoró un poco. A esto contribuyó, sin duda, el calor de la familia; además, le vinieron muy bien las aguas sulfurosas del cercano balneario de Enghien, que apaciguaron su bronquitis crónica. También contribuyeron a recuperar bastante su salud las seis semanas que pasó después con su hija Laura en Vevey, junto al lago de Ginebra. Al volver a Londres, en el mes de septiembre, tenía mucho mejor aspecto y subió varias veces con Engels, sin cansarse, la colina de Hampstead, que estaba unos noventa metros más alta que su casa.

Mantenía la idea de volver a sus trabajos, ahora que los médicos le permitían pasar el invierno, si no en Londres, al menos en la costa del sur de Inglaterra. Al asomar las nieblas de noviembre, se trasladó a Ventnor, donde se encontró con el mismo tiempo que en Argelia y Montecarlo durante la primavera anterior: niebla y humedad que le generaban constantes enfriamientos y que, en vez de permitirle moverse al aire libre, lo condenaban a pasarse los días metido en la habitación, debilitándose. No podía pensar en volver a los trabajos científicos, aunque seguía con mucho interés todos los descubrimientos de la época, incluso aquellos que estaban muy lejos de su campo, como los experimentos de Deprez en la Exposición de Electricidad de Múnich. En general, sus cartas acusan un estado anímico de abatimiento y malhumor. Cuando en el nuevo partido obrero de Francia empezaron a presentarse síntomas de las inevitables enfermedades de la infancia, se mostró disconforme con la defensa que sus dos yernos hacían de sus ideas: "¡Que se vayan al diablo Longuet, el último proudhoniano, y Lafargue, el último bakuninista!” Fue también por entonces cuando se le escapó esa frase satírica que tanto habría de airear y en la que tanto habría de edificarse más tarde el mundo de los filisteos, la frase de que personalmente él, Marx, no tenía nada de marxista.

El 11 de enero de 1883 sufrió el golpe decisivo: la inesperada muerte de su hija Jenny. Marx retornó a Londres al día siguiente con una fuerte bronquitis, complicada con una inflamación de la laringe que casi le impedía tragar. "Él, que había sabido resistir siempre con una firmeza estoica los dolores más grandes, prefería beberse un litro de leche (que toda la vida había aborrecido) antes que tragar la cantidad equivalente de alimento sólido". En febrero se le presentó un absceso en el pulmón. Los remedios ya no daban ningún resultado en aquel organismo repleto de medicamentos desde hacía quince meses; para lo único que servían era para sacarle el hambre y trastornarle la digestión. El enfermo iba adelgazando visiblemente día a día.

Sin embargo, los médicos no abandonaban las esperanzas, ya que la bronquitis había desaparecido casi por completo, y ya le costaba menos trabajo tragar. El desenlace fue inesperado. Carlos Marx se durmió para siempre en su sillón, dulcemente y sin dolores, el 14 de marzo de 1883.

Pese al gran dolor que le causaba aquella pérdida irreparable, Engels comprendió que el golpe contenía el consuelo en sí mismo. “Tal vez el arte de los médicos hubiera podido asegurarle durante unos cuantos años más una vida vegetativa, la vida de un ser inerme que, en vez de morir de una vez, va muriendo a pedazos y que no representa un triunfo más que para los médicos que la sostienen. Pero nuestro Marx no hubiera podido resistir jamás esa vida. Vivir teniendo delante tantos trabajos inacabados, con la tentación de querer terminarlos y la imposibilidad de hacerlo, hubiera sido para él mil veces más duro que esta muerte dulce, que acaba de sacárnoslo. La muerte, solía decir él con Epicuro, no es un infortunio para quien muere, sino para quien sobrevive; antes de ver vegetar tristemente, como una ruina, a este hombre maravilloso y genial, para la gloria de la medicina y la burla de los filisteos, a quien tantas veces aplastara cuando estaba en posesión de sus energías, preferimos mil veces verlo muerto, preferimos mil veces llevarlo a la tumba, donde descansa ya su mujer”.

El 17 de marzo, un sábado, fue enterrado Carlos Marx junto a su esposa. La familia, muy acertadamente, prescindió de "toda ceremonia”, que solo habría puesto una nota de estridente discordancia en aquella vida. Junto a la tumba abierta se congregaron unos pocos compañeros fieles: Engels, con Lessner y Lochner, dos viejos camaradas de la Liga Comunista; de Francia habían venido Lafargue y Longuet; de Alemania, Liebknecht. La ciencia estaba representada por dos de sus hombres más destacados: el químico Schorlemmer y el zoólogo Ray Lancaster.

El último saludo que Engels escribió en inglés para su amigo muerto resume de una forma sincera y directa, con palabras simples, lo que Carlos Marx había sido y seguiría siendo siempre para la humanidad:

"El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, dejó de pensar el más grande pensador vivo. Apenas lo habíamos dejado solo dos minutos, cuando al volver lo encontramos serenamente dormido en su sillón, esta vez para siempre.

Imposible medir en palabras todo lo que el proletariado militante de Europa y América, todo lo que la ciencia histórica pierde con la ida de este hombre. Muy pronto se hará sensible el vacío que abre la muerte de esta imponente figura.

Así como Darwin descubrió la ley de la evolución de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley por la cual se rige el proceso de la historia humana: el hecho, muy simple pero que hasta él aparecía sepultado bajo una maraña ideológica, de que antes de dedicarse a la política, a la ciencia, al arte, a la religión, etcétera, el hombre necesita, por encima de todo, comer, beber, tener donde habitar y con qué vestirse, y que, en consecuencia, la producción de los medios materiales e inmediatos de existencia o, lo que es lo mismo, el grado de progreso económico de cada pueblo o de cada época, es la base sobre la que luego se desarrollan las instituciones del Estado, las concepciones jurídicas, el arte e incluso las ideas religiosas de los hombres de ese pueblo o de esa época y de la que, por consiguiente, hay que partir para explicarse todo esto y no al revés, como hasta Marx se venía haciendo.

Pero esto no es todo. Marx descubrió también la ley especial que rige la dinámica del actual modo de producción capitalista y de la sociedad burguesa generada por él. El descubrimiento de la plusvalía puso en claro todo ese sistema, por entre el cual se habían perdido todos los investigadores anteriores, tanto los economistas burgueses como los críticos socialistas.

Dos descubrimientos como estos hubieran sido suficientes para cualquier vida, y con uno solo de ellos cualquier hombre podría considerarse feliz. Pero Marx dejó una marca en todos los campos que investigó, incluso en el de las matemáticas, y por ninguno de ellos, a pesar de ser muchos, pasó de largo.

Así era Marx en el mundo de la ciencia. Pero esto no llenaba ni la mitad de su vida. Para Marx, la ciencia era una fuerza creativa, histórica y revolucionaria. Y por muy grande que fuera la alegría que le causara cualquier descubrimiento que pudiera hacer en una rama puramente teórica de la ciencia, y cuya trascendencia práctica fuera muy remota y acaso imprevisible, era mucho mayor la que le producían aquellos descubrimientos que trascendían inmediatamente a la industria, revolucionándola, o al curso de la historia en general. Por eso seguía con tanto interés el giro de los descubrimientos en el campo de la electricidad, y últimamente los de Marc Deprez.

Porque Marx era, ante todo y sobre todo, un revolucionario. El gran objetivo de su vida era cooperar de un modo o de otro con el derrocamiento de la sociedad capitalista y de las instituciones del Estado creadas por ella, cooperar con la emancipación del proletariado moderno, a quien él por primera vez hizo consciente de su propia situación y de sus necesidades, consciente de las condiciones necesarias para su liberación. En esta lucha estaba en su elemento. Y luchó con una pasión, con una tenacidad y con un éxito que pocos hombres conocieron. La primera Gaceta del Rin en 1842, el Vorwarts de París en 1844, la Gaceta alemana de Bruselas en 1847, la Nueva gaceta del Rin en 1848 y 1849, el New York Tribune de 1852 a 1861, una gran cantidad de escritos polémicos, el trabajo de organización en las asociaciones de París, Bruselas y Londres, hasta que finalmente vio surgir, como coronación de toda su obra, la gran Asociación Obrera Internacional. Su autor tenía títulos verdaderos para sentirse orgulloso de este resulta do, aunque no hubiera dejado ningún otro detrás de sí.

Así se explica que Marx fuera el hombre más odiado y más calumniado de su tiempo. Todos los gobiernos, los absolutistas y los republicanos, lo desterraban, y no había burgués, tanto desde el campo conservador como desde el de la extrema democracia, que no lo cubriera de calumnias, en un verdadero torneo de insultos. Pero él pasaba por encima de todo aquello como por sobre una tela de araña, ignorándolo, y solo tomaba la pluma para responder cuando la extrema necesidad lo exigía. Este hombre muere venerado, amado, llorado por millones de obreros revolucionarios como él, desde las minas de Siberia hasta la punta de California, y puedo decir con orgullo que, si tuvo muchos adversarios, no conoció seguramente ni un solo enemigo personal.

Su nombre vivirá a lo largo de los siglos, y con su nombre, su obra”.


por Pierre Rousset

Inprecor N° 266, 23 de mayo de 1988

Vietnam, 1968. El 31 de enero, la ofensiva del Têt (1) comienza. Las fuerzas de liberación atacan casi simultáneamente a las posiciones enemigas en todas las grandes ciudades de la mitad sur del país (2), en 36 de las 44 capitales de provincia, así como en otros 64 centros locales. Durante tres semanas, se pelea en el corazón de Saigón, hasta en el santuario de la embajada norteamericana, parcialmente ocupada por un comando revolucionario. Los zapadores y las fuerzas armadas locales se encuentran generalmente en primera línea, en esta ofensiva sin precedentes. Las fuerzas regulares obligaron por su parte, al ejército norteamericano a un combate frontal de gran envergadura alrededor de la base de Khe Sanh, cerca de la línea de demarcación entre el Sur y el Norte del país. Hué, en el centro de Vietnam, es conquistada por el Ejército popular. La batalla de Hué dura hasta el 24 de febrero. Los norteamericanos no logran retomar el control de la ciudadela imperial después de haber destruido bajo los bombardeos el 80 % de este viejo símbolo.

