Historia


(Fragmentos del capítulo XXXV de la biografía de Stalin, escrita por el historiador francés Jean Jacques Marie)

El sábado 28 de febrero de 1953, Lavrenti Beria, Gueorgui Malenkov, Nikolai Bulganin y Nikita Jruschov se reúnen por la noche en la villa de Kuntsevo. Los cinco cenan tranquilamente y los invitados se marchan a las 5 de la mañana. Stalin se muestra de un humor excelente, bromea y luego se va a dormir.

(…) Llega el mediodía del domingo 1 de marzo; el Jefe, que suele despertarse entre las 10 h y las 11 h, no ha dado aún señales de vida. Y aquel día, la fiel Istomina está ausente y no volverá hasta las 2 de la mañana. Pasan las horas y crece la inquietud de los guardias. Por fin, a las 18 h 30, se enciende la luz en el despacho y en el comedor, pero Stalin no aparece. No obstante, nadie puede penetrar en su apartamento a no ser que haya sido invitado. Hacia las 23 h, uno de los miembros del personal se decide a entrar. Según las fuentes, se trató de la anciana sirvienta Matrena Butusova o del capitán Lozgatchev, el encargado de llevar el correo del Kremlin. Uno de los dos descubre a Stalin caído en el suelo, inclinado sobre el brazo doblado, consciente, pero incapaz de hablar.

(…) A partir del descubrimiento del cuerpo de Stalin, la guardia avisa a Ignatiev. Este, un viejo burócrata que no domina el aparato policial y al que Stalin ha amenazado con cortar la cabeza si no hacía confesar a los médicos, telefonea a Malenkov, que intenta ponerse en contacto con Beria. Inútil: Beria, al volver de no se sabe dónde, llama a las 00 h 30 al personal de Kuntsevo y les ordena no hablar con nadie de la enfermedad de Stalin ni de hacer llamadas telefónicas.

El día 1 de marzo acaba con un triunfo inútil para Stalin, en las ocho circunscripciones en las que se había presentado para las elecciones a los soviets locales. Había sido elegido con el 100% de los votos en el mismo instante en que dejaba la vida. A las 2 de la mañana del 2 de marzo llegan en coche a la villa los invitados de la noche anterior. Según Jruschov, al dirigirse al puesto de vigilancia se enteran de que Stalin ha tenido un ataque y se ha orinado encima, y deciden no entrar a verlo en tan penoso estado. Una delicadeza sorprendente. Según Lozgatchev y algunos otros, Beria y Malenkov pasaron al comedor donde yacía el enfermo. Malenkov, aterrado, se quita los zapatos, demasiado nuevos, que chirrían. Beria confunde con ronquidos los sordos lamentos de Stalin, le ve con aspecto tranquilo y riñe al intendente: «¿Qué haces sembrando el pánico? El patrón está durmiendo profundamente». Ante la insistencia del otro, le ordena callar: «No siembres el pánico, déjanos tranquilos. ¡No molestes al camarada Stalin! ¡Déjalo en paz!». Si los dos hombres entraron realmente, si en efecto vieron a Stalin tendido, inconsciente, en medio de un charco de orina, y salieron sin llamar a los médicos, lo habían dejado morir deliberadamente. Sin embargo, ¿por qué Jruschov lo ocultaría afirmando que ninguno de ellos había entrado en la villa? ¿Por qué proteger a Beria, al que mandará fusilar, o a Malenkov, al que apartará del poder?

En la madrugada del 2 de marzo, Jruschov llega a la villa anunciando la próxima visita de cinco médicos, que se presentan a las 7 y, con manos temblorosas, reconocen al paciente, que ha permanecido catorce horas sin atención médica después de sufrir una congestión cerebral.