Todo el mes de febrero prosiguieron los combates a través del país. Una segunda oleada de combates alcanza, en mayo, 119 centros urbanos y bases militares. Luego de la tercera oleada, en agosto-septiembre, las fuerzas de liberación atacan más sistemáticamente a las instalaciones norteamericanas. Pero es en febrero cuando se desarrolla el grueso de la ofensiva del Têt en 1968.

El esfuerzo consentido por las fuerzas de liberación durante este año bisagra, es considerable. Sin embargo, frente al potente fuego norteamericano, se produce un reflujo de la oleada revolucionaria. Los EEUU se benefician, al sur de Vietnam, con el monopolio absoluto de la aviación, con una ventaja considerable en armamento pesado, artillería y blindados. Los portaviones, que aumentan holgadamente, están fuera del alcance. Se inicia un repliegue. Aún no se da la victoria en esta oportunidad. Harán falta siete años más, y cuántas pérdidas, para que la revolución lo logre finalmente.

En EEUU, el golpe es terrible. A pesar de las informaciones recogidas ante el desencadenamiento de la ofensiva, el comando y el gobierno norteamericanos no supieron prevenirla ni prever su amplitud. El régimen survietnamita y el ejército saigonés hacen una ruin figura. Los combates se desarrollan frente a las cámaras de televisión. Las imágenes de muerte, instantáneas, penetran en los hogares. El movimiento antiguerra toma, en los EEUU, un nuevo vuelo. El sentimiento antiguerra se vuelve verdaderamente un factor político mayor.

La hora de la solidaridad

En el mundo, la hora es de la solidaridad con el pueblo vietnamita. La juventud radicalizada denuncia, desde México a París, la intervención norteamericana. La realidad de la dominación imperialista aparece sin disfraz, en la puesta en escena de esta guerra destructiva, masiva y tecnológica, contra un pueblo pobre que lucha por su derecho a la autodeterminación. La resistencia es heroica, la justicia está de su lado. Aún más, la victoria desde ahora parece posible, incluso si ella se aleja de nuevo en marzo. El Têt de 1968, galvaniza en muchos países a los sectores radicalizados y contestatarios de la juventud. Un latigazo es dado a las movilizaciones que anuncian el Mayo del 68 francés. Muy sintomáticamente, al grito de “Ho, Ho, Ho Chi Minh – Che, Che, Che Guevara” nuestras manifestaciones toman la delantera.

Comienzan las conferencias de París entre los vietnamitas y los norteamericanos. Pero sólo se trata aún de proseguir en la arena diplomática el combate en curso en el terreno político y militar. Las verdaderas negociaciones se iniciarán unos años más tarde. Ellas desembocarán en los Acuerdos de 1973 y el retiro de las fuerzas norteamericanas de Vietnam.

La ofensiva del Têt es uno de los más grandes acontecimientos políticos y militares de estas últimas décadas y es también uno de los más complejos. Para los “desilusionados” de 1968 y de Vietnam, como para los intelectuales de la nueva derecha, ella es sin embargo simplemente una muestra del “mito” revolucionario, incluso de la creación mediática. Si la televisión no hubiera estado en el lugar, suspira un Kissinger (3), el curso de la guerra de Vietnam habría podido ser cambiado.

Sin embargo, particularmente en este caso, los medios no han creado el hecho. Incluso no han podido amplificarlo, en tanto que era importante por sí mismo. Ellos simplemente han revelado al mundo y a la población norteamericana, para gran perjuicio de Washington, de un gobierno llamado democrático cuya política extranjera sostenía su capacidad de mentir libremente a sus electores. Los medios no han inventado el horror de la agresión imperialista, incluso probablemente jamás pudieron transmitirla en su profunda realidad, vivida.

Una guerra injusta

Si la opinión pública se dio vuelta cada vez más contra la sucia guerra en Vietnam, no era por el hecho de una agitación artificial, sostenida por los periodistas de televisión. Es porque demasiados soldados norteamericanos morían; porque la ofensiva del Têt mostraba que después de años de intervención militar, la victoria de los EEUU se alejaba más que nunca. Esta guerra injusta no tenía fin.

Lejos del mito, los acontecimientos vietnamitas de 1968 fueron reveladores. En su complejidad, ponían bien al día los rasgos esenciales del mundo contemporáneo –aún mucho más de lo que nosotros lo comprendíamos hace veinte años, mientras que nos movilizábamos en defensa de esta lucha de liberación ejemplar.

Nosotros percibimos en el momento, aunque probablemente demasiado superficialmente, lo que revelaba el Têt de 1968 en cuanto al límite de la potencia norteamericana y en cuanto al potencial extraordinario de una resistencia popular. La revolución vietnamita ya había sido, en los años 50, de aquellas que habían hecho fracasar a las grandes potencias clásicas, como Francia y Gran Bretaña. La victoria de la revolución cubana, en 1959, arrojó un formidable desafío al nuevo gendarme del mundo capitalista, los EEUU, incapaces de imponer su ley al régimen castrista, establecido a lo ancho de sus costas.

La revolución vietnamita es, en los años 60, una de las primeras en sufrir a pleno látigo el esfuerzo de guerra contrarrevolucionaria desplegado por Washington en respuesta al desafío cubano. Detrás de la presencia francesa, la intervención norteamericana en Vietnam comenzó fuerte desde temprano, mucho antes de 1954. Desde 1961, los consejeros norteamericanos llevaban a cabo su “guerra especial”. Pero es en 1965 que la escalada militar norteamericana comienza verdaderamente con el compromiso total de las fuerzas aéreas sobre el teatro de guerra indochino y el desembarco, en Vietnam del Sur, de un cuerpo expedicionario que alcanza rápidamente los 550.000 hombres.

Con todos los medios de los que dispone, Washington compromete en Vietnam una verdadera parte del dominio imperial. Se trata ante todo de restablecer la credibilidad de la potencia norteamericana, dolorosamente mal ubicada, por la lamentable expedición de la Bahía de los Cochinos en Cuba en 1961. Al filo de los años, la prueba vietnamita se vuelve una pieza maestra de la política mundial de los EEUU. Y es un fracaso, precisamente anunciado por la ofensiva del Têt en 1968.

Una parte del dominio imperial

El fracaso comienza en el mismo Vietnam. A pesar de la gravedad de los golpes dados a las fuerzas populares, la máquina de guerra norteamericana no logra quebrar el esqueleto de la resistencia; un partido comunista y un movimiento de liberación enraizados en el terreno nacional y social del país. Ayudada por décadas de experiencia, la resistencia demuestra su dureza y su movilidad. Se adapta a las nuevas condiciones siempre prosiguiendo un combate prolongado. Guarda la iniciativa estratégica, retomando regularmente la iniciativa táctica –y esto, en los terrenos político, militar y luego diplomático. Para Washington no hay victoria militar posible en estas condiciones.

Por el contrario, el imperialismo norteamericano se encuentra prisionero de los mismos medios que él utilizaba en Vietnam. Le hacía falta proteger los cuerpos expedicionarios y el ejército saigonés, reducir pérdidas políticamente insoportables, siempre asegurando el control del territorio a riesgo de ofrecerse a los golpes del enemigo. El ejército contrarrevolucionario se encuentra en una postura estática. El gobierno norteamericano depende cada vez más de una tecnología pesada y de un régimen corrupto, que él alimenta y que permanece más preocupado por sus luchas fraccionales intestinas que por la conducción del combate contra el comunismo. Washington lleva hasta el final un esfuerzo de guerra cada vez más costoso y una economía survietnamita cada vez más artificial. Círculo vicioso. No hay victoria política posible frente a la revolución, en tales condiciones. Es el impasse.

La “vietnamización”

El fracaso vietnamita se vuelve para el gobierno norteamericano, un fracaso nacional e internacional. Es con la ofensiva del Têt que la burguesía, la clase política y la casta militar norteamericanas comienzan a tomar conciencia de los límites de su potencia 4. Los recursos norteamericanos no son inagotables. La continuidad del esfuerzo de guerra entra en contradicción con las necesidades de la economía, mientras que se anuncia la crisis del dólar y el fin del período de expansión. El ambiente de los negocios se inquieta. La concentración de esfuerzos militares en Vietnam cuestionan el despliegue mundial de las fuerzas norteamericanas –desde Europa a Medio Oriente, desde el océano Indico al Pacífico Norte- y frena, a falta de medios financieros, la modernización de las armas. Cuando Corea del Norte apresa un navío espía norteamericano, Washington no puede reaccionar. El Pentágono se divide. El costo humano –en vidas norteamericanas, se entiende- se vuelve inaceptable para la población. Es en 1970 que el sentimiento antiguerra logra su punto más elevado en los EEUU. Los políticos se enloquecen.

Ahora bien, la política de “vietnamización” de la guerra, que después de 1968 apunta a reemplazar a los muertos norteamericanos por muertos vietnamitas, exige inversiones materiales masivas. De nuevo, el círculo vicioso.

Harán falta entonces varios años para que la evidencia se imponga a Washington: es necesario negociar, esperando todavía evitar la derrota, pero ya sabiendo que la victoria es imposible. Es sin dudar el Têt de 1968 el que comienza a revelar esta doble realidad: los límites de los recursos del más potente de los imperialismos, y la importancia de los recursos de los cuales puede beneficiarse una resistencia a la vez popular y nacional. Viejas verdades ciertas, pero que había que reactualizar. Son los pueblos de Indochina que debieron y supieron asestar esta demostración en el momento en que la Casa Blanca quería imponer la Pax Americana al mundo entero. Ellos pagaron por hacer esto, un costo muy elevado.

Un abanico de objetivos

La ofensiva del Têt revelaba también este costo y las nuevas dificultades de la lucha revolucionaria. Esto fue mucho menos percibido por nosotros en ese momento. Sabemos que “a la hora de la hoguera, sólo hay que mirar la luz”. No es menos importante reflexionar sobre los problemas de los revolucionarios contemporáneos, con sus rinconcillos oscuros y las contradicciones a las cuales deben hacer frente.

Es en enero de 1968 que el Buró político del Partido Comunista del Vietnam (PCV) tomó la decisión última de provocar la ofensiva del Têt. Debía ser un punto de inflexión en la guerra, torciendo cualitativamente su curso. La dirección del Partido guardaba prudentemente un abanico bastante abierto de objetivos, que iba desde una hipótesis “alta” (la apertura de una “brecha” que permita ulteriormente una victoria rápida), hasta una hipótesis “baja” (próxima a lo que pasó, con la apertura de una crisis política en los EEUU, el duplicado de las contraofensivas militares duras por parte de Washington, anunciando un proceso combinado de combates y negociaciones). El resultado de la ofensiva del Têt no estaba adelantado. La situación cambiaba rápidamente desde 1965 y las posibilidades reales debían ser testeadas en el mismo curso de la lucha. El grueso de las fuerzas regulares debían permanecer móviles, para tener tiempo de evaluar la evolución de los combates. Para obtener el máximo efecto, los levantamientos insurreccionales debían combinarse con las ofensivas propiamente militares y esto sobretodo en las ciudades. En esta perspectiva, el rol de la infraestructura política urbana, clandestina, era decisivo. (5)

La importancia acordada a los levantamientos insurreccionales y a la combinación de todas las formas de lucha es grande, en el pensamiento político-militar vietnamita. Esta sostiene las tradiciones heredadas del Komintern y, sobretodo, la experiencia fundadora de la revolución de agosto de 1945 y el enraizamiento ulterior de una guerrilla en zonas densas de población, a veces limítrofes de la metrópoli saigonesa misma, como en el bastión revolucionario de Cu Chi (6).

Los problemas aparecieron al principio de la ofensiva del Têt en 1968 (las fuerzas regulares no pudieron evolucionar tan libremente como previeron en la región saigonesa). Sin embargo, numerosos objetivos asignados fueron alcanzados, salvo uno, el mayor: no hubo movimientos insurreccionales en Saigón. En cuanto al costo de la ofensiva, fue muy elevado. Las pérdidas fueron graves. El aparato político clandestino apareció a plena luz para intentar organizar a la población.

Graves pérdidas

Numerosos cuadros sobrevivientes debieron abandonar sus zonas de implantación tradicional, una vez que el respaldo militar se inició, por miedo a la represión. Esta última sin embargo pudo golpear duramente a los militantes, en los meses y años que siguieron. La organización saigonesa, ya limitada en 1968, se encontró peligrosamente debilitada. Más en general, la revolución temporariamente perdió, después de la ofensiva, el control de una parte de su territorio anterior. En 1969, ni la revolución ni la contrarrevolución están en posición de tomar verdaderamente la iniciativa, a escala nacional. Ambas deben organizar sus fuerzas. El último balance de la ofensiva del Têt depende entonces por una parte, de la importancia de la manera en la que los adversarios reencaucen sus fuerzas, utilizando sus puntos fuertes y corrigiendo sus puntos débiles. A fines de 1968, el éxito o el fracaso de la ofensiva del Têt no está aún verdaderamente determinado. Es el PCV quien sabrá asimilar más rápido las lecciones de la experiencia y retomar así la iniciativa. Su pensamiento político-militar, probablemente el más rico entre los movimientos de liberación, continúa evolucionando. Las ofensivas de 1972 y 1975 lo testimonian.

El Têt es claramente una victoria y una victoria clave para el futuro del combate de liberación. Pero el costo es efectivamente muy elevado. Se hace sentir aún hoy, especialmente en el debilitamiento del aparato de cuadros enraizados y experimentados. Esto pesó evidentemente en los procesos de burocratización que se expresaron luego de la victoria de 1975.

Un debate, a veces severo, se desarrolla en el seno del PCV para saber si no habría sido posible obtener en 1968, los mismos resultados a menor costo, especialmente deteniendo mucho más pronto la ofensiva.

¿Cómo explicar la ausencia de movilizaciones de masas en Saigón, en febrero de 1968? En primer lugar, por el diluvio de fuego. Las fuerzas norteamericanas utilizaron toda la potencia de su armamento, sin preocuparse de los civiles. Ante una victoria militar de las fuerzas de liberación, paralizando al menos momentáneamente el tiro enemigo, ¿cómo organizar en estas condiciones un movimiento insurreccional?

Las condiciones políticas también debieron pesar. La organización del frente de liberación en la capital probablemente no era bastante fuerte para vencer ella sola, las fuerzas regulares no podían atravesar las defensas norteamericanas. Finalmente, el país se transformaba social y políticamente, surcado por una guerra cada vez más terrible, por las deportaciones de la población, las medidas sociales contrainsurreccionales, los trastornos económicos.

La ofensiva en Saigón

La ofensiva del Têt de 1968 se desencadena en un momento en el que el sur de Vietnam está en mutación, antes que la dirección del PCV tuviera verdaderamente conciencia de la profundidad de estas transformaciones. Parece, de hecho, que ella no comprenderá la medida del problema plenamente hasta después de 1975. En este país remodelado por una guerra moderna de una intensidad y de una duración sin precedentes, la cohesión social de los medios populares de Saigón fue minada progresivamente, volviendo tanto más problemática la autoactividad de las masas, tanto más difícil el trabajo de organización.

Con el correr de los años, este problema se iba a agravar; pero la experiencia del Têt en 1968 ya revelaba su importancia. La mayor parte de nosotros no supo, entonces, percibirla. Por cierto, nosotros analizábamos con una mirada independiente la historia del Partido comunista vietnamita. Pero teníamos aún una mirada ingenua sobre la revolución. Percibíamos la energía casi increíble de tal resistencia victoriosa. No sentíamos verdaderamente lo que tenía de agotador este combate, proseguido durante varias décadas con recursos materiales tan desiguales. No estábamos suficientemente educados en buscar las lecciones en las dificultades y en los fracasos.

Con el paso del tiempo, el Têt y sus consecuencias, por las cuestiones que levanta, se impone como una extraordinaria lección de iniciativa y de realismo revolucionarios. Un conjunto de experiencias que merecerían ser estudiadas de nuevo, con la ayuda de la documentación hoy disponible sobre Vietnam y las enseñanzas de las revoluciones posteriores. Para muchos de nosotros, hubo tiempo para comprender la importancia del terreno de la acción diplomática, abierta por la ofensiva de 1968.

Sabíamos que el imperialismo norteamericano iba a utilizar las debilidades burocráticas de Moscú, así como las devastaciones de la Revolución cultural maoísta y el conflicto entre China y la URSS, para intentar aislar más las revoluciones indochinas. Sabíamos hasta qué punto el PCV buscaba preservar su independencia de acción internacional, decidido como estaba a no encontrarse más en la posición subordinada que le fue impuesta después de las negociaciones de Ginebra en 1954 (7). Reconocemos el derecho absoluto a aquellos que combaten, a determinar los compromisos que pueden juzgar necesarios. Nosotros supimos evitar dos errores mayores. El primero era aquel que conducía a algunos componentes de la solidaridad a confundir su rol con el de un mediador.

Dos personalidades del movimiento antiguerra en los EEUU especialmente, se comprometían directamente sobre el terreno diplomático, buscando proponer fórmulas de compromiso aceptables a la vez para Washington y para los vietnamitas y esto, cuando estos últimos no querían comprometerse directamente, juzgando que la situación aún no lo permitía. Nosotros comprendimos que el rol de la solidaridad era otro: crear las mejores condiciones para una victoria lo más rápida y completa posible (sin perjuicio de, como a fines de 1972, responder activamente a un llamado de los vietnamitas para apoyar una iniciativa diplomática concreta). La determinación de eventuales compromisos (que están en el corazón de toda negociación) es efectivamente la responsabilidad única de aquellos que combaten, solo ellos pueden juzgar la realidad de las relaciones de fuerza que condicionan las elecciones diplomáticas.

Tampoco hemos seguido a aquellos que veían en la política de negociación de los vietnamitas una prueba de su voluntad de capitulación, percepción peligrosamente errónea defendida especialmente por una minoría en nuestro propio movimiento, a partir de un análisis profundamente incorrecto de la naturaleza del Partido Comunista del Vietnam. No hemos visto entonces, en el desbloqueo de las conversaciones de París en 1972-73 un signo de retroceso de la lucha, sino por el contrario, una avanzada del combate revolucionario.

Medíamos sin embargo con dificultad las sujeciones propias de la acción diplomática en un período defensivo. Escarmentados por dolorosas experiencias pasadas en el movimiento obrero, permanecíamos en este terreno un poquito ultraizquierdistas. Sólo habíamos estudiado demasiado parcialmente la experiencia fundadora de la revolución rusa. La negociación ruso-alemana de Brest-Litovsk en 1917-18 –negación deslumbrante de toda diplomacia secreta- nos ocultaba los problemas puestos por la de Rapallo en 1922, donde la diplomacia secreta ocupaba un lugar central. La experiencia vietnamita de 1968-73 fue para muchos de nosotros, la ocasión de estudiar por primera vez las acciones del combate en la arena internacional en toda su complejidad, lo que por ejemplo nos ayudó para analizar mejor la acción, en este dominio, de los Sandinistas, después de la victoria de la revolución nicaragüense.

Nosotros no hemos, dicho esto, nunca sido “izquierdistas” en el terreno de la solidaridad militante internacional.

Radicalización de la juventud

La solidaridad internacional y el movimiento antiguerra en los EEUU eran indispensables para la victoria de los revolucionarios indochinos. Fortalecerlos era un deber, un imperativo. La lucha de los pueblos indochinos ha jugado, por su lado, efectivamente un rol ejemplar que ayudó a la emergencia de nuevas generaciones revolucionarias en el mundo. También abrió una brecha que facilitó las luchas de liberación, de antiguas colonias portuguesas de Africa y en Nicaragua.

La solidaridad internacional siempre fue más allá de las exigencias de la situación y se puede decir que la Indochina revolucionaria ha dado de hecho al mundo, por su combate, lo que no recibió de apoyo internacional. La ayuda soviética y china han jugado por cierto un rol importante. Pero jamás estuvieron a la altura de las apuestas y las necesidades –peor aún, son acompañadas de presiones inaceptables. La movilización del movimiento obrero en los países imperialitas, ha sido tardía, demasiado frágil, por culpa ante todo de las direcciones reformistas.

Incluso en Francia, la explosión de Mayo del 68, centrando la atención de todos sobre las luchas político-sociales nacionales, interrumpió la continuidad de las movilizaciones de solidaridad en un momento sin embargo crucial. Las organizaciones de antes de Mayo (como el Comité Vietnam nacional, CVN) prácticamente dejaron de existir. Hubo que relanzar, a contracorriente, un nuevo movimiento, el Frente de solidaridad Indochino (FSI) en 1969-70. Estuvimos entre aquellos, los primeros, que han permitido esta renovación de la acción internacionalista, especialmente con personalidades intelectuales militantes.

Todo el tiempo perdido en el terreno de la solidaridad internacional, todas las evasivas criminales, todas las divisiones son pagadas caras en Indochina: con años de guerra, destrucciones, agotamientos suplementarios. ¡Los “decepcionados de Vietnam” no deberían olvidarlo!

Así mismo, las guerras sino-indochinas de 1978-79, con efectos desastrosos en la región como en el plano internacional, no deben borrar la lección de internacionalismo que fue Indochina para la generación militante de 1968 (8). Los vietnamitas necesitaban una solidaridad que fuera más dinámica y más amplia, que fuera capaz de imponerse aún más allá de las rivalidades y las querellas de los partidos y sectas. Lo hacían saber claramente. Prestos a trabajar en estos dominios con todos, el Frente Nacional de liberación tenía necesidad de una solidaridad sin precondiciones, sin un pensamiento atrasado. Esto fue, para nosotros, el aprendizaje práctico de una concepción verdaderamente unitaria de la solidaridad, a contracorriente de muchos de los sectarismos de organización: “Todo por Vietnam, todo por Indochina”.

Este fue un aprendizaje saludable, siempre de actualidad, para Nicaragua, Salvador, Filipinas, Sudáfrica, aún para muchas otras luchas. Aún más allá del cinismo o la fatiga desilusionada de numerosos viejos militantes de la generación de 1968, el internacionalismo es un “estado de espíritu” de hace veinte años que merece ser preservado y despertado aún hoy.

Notas:

1) El Têt es el nombre del año nuevo vietnamita que se celebra alrededor de un mes después del año nuevo cristiano.

2) Recordemos que de 1954 a 1975, Vietnam fue dividido en dos por una “línea de demarcación” separando al Norte el territorio controlado por la República democrática del Vietnam (RDVN), revolucionaria y al Sur, el territorio controlado por la República del Vietnam, régimen neocolonial. Las fuerzas norteamericanas tomaron, durante este período, la continuidad de las fuerzas francesas en la parte meridional del país.

3) Uno de los principales artesanos de la política extranjera norteamericana durante estos años de guerra y el jefe de la delegación norteamericana en las negociaciones de París.

4) El último libro de Gabriel Kolko presenta un análisis muy rico e interesante de la evolución global de la guerra de Vietnam y de la política norteamericana: “Vietnam, Anatomy of a War 1940-1975”, Allen & Unwin, Londres, Sydney, 1986.

5) Destacamos que ante la ausencia de una documentación suficiente, una parte de esta descripción guarda un carácter hipotético.

6) La zona de Cu Chi se volvió célebre por su extraordinaria red de túneles que permitía a la resistencia armada actuar hasta en las retaguardias enemigas.

7) En 1954, durante las negociaciones con Francia, Moscú y Pekín impusieron una serie de graves compromisos a las fuerzas revolucionarias vietnamitas, laosianas y camboyanas.

8) Para una reflexión sobre la crisis sino-indochina y el período posterior a 1975, ver “La crisis sino-indochina”, resolución del XI Congreso mundial de la Cuarta Internacional, noviembre de 1979, Inprecor N° 196 del 13 de mayo de 1985 y N° 197 del 27 de mayo de 1985.


Por Fernando Claudín

En el verano de 1918, la situación militar en Alemania se hace desesperada. El mariscal Hindenburg, comandante supremo, el general Ludendorff y su Estado Mayor, que hasta ese momento prometían la victoria a una población extenuada, deciden en secreto que ha llegado la hora de negociar la paz y lo hacen saber al emperador del Reich, Guillermo II.

Su preocupación máxima es impedir que la derrota desemboque en revolución, como había sucedido en Rusia el año anterior, y al mismo tiempo quieren escapar a sus grandes responsabilidades en la catástrofe.

Para conseguir estos fines deciden pasar el poder, que, de hecho, venían ejerciendo dictatorialmente en el curso de la guerra, a los partidos políticos con más implantación social, interesados también en evitar la revolución: el SPD (Partido socialdemócrata alemán), el llamado Centro (Partido del Centro Católico) y el Partido Demócrata. Los dos últimos de carácter burgués liberal.

Este paso del poder militar a un gobierno parlamentario se inicia el 3 de octubre con el nombramiento del príncipe Max de Baden como canciller del Reich, teniendo como secretario de Estado a Scheidemann (socialdemócrata), Erzberger y Grober (centro) y Haussmann (demócrata).

El nuevo equipo inicia las negociaciones con los aliados para llegar a un armisticio, pero los acontecimientos se precipitan. La temida revolución irrumpe en escena con la sublevación de parte de la flota de guerra en los últimos días de octubre. Del 5 al 9 de noviembre se extiende a toda Alemania como mancha de aceite. El 9 abdica el emperador, cuando ya la república ha sido proclamada en Munich y Berlín. Pero la socialdemocracia consigue controlar la situación impidiendo que siga el camino de la revolución rusa.

Al iniciarse la Primera Guerra Mundial, en agosto de 1914, el SPD adoptó la política llamada de unión sagrada — colaboración con la monarquía y el generalato para llevar a cabo la guerra, incumpliendo los acuerdos de los congresos de la II Internacional de oponerse a ella por todos los medios.

Los Espartaquistas

Sólo un pequeño grupo de la izquierda del partido, agrupado en torno al diputado Karl Liebknecht, Rosa Luxemburg, Franz Mehering, Clara Zetkin, Leo Jogiches y otros conocidos militantes revolucionarios, mantiene en alto la bandera internacionalista.

A partir de 1916 este grupo es conocido con el nombre de Spartakus, o de espartaquistas porque inicia la publicación de una revista con el nombre de Cartas de Spartakus en recuerdo simbólico del jefe de la más famosa revolución de esclavos bajo el Imperio romano.

En abril de 1917 tiene lugar la escisión del SPD. Una impo-nante minoría, al frente de la cual figuran personalidades tan relevantes como Kautsky y Bernstein, funda el USPD (Partido Socialdemócrata Independiente alemán), que se opone a la continuación de la guerra y preconiza una paz negociada. Los espartaquistas deciden integrarse en este partido, aunque juzgan vacilante y demasiado moderadas las posiciones de sus dirigentes.

Después de la escisión, el SPD conserva cerca de 250.000 afiliados (sin contar los movilizados en el Ejército), cuenta con 74 diarios y revistas en toda Alemania y controla los sindicatos. El USPD agrupa a unos cien mil afiliados y dispone de 14 publicaciones. Los espartaquistas no pasan de unos millares de militantes, según las cifras más optimistas, y su influencia es extremadamente reducida. La gran mayoría de la clase obrera alemana y los sectores de las capas medias, que en las elecciones de 1912 habían dado al SPD el grupo más importante del Parlamento, compartían el fervor nacionalista del conjunto de la sociedad alemana, y sólo al final de la guerra evolucionaron hacia las posiciones pacifistas reflejadas en el USPD.

Sin embargo, las grandes pérdidas en vidas humanas, las privaciones materiales en aumento y el impacto de la revolución rusa, fueron engendrando un descontento creciente en el pueblo alemán.

En 1917 se produjo un primer motín en la flota de guerra. En enero de 1918 tuvo lugar una huelga general en gran número de ciudades, formándose los primeros consejos obreros a semejanza de los soviets (consejos) rusos.

El Gobierno respondió intensificando la represión en los medios obreros y en las unidades militares, sin poder impedir nuevas huelgas, como las de abril de 1918 en Berlín, organizada por la red clandestina de los llamados delegados revolucionarios, militantes obreros que gozaban de la confianza de sus compañeros en las fábricas de la capital. Esta organización de los obreros de Berlín funcionaba independientemente de los partidos, aunque en ella predominaban los militantes del USPD, y desempeñó un papel importante en la revolución alemana.

La sublevación, iniciada el 30 de octubre, de las tripulaciones de los barcos de guerra anclados en la rada de Kiel —provocada por el temor a ser utilizados en nuevas operaciones bélicas cuando ya era del dominio público que la guerra estaba perdida— sirve de detonador a la acumulación de descontento y al ansia de paz que invade a la sociedad alemana, reemplazando al belicismo nacionalista que existía en el período anterior.

La revolución toma la forma de un movimiento espontáneo, de masas, que conquista la calle, enfrentándose en algunos casos con destacamentos de la policía o del Ejército, aunque, por lo general, la resistencia de las autoridades establecidas es mínima. De Kiel, la revolución gana Hamburgo, Lübek, Holstein, Schwerin, Hannover, Brunswick, Colonia, Munich, Oldenburg, Rostock, Magdeburg, Halle, Leipzig. Dresden, Düsseldorf, Stuttgart, Nuremberg, etcétera.

El 9 de noviembre llega a Berlín. Preparada por los delegados revolucionarios, una inmensa manifestación, partida de las fábricas y las barriadas obreras, confluye sobre el centro de la capital.

La guarnición permanece pasiva o se une a los manifestantes. Refugiado en el Cuartel General, Guillermo II se resiste a abdicar, pero Hindenburg y los generales le informan que no puede contar ya con el Ejército. El dirigente del SPD, Scheidemann, anuncia en el Reíchstag la instauración de la República alemana. Dos horas más tarde, Liebknecht proclama ante los manifestantes la República socialista libre de Alemania. Muy pronto quedará en claro que la situación real respondía a la declaración de Scheidemann.

Acomodamiento del SPD

Colocada ante el hecho revolucionario, la dirección del SPD opta por ponerse a su cabeza para mejor controlarlo e impedir que tome el camino ruso. En las semanas precedentes, los dirigentes socialdemócratas habían intensificado su permanente campaña contra la revolución bolchevique.

La revolución rusa ha anulado la democracia y establecido en su lugar la dictadura de los consejos de obreros y soldados. El Partido Socialdemócrata rechaza, sin equívocos, la teoría y el método bolcheviques para Alemania y se pronuncia por la democracia —declaraba el Worwarts, órgano central del SPD, el 21 de octubre.

El surgimiento, de la noche a la mañana, de consejos de obreros y soldados en toda Alemania, no obedece, desde luego, a consignas del SPD. Es una creación espontánea de las masas, influidas, sin duda, por el ejemplo ruso —y muy secundariamente, en algunos casos, por el activismo de la izquierda revolucionaria—, pero al mismo tiempo esos consejos son mayoritariamente socialdemócratas en su composición y en sus aspiraciones, reflejando un dato básico de la nueva situación: la gran mayoría de los obreros, sin hablar ya de los campesinos y las capas medias urbanas se sentía identificada con los objetivos proclamados por el SPD bajo la presión del movimiento revolucionario: conclusión inmediata de la paz, abolición de la monarquía, instauración de la república democrática parlamentaria, mejoramiento de la situación económica, reformas sociales, etcétera.

La dirección del SPD decía también que estaba de acuerdo en ir hacia el socialismo, pero por cauces democráticos y pacíficos. Y para completar su hábil acomodamiento a la nueva situación política, levanta la bandera de la unidad socialista (reunificación del SPD y del USPD), encontrando la aprobación entusiasta de las asambleas multitudinarias que se suceden incesantemente.

En cambio, los espartaquistas y otros grupos de la izquierda revolucionaria, secundados en cierta medida por el ala izquierda del USPD, llaman a las masas a profundizar la revolución y transformarla en socialista, a instaurar la dictadura del proletariado, explicando —cosa, por lo demás evidente— que para alcanzar tales objetivos es necesaria la lucha armada contra los partidos de la burguesía y sus fuerzas militares, contra los propios dirigentes del SPD, a los que califican de traidores y contrarrevolucionarios.

Proponían, en definitiva, la guerra civil —incluso dentro del propio movimiento obrero— con su inevitable cortejo de víctimas humanas y sacrificios materiales. No es sorprendente que la política del SPD prevaleciera cada día más, como se reflejó en el primer congreso de los consejos de obreros y soldados de toda Alemania reunidos del 16 al 20 de diciembre.

De 480 delegados, 292 pertenecen al SPD, 84 al USPD, 11a un grupo de extrema izquierda llamado Unión de revolucionarios, y sólo 10 a la Liga Spartakus (el grupo Spartakus había adoptado esta denominación el 11 de noviembre).

Entre el 9 y el l0 de noviembre, la dirección del SPD consigue imponer dos iniciativas políticas de gran importancia para asegurar su papel hegemónico. Por un lado, que el príncipe Max de Bade, máxima autoridad legal después de la abdicación de Guillermo II, traspase todos los poderes al socialdemócrata Eben, convertido así en canciller legal, lo cual tenía indudable relevancia de cara a las clases dominantes y al Ejército.

Por otro lado, la dirección del SPD consigue que la dirección del USPD acepte formar un gobierno socialista paritario SPD-USPD, lo cual tenía aún mayor relevancia de cara a los obreros, soldados, oficiales y otros actores populares protagonistas del movimiento revolucionario, para acreditar la disposición del partido mayoritario de la socialdemocracia a realizar los objetivos de la revolución en una línea democrática y pacífica.

En la tarde del 10 de noviembre tiene lugar en el circo Busch de Berlín una asamblea general de los consejos de obreros y soldados de la capital. Ebert es acogido con una tempestad de aplausos cuando anuncia que para poner fin a la lucha fratricida entre socialistas se ha llegado a un acuerdo entre el SPD y el USPD, formándose un Gobierno con tres representantes de cada partido. Ahora —dice—se trata de asegurar en común la reconstrucción de la economía según los principios del socialismo ¡Viva la unidad de la clase obrera alemana y de los soldados alemanes, viva la República social de Alemania.!

Grandes aclamaciones acogen esta declaración. En cambio, Liebknecht, pese a su indudable popularidad por su oposición a la guerra, es acogido con hostilidad cuando declara que la revolución está amenazada no sólo por los que antes tenían el poder —junkers, capitalistas, imperialistas, monárquicos, príncipes o generales—, sino también por los que hoy marchan con la revolución y ayer eran sus enemigos (es decir, los dirigentes del SPD).

La mayoría de la asamblea se levanta indignada gritando: ¡unidad!, ¡unidad! y exigiendo que Liebknecht abandone la tribuna. El líder espartaquista está a punto de ser agredido por los delegados de los consejos de soldados cuando declara que los enemigos de la revolución utilizan pérfidamente para sus propios fines la organización de los soldados, aludiendo con ello al predominio que en los consejos de soldados, más aún que en los consejos obreros, tenían los socialdemócratas del SPD y otros elementos aún más moderados, sobre todo entre los oficiales que se habían sumado al movimiento. (Aunque se denominaban consejos de soldados, estos organismos incluían también algunos oficiales, incluso de alto grado, pasados al campo republicano.)

Consejo de Comisarios

En conclusión, la asamblea ratifica por una gran mayoría el órgano supremo de poder propuesto por Ebert, que para sintonizar mejor con los consejos de obreros y soldados recibe el nombre de Consejo de Comisarios del Pueblo, igual que el órgano de poder surgido de la revolución bolchevique de octubre de 1 917. No hace falta insistir en que la semejanza sólo era nominal.

El Consejo de Comisarios del Pueblo, formado por los social-demócratas Ebert, Scheidemann y Landsburg, del SPD, y Hasse, Dittmann y Barth, del USPD, forma un Gobierno en el que, con el argumento de mantener la continuidad administrativa, permanecen los antiguos ministros o son reemplazados por funcionarios del mismo corte. Cada ministro es asistido por dos subsecretarios de Estado, uno del SPD y otro del USPD.

Esta continuidad a nivel gubernamental va acompañada de la de todo el anterior aparato burocrático del Estado, así como del aparato militar. De hecho, se crea una dualidad de poder: de un lado, la pirámide de consejos de obreros y soldados, que se constituye formalmente en el ya citado congreso de diciembre, y de otro el anterior aparato burocrático y militar que se conserva en lo esencial. Pero esta dualidad es más aparente que efectiva, dada la subordinación de los consejos a la dirección del SPD.

Por otra parte, la política de Ebert se orienta cada vez más por el camino de las componendas con el viejo aparato estatal, en particular con su estamento militar, viendo en él la fuerza capaz de hacer frente, en caso de peligro, al ala bolchevizante del movimiento revolucionario.

Las primeras medidas del Consejo de Comisarios del Pueblo consisten en la firma del armisticio (11 de noviembre); un llamamiento al país garantizando las libertades públicas, prometiendo la jornada de ocho horas a partir del 1 de enero de 1919, reformas sociales, remedios contra el paro, etcétera; el sufragio universal y el voto secreto en todas las elecciones a las instituciones representativas, la convocatoria de elecciones a la Asamblea Nacional; formación de una comunidad de trabajo entre patronos y obreros para dirimir todos los conflictos por negociarse y convenios colectivos; la creación de una guardia nacional acompañada de la orden a todos los particulares de entregar las armas en su poder, so pena de cinco años de prisión, medidas ambas dirigidas contra la izquierda revolucionaria que se preparaba para la lucha armada, etcétera.

Esta izquierda revolucionaria está constituida, principalmente, por una fracción del USPD, con base sobre todo entre militantes de filas y cuadros intermedios, mientras la mayoría de los altos dirigentes se alinean cada vez más con los del SPD; por grupos como el de los delegados revolucionarios de las fábricas de Berlín y otros y otros grupos similares con rasgos específicos en diversos puntos de Alemania; y, finalmente, por los espartaquistas, el grupo que adquirirá más renombre, debido a la personalidad de sus dirigentes y al trágico final de los más célebres entre ellos —Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg—; al hecho de ser el núcleo fundador del Partido Comunista alemán, y, finalmente, a su protagonismo en la insurrección de enero de 1919 contra el Gobierno Ebert.

A finales de diciembre la Liga Spartakista lanza un ultimátum a la dirección del USPD, dentro del cual aún permanecen, confiando en obtener el apoyo del ala izquierda de este partido, y en caso de escisión que la misma se reagrupará con la Liga. Pero este cálculo fracasa. La dirección del USPD rechaza el ultimátum y el 98 por 100 de su base obrera permanece en las filas del partido, haciendo oidos sordos a la solicitación de los espartaquistas.

En las Navidades, la Liga espartakisra celebra una conferencia nacional en la que decide salir del USPD y formar un partido independiente junto con otros pequeños grupos —especialmente el de Bremen— que se consideran ya comunistas.

El 30 de diciembre se celebra el congreso fundacional del nuevo partido, que adopta el nombre de Partido Comunista alemán (Liga Spartakus). Por sus siglas alemanas: KPD (Spartakusbund). En total no pasa de unos miles de militantes en toda Alemania, con algunos grupos importantes en Chemnitz y en el distrito de Wasserkante, pero sólo 50 militantes en Berlín.

Como constata el historiador marxista Arthur Rosemberg, es una organización clandestina aislada, sin forma sólida. Carece, en efecto, de estructuras firmes y de cohesión ideológica. Sin embargo, su influencia en el ala más radical de la revolución alemana sobrepasa con mucho a sus efectivos numéricos, y en algunos momentos consigue movilizar masas importantes. Cuenta con un diario, Die Rote Fahne (La Bandera Roja), cuya publicación se había iniciado el 9 de noviembre.

En el congreso fundacional del KPD se manifiestan divergencias ideológicas y políticas entre un núcleo de dirigentes, que comparten las posiciones teóricas de Rosa Luxemburg, y otros militantes, generalmente jóvenes, con escasa formación marxista, que se inclinan al extremismo y son más proclives al ejemplo bolchevique, interpretándolo además de una forma simplista.

Piensan que el poder debe conquistarse, aunque los revolucionarios sean una minoría. No tienen en cuenta que en Rusia las consignas de paz y tierra habían dado a los bolcheviques el apoyo mayoritario de los soviets de obreros, campesinos y soldados, decepcionados por la política de los demás partidos que proseguían la guerra y no daban la tierra, mientras que en la Alemania de la revolución de noviembre la paz era ya un hecho y los campesinos representaban una fuerza conservadora.

Rosa Luxemburg, en cambio, planteaba la lucha por el poder revolucionario, pero sobre la base de ganar previamente el apoyo mayoritario de las masas trabajadoras, que por el momento confiaban en la socialdemocracia. La tarea inmediata del KPD debía consistir, sostenía, en impulsar las luchas parciales de los trabajadores y difundir entre ellos el programa comunista.

Estas divergencias estratégicas se tradujeron en divergencias tácticas acerca de una cuestión crucial: la actitud que el KPD debía adoptar ante las elecciones para la Asamblea Nacional. Rosa Luxemburg, Liebknecht, Jogiches, Paul Lcvi y otros de los principales dirigentes defendían la participación, pero su posición fue derrotada por los extremistas del partido. Esta actitud de boicot a las elecciones resultaba incomprensible para la inmensa mayoría del pueblo alemán y no podía por menos de aislar aún más a los espartaquistas.

El riesgo de un choque decisivo entre la izquierda revolucionaria y el Gobierno Ebert se acrecentaba cada día. Ya en diciembre se habían producido enfrentamientos sangrientos entre los sectores más radicalizados de los obreros y soldados y las fuerzas represivas que el Gobierno organizaba aceleradamente en colaboración con los jefes militares.

A finales de diciembre se produce una crisis en el Consejo de Comisarios del Pueblo. Los tres representantes del USPD dimiten por desacuerdo con la política militar y la política económica de Ebert. Al tomar esta decisión, la dirección del USPD se hace eco del descontento creciente dentro de su partido y en las masas obreras y quiere evitar que la izquierda revolucionaria lo capitalice.

La crisis gubernamental agrava la situación política. Ebert sustituye a los dimisionarios por tres miembros del SPD, entre ellos Noske. A principios de enero de 1919, el Gobierno decide destituir al prefecto de policía de Berlín, Eichhorn, perteneciente al ala izquierda del USPD, considerado demasiado radical.

El comité berlinés del USPD, los delegados revolucionarios y el KPD (Liga Spartakus) convocan una manifestación de protesta que tiene lugar el 5 de enero con cientos de miles de participantes. Los representantes de las tres organizaciones convocantes, entre ellos Liebknecht por los espartaquistas, deciden proseguir la acción hasta derrocar al Gobierno.

Entretanto, los manifestantes ocupan los locales de varios diarios, entre ellos el de Vorwärts, órgano del SPD, y algunas dependencias gubernamentales como la agencia de noticias Wolff. Eichhorn no acata la destitución y sigue al frente de la prefectura de policía.

Se crea una comisión revolucionaria presidida por Ledebour (izquierda del USPD), Scholze (delegados revolucionanos) y Liebknecht (espartaquistas), que proclama la lucha por el poder, declara la huelga general y llama a una nueva manifestación para el día siguiente.

En este día, 6 de enero, se distribuye una hoja socialdemócrata que llama a los obreros, soldados y ciudadanos a oponerse a los bandidos de la Liga espartaquista. El Gobierno da plenos poderes a Noske para organizar la represión en colaboración con los jefes militares, utilizando para ello los llamados cuerpos francos, creados desde mediados de diciembre con oficiales de confianza y voluntarios reclutados a sueldo.

Uno de los principales jefes de estos cuerpos francos, el general Maercker, arengaba así a sus hombres: “Yo soy un viejo soldado. Durante treinta y cuatro años he servido a tres emperadores. Amo y venero a Guillermo II, igual que el día en que le presté juramento. Pero ahora el Gobierno imperial ha sido reemplazado por el del canciller Ebert. Y este Gobierno se encuentra hoy en una situación muy difícil. Esa Rosa Luxemburg es una mujer diabólica y Karl Liebknecht un tipo decidido a jugarse el todo por el todo”.

Al mismo tiempo que continúan las manifestaciones y choques sangrientos en Berlín, los dirigentes del USPD entablan negociaciones con el Gobierno Ebert. La dirección del KPD (Liga Spartakus) se divide sobre la táctica a seguir.

Una minoría, encabezada por Liebknecht, es partidaria de pasar a la ofensiva e intentar por las armas el derrocamiento del Gobierno. La mayoría, encabezada por Rosa Luxemburg, considera que no hay ninguna probabilidad de éxito, y que aun en el caso de triunfar en Berlín éste quedaría aislado, repitiéndose la tragedia de la Comuna de París.

Sin embargo, la mayoría no impone resueltamente su criterio, contemporiza con Liebknecht. Radek, que había llegado a Berlín como representante del Partido Bolchevique en el congreso fundacional del KPD, y se encuentra aún en la capital, aconseja a la dirección espartaquista anunciar públicamente que deben cesar los combates.

Asesinatos

Pero este consejo no es seguido. Aprovechando las negociaciones con el USPD, a las que se incorporan también los delegados revolucionarios, el Gobierno Ebert dirige toda la propaganda contra los espartaquistas, y al mismo tiempo Noske concentra los cuerpos francos en las proximidades de Berlín, lanzando el 11 de enero la ofensiva contra los insurrectos. Al precio de gran número de víctimas recupera los diarios ocupados y la prefectura de policía.

El 14 de enero el orden reina en Berlin. El 15, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg son detenidos y asesinados por los militares. El cadáver de Rosa Luxemburg, arrojado a un canal, no será encontrado hasta el 31 de mayo. Otros militantes revolucionarios, espartaquistas, de la izquierda socialdemócrata o de los delegados revolucionarios, miembros de los consejos de obreros y soldados, sufren la misma suerte, o son maltratados y detenidos. De Berlín la represión se extiende a otras ciudades donde se han producido huelgas o manifestaciones de solidaridad con los insurrectos de la capital.

Nunca llegarían a esclarecerse totalmente las responsabilidades por el asesinato de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, aunque los autores directos, un teniente y un soldado, fueron juzgados y condenados a dos años de prisión. Los comunistas lo utilizarían desde entonces como una mancha infamante de la socialdemocracia.

Scheidemann, ya retirado de la política, escribiría dos años después:

En la noche del martes al miércoles, después de la Semana sangrienta, partí para Cassel a fin de comparecer ante mis electores. A petición del general Groener, me dirigí, apenas llegado, a Wilhelmshöhe (Cuartel General del Ejército) para discutir con él y el mariscal Hindenburg asuntos de servicio. Allí conocí la noticia del último y terrible episodio de la semana espartaquista, el asesinato de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburg.

El viernes, 17 de enero por la mañana, regresaba a Berlín. La capital estaba presa de una emoción extrema provocada por la muerte de los dos jefes espartaquistas y por los espantosos detalles que se iban conociendo poco a poco sobre las circunstancias del asesinato. Sólo puedo repetir aquí lo que bajo la primera impresión declaré al Stadthalle de Casel: “Lamento sinceramente estas dos muertes. Cada día las dos víctimas llamaban al pueblo a tomar las armas para derribar al Gobierno. Ahora su propia táctica terrorista les ha golpeado a ellos mismos”.

Más allá de la tragedia humana que ambas pérdidas significaban, la de Rosa Luxemburg privó al socialismo internacional de uno de sus más eminentes teóricos marxistas, y en el marco del movimiento comunista facilitó que las tendencias sectarias, y más tarde estalinianas, se impusieran en el KPD. Sus críticas al menosprecio por la democracia que mostraban los dirigentes bolcheviques, toda la concepción teórica de Rosa Luxemburg, difícilmente hubieran podido conciliarse con el rumbo tomado por la revolución soviética y por la Internacional Comunista.

Cuatro días después del asesinato de Liebknecht y Luxemburg, el 19 de enero, tienen lugar las elecciones a la Asamblea Nacional. El SPD obtiene cerca del 38 por 100 de los sufragios y el USPD el 7,6 por 100. El KPD no se presenta.

Constitución de Weimar

Para poder gobernar, el SPD forma coalición en la Asamblea Nacional —que se reúne en Weimar— con los otros dos partidos republicanos, el Centro católico y el Partido Demócrata. De este compromiso nace la Constitución de Weimar.

Ebert es elegido presidente provisional de la República y Shidemann, jefe del Gobierno, formado con ministros de los tres partidos de la coalición. En junio de 1919 Shidemann es sustituido por Bauer, también del SPD. Este Gobierno ratifica el 22 de junio de 1919 el Tratado de Versalles y el 31 de julio del mismo año adopta la Constitución. Con Versalles y Weimar queda definitivamente institucionalizado el régimen que sale de la revolución de noviembre.

Del 8 al 14 de abril tiene lugar en Berlín el segundo y último congreso de los consejos de obreros y soldados, que desaparecen de la escena política después de reconocer como única representación nacional de la república a la Asamblea Nacional.

Por el Tratado de Versalles, los aliados victoriosos imponen a la Alemania derrotada concesiones territoriales y pesadas reparaciones que alimentarán el resurgir del nacionalismo alemán. La socialdemocracia quedará —tal como deseaban los generales— hipotecada por la aceptación, en tanto que principal fuerza política del humillante Tratado.

En cuanto a la situación interior, el aplastamiento de la izquierda revolucionaria y la formación de la coalición gubernamental de Weimar, más la conservación del aparato burocrático y militar heredado de la monarquía, crearán condiciones favorables al resurgir de las fuerzas reaccionarias tradicionales y al nacimiento de otras nuevas: un cabo llamado Hitler iniciará entonces su carrera hacia el poder.

La colaboración entre la socialdemocracia y los generales seguirá desempeñando un papel importante para reprimir las agitaciones sociales e intentonas revolucionarias que se sucederán hasta el otoño de 1923, pero al mismo tiempo surgirán dentro del Ejército, con la complicidad de los sectores más reaccionarios de las clases dominantes, los primeros intentos de liquidar la democracia republicana.

En marzo de 1920, el jefe de la Reichswehr, von Lüttwitz, y un alto funcionario, Kapp, toman el poder en Berlín y proclaman la dictadura militar. El putsch fracasa ante la unión de los partidos mayoritarios y la amenaza de huelga general, pero la coalición de Weimar persiste en no tomar medidas eficaces contra las fuerzas reaccionarias, enemigas de la democracia.

La revolución alemana iniciada en noviembre de 1918 ha sido llamada en ocasiones revolución espartaquista, pero tal denominación no resulta apropiada —y así opina la mayoría de los historiadores—, porque no refleja, como hemos podido ver, las características esenciales de esta revolución.

El espartaquismo —resumiendo abusivamente en esta fuerza política al conjunto de las tendencias, muy heterogéneas, de la izquierda revolucionaria— no pasó de ser, en ningún momento, una fracción muy minoritaria del gran movimiento popular que derribó a la monarquía del káiser, aceleró la conclusión de la paz y llevó al poder político a la socialdemocracia, junto con la instauración de la república. Pero las estructuras económicas permanecieron invariables, continuaron siendo capitalistas, y se mantuvo, en lo esencial, el anterior aparato del Estado.

Estas limitaciones de la revolución de noviembre, que los espartaquistas intentaron vanamente superar, no se deben a una traición de los dirigentes socialdemócratas. Fueron el resultado de la formación histórica de Alemania y de su movimiento obrero.

A diferencia de Rusia, cuando se inicia la Primera Guerra Mundial, Alemania tenía tras de sí un largo período de intenso desarrollo industrial y de democracia parlamentaria, en cuyo seno el Partido Socialdemócrata y los sindicatos habían conquistado posiciones cada vez más preeminentes. El fortalecimiento de la organización obrera y la utilización del sufragio universal aparecían ante los trabajadores alemanes como los instrumentos fundamentales del avance hacia una sociedad más justa, libre e igualitaria, llamada socialista.

El revisionismo de Bernstein no era más que la teorización de esta práctica política en nombre de un marxismo adaptado a las nuevas condiciones históricas. En la misma ortodoxia marxista de Kautsky, la revolución no era más que la culminación de esa vía democrática-parlamentaria hacia el socialismo. Los teóricos de la izquierda socialdemócrata, Rosa Luxemburg y otros para los que la inevitabilidad de la revolución implicaba la necesidad de prepararla a través de formas revolucionarias de acción, como la huelga general política y el recurso, llegado el momento, a la insurrección armada, tenían escasa influencia en el conjunto del movimiento obrero alemán. Sus análisis teóricos parecían estar en contradicción con la experiencia práctica de este movimiento.

La guerra de 1914 puso de manifiesto que el internacionalismo, componente básico en apariencia de la ideología del movimiento alemán, era algo superficial, tras lo que se ocultaba la impregnación de la clase obrera, y de la misma socialdemocracia, por el nacionalismo alemán, elemento esencial de la ideología de las clases dominantes.

Por ello mismo, y a consecuencia también del arraigo de sus convicciones democráticas y Parlamentarias, la guerra no podía ser interpretada por los trabajadores alemanes como expresión de contradicciones insuperables del capitalismo y de la necesidad de darles una salida revolucionaria, sino como un paréntesis trágico que debía afrentarse con espíritu patriótico y tras el cual se reanudaría el proceso democrático anterior.

Error

La revolución de noviembre reflejaba este sentimiento arraigado, más la voluntad de poner fin a una guerra ya perdida y a las calamidades que entrañaba, así como la aspiración a un nuevo ensanchamiento de la democracia con la liquidación de la monarquía.

La socialdemocracia reflejaba este conjunto de aspiraciones, lo cual no exculpa su principal error político: no aprovechar la potencia misma del movimiento espontáneo de gran parte del pueblo alemán para reformar a fondo las estructuras del Estado, democratizar el Ejército y reprimir las actividades contrarrevolucionarias, respaldándose en la nueva legalidad.

En la comisión de ese error influyó, sin duda, el fantasma del bolchevismo, que para los dirigentes y teóricos de la social-democracia representaba la antítesis de sus ideales democráticos. La misma Rosa Luxemburg había criticado la vertiente antidemocrática de las concepciones y de la política del partido de Lenin, y el luxemburguismo teórico y político se diferenciaba en aspectos esenciales del leninismo, pero en el fuego de la revolución alemana estas diferencias perdían relevancia.

Máxime cuando, como ya vimos, las posiciones de Rosa Luxemburg se encontraron más de una vez en minoría, en cuestiones importantes, frente a los sectores extremistas del espartaquismo.

No sólo para los dirigentes socialdemócratas, sino para la gran mayoría de la clase obrera, sin hablar ya de otros sectores sociales, el espartaquismo era el equivalente del bolchevismo, su política llevaba a la dictadura y a la guerra civil, e incluso a nuevas guerras exteriores, puesto que la concepción de la revolución mundial, común a espartaquistas y bolcheviques, implicaba la guerra contra los Estados capitalistas subsistentes a medida que la revolución se extendiera.

Y en la situación concreta de la Alemania derrotada esa perspectiva teórica tenía una correspondencia muy concreta: las potencias vencedoras no iban a contemplar pasivamente una revolución socialista en la Alemania industrial.

El espartaquismo hacía abstracción de la correlación real de fuerzas políticas y sociales en la Alemania de la revolución de noviembre, de los sentimientos y aspiraciones concretas de las masas que se habían puesto en movimiento, para las cuales era incomprensible que los dirigentes socialdemócratas fueran denunciados como agentes de la contrarrevolución.

En lugar de la clase obrera alemana tal como era, el espartaquismo tenía una representación mitológica de esa clase obrera. La creía dispuesta a todos los sacrificios por la revolución socialista, alemana y mundial, en cuanto se le explicara que sus dirigentes la estaban traicionando y que para acabar con el capitalismo y el imperialismo no existía más camino que la lucha armada.

La dirección socialdemócrata, a su vez, estaba obnubilada por la amenaza bolchevique que veía en el espartaquismo, y en lugar de una política más audaz de transformaciones democráticas que aislara a las tendencia extremistas y procurara al SPD un apoyo aún más amplio y decidido de las masas populares, optó por la represión brutal, sirviéndose de los generales que con el tiempo harían pagar a la socialdemocracia la factura de la revolución democrática-republicana, sirviéndose, por su parte, del nacional-socialismo de Hitler.


Este 7 de noviembre (viejo calendario ruso) se cumplieron 100 años de la insurrección obrera que permitió que el partido Bolchevique, dirigido por Lenin y Trotsky, tomaran el poder e instauraran la primera dictadura revolucionaria del proletariado, inaugurando la época de las revoluciones socialistas.

El Partido Bolchevique, forjado por la tenacidad y el vigor intelectual de V. I Lenin (1870-1924), logró convertirse, de una minoría de revolucionarios conspiradores, en un partido con influencia de masas. El Partido Bolchevique, con su régimen leninista del centralismo democrático, sigue siendo el modelo a seguir de los socialistas. Hasta el momento, este ha sido un ejemplo irrepetible.

Pero, como un organismo colectivo, el Partido Bolchevique también registró vacilaciones de una parte de la dirigencia (Kamenev y Zinoviev, por ejemplo) que se negaba a tomar el poder en el momento decisivo. Fue Lenin quien, desde su retorno a Rusia en abril de 1917, quien lideró una batalla política al interior del Partido Bolchevique para preparar a éste para las tareas históricas que se avecinaban.

A continuación, reproducimos los textos que reflejan la visión histórica clara por parte de Lenin, y su batalla por convencer al resto del Partido Bolchevique de la necesidad de tomar el poder, en el momento concreto que se vivió el 7 de noviembre de 1917.

I.- Los bolcheviques deben tomar el poder

Carta al comité central y a los comités de Petrogrado y Moscú del POSD(b) de Rusia.

Después de haber conquistado la mayoría en los Soviets de diputados obreros y soldados de ambas capitales, los bolcheviques pueden y deben tomar en sus manos el Poder del Estado.

Pueden, pues la mayoría activa de los elementos revolucionarios del pueblo de ambas capitales es suficiente para arrastrar a las masas, vencer la resistencia del enemigo, derrotarlo, conquistar el Poder y sostenerse en él; pueden, pues al proponer en el acto la paz democrática, entregar en el acto la tierra a los campesinos y restablecer las instituciones y libertades democráticas, aplastadas y destrozadas por Kerenski, los bolcheviques formarán un gobierno que nadie podrá derrocar.

La mayoría del pueblo nos apoya. Así lo ha demostrado el largo y difícil camino recorrido desde el 6 de mayo hasta el 31 de agosto y hasta el 12 de septiembre: la mayoría en los Soviets de ambas capitales es el fruto de la evolución del pueblo hacia nosotros. Lo mismo demuestran las vacilaciones de los eseristas y mencheviques y el fortalecimiento de los internacionalistas entre ellos.

La Conferencia Democrática engaña a los campesinos, no dándoles ni la paz ni la tierra.

El gobierno bolchevique es el único que satisfará a los campesinos.

¿Por qué deben tomar los bolcheviques el Poder precisamente ahora?

Porque la inminente entrega de Petrogrado hará cien veces más difíciles nuestras posibilidades.

Y existiendo un ejército encabezado por Kerenski y Cía., no estamos en condiciones de impedir la entrega de Petrogrado.

No se puede "esperar" a la Asamblea Constituyente, ya que Kerenski y Cía. podrán frustrarla siempre con esa misma entrega de Petrogrado. Sólo nuestro Partido, tomando el Poder, puede asegurar la convocatoria de la Asamblea Constituyente y, después de tomar el Poder, acusará de demora a los demás partidos y demostrará su acusación.

La paz por separado entre los imperialistas ingleses y alemanes puede y debe ser impedida únicamente si se actúa con rapidez.

El pueblo está cansado de las vacilaciones de los mencheviques y eseristas. Sólo nuestra victoria en ambas capitales hará que los campesinos nos sigan.

No se trata del "día" de la insurrección, de su "momento", en el sentido estrecho de la palabra. Eso lo decidirá únicamente la voluntad común de los que tienen contacto con los obreros y los soldados, con las masas.

Se trata de que nuestro Partido tiene ahora, de hecho, en la Conferencia Democrática su Congreso, y este Congreso debe (quiéralo o no, pero debe) decidir el destino de la revolución.

Se trata de hacer clara esta tarea para el Partido: plantear a la orden del día la insurrección armada en Petrogrado y Moscú (comprendida la región), conquistar el Poder, derribar el gobierno. Hay que pensar en cómo hacer agitación en pro de esta tarea, sin expresarse así en la prensa.

Recordad y reflexionad sobre las palabras de Marx respecto a la insurrección: "la insurrección es un arte", etc.

Es ingenuo esperar la mayoría "formal" de los bolcheviques: ninguna revolución espera eso.

Tampoco lo espera Kerenski y Cía., sino que preparan la entrega de Petrogrado. ¡Precisamente las ruines vacilaciones de la "Conferencia Democrática" deben agotar y agotarán la paciencia de los obreros de Petrogrado y Moscú! La historia no nos perdonará si no tomamos ahora el Poder.

¿Que no existe un aparato? Ese aparato existe: los Soviets y las organizaciones democráticas. La situación internacional precisamente ahora, en vísperas de la paz por separado de los ingleses y alemanes, nos es favorable. Precisamente ahora, proponer la paz a los pueblos significa triunfar.

Tomando el Poder simultáneamente en Moscú y Petrogrado (no importa quién empiece; quizá pueda empezar incluso Moscú), triunfaremos de modo absoluto y seguro.

  1. Lenin

Escrito el 12-14 (25-27) de septiembre de 1917.

Publicado por vez primera en 1921, en el núm. 2 de la revista Proletárskaya Revolutsia.

  1. I. Lenin. Obras Completas, 5a ed. en ruso, t. 34, págs. 239-241.

II.- Carta a los miembros del CC

Camaradas: Escribo estas líneas el 24 por la tarde. La situación es crítica en extremo. Es claro como la luz del día que hoy todo lo que sea aplazar la insurrección significará verdaderamente la muerte.

Poniendo en ello todas mis fuerzas, quiero convencer a los camaradas de que hoy todo está pendiente de un hilo, de que en el orden del día figuran cuestiones que no pueden resolverse por medio de conferencias, ni de congresos (aunque sean incluso congresos de los Soviets), sino únicamente por los pueblos, por las masas, por medio de la lucha de las masas armadas.

La korniloviada (golpe de Estado, organizado por el general Kornilov) inspirada por la burguesía, la destitución de Verjosvki demuestran que no se puede esperar. Es necesario, a todo trance, detener al gobierno esta tarde, esta noche, desarmando previamente a los cadetes (después de vencerlos, si oponen resistencia), etc.

¡¡No se puede esperar!! ¡¡Nos exponemos a perderlo todo!!

¿Qué se conseguirá con la toma inmediata del Poder? Proteger al pueblo (no al Congreso, sino al pueblo, al ejército y a los campesinos, en primer término) contra el gobierno kornilovista, que ha arrojado de su puesto a Veijovski y ha urdido una segunda conspiración kornilovista.

¿Quién ha de hacerse cargo del Poder?

Esto, ahora, no tiene importancia: que se haga cargo el Comité Militar Revolucionario u otra “institución" que declare que sólo entregará el Poder a los verdaderos representantes de los intereses del pueblo, de los intereses del ejército (inmediata propuesta de paz), de los intereses de los campesinos (inmediata toma de posesión de la tierra, abolición de la propiedad privada), de los intereses de los hambrientos.

Es necesario que todos los distritos, todos los regimientos, todas las fuerzas sean inmediatamente movilizadas y que envían sin demora delegaciones al Comité Militar Revolucionario, al CC del Partido Bolchevique, exigiendo insistentemente: no dejar en modo alguno el Poder en manos de Kerenski y Cía. hasta el 25; en modo alguno. Es menester que la cosa se decida a todo trance esta tarde o esta noche

La historia no perdonará ninguna dilación a los revolucionarios que hoy pueden triunfar (y que triunfarán hoy con toda seguridad) y que mañana correrán el riesgo de perder mucho, tal vez de perderlo todo.

Si hoy nos adueñamos del Poder, no nos adueñamos de él contra los Soviets, sino para ellos.

La toma del Poder debe ser obra de la insurrección; su meta política se verá clara después de que hayamos tomado el Poder.

Aguardar a la votación incierta del 25 de octubre sería echarlo todo a perder, sería un puro formalismo; el pueblo tiene el derecho y el deber de decidir estas cuestiones no mediante votación, sino por la fuerza; tiene, en momentos críticos de la revolución, el derecho y el deber de enseñar el camino a sus representantes, incluso a sus mejores representantes, sin detenerse a esperar por ellos.

Así lo ha demostrado la historia de todas las revoluciones, y los revolucionarios cometerían el mayor de los crímenes, si dejasen pasar el momento, sabiendo que de ellos depende la salvación de la revolución, la propuesta de paz, la salvación de Petrogrado, la salida del hambre, la entrega de la tierra a los campesinos.

El gobierno vacila. ¡Hay que acabar con él, cueste lo que cueste!

Demorar la acción equivaldría a la muerte.

Escrito el 24 de octubre (6 de noviembre) de 1917. Publicado por vez primera en 1924.

  1. I. Lenin. Obras Completas, 5a ed. en ruso, t. 34, págs. 435-436.

III.- ¡A los ciudadanos de Rusia!

El Gobierno Provisional ha sido depuesto. El Poder del Estado ha pasado a manos del Comité Militar Revolucionario, que es un órgano del Soviet de diputados obreros y soldados de Petrogrado y se encuentra al frente del proletariado y de la guarnición de la capital.

Los objetivos por los que ha luchado el pueblo -la propuesta inmediata de una paz democrática, la supresión de la propiedad agraria de los terratenientes, el control obrero de la producción y la constitución de un Gobierno Soviético- están asegurados.

¡Viva la revolución de los obreros, soldados y campesinos!

El Comité Militar Revolucionario del Soviet de diputados obreros y soldados de Petrogrado

25 de octubre de 1917, 10 de la mañana.

Rabochi y Soldat, núm. 8, 25 de octubre (7 de noviembre) de 1917.

  1. I. Lenin. Obras Completas. 5a ed. en ruso, t. 35, pag. 1.

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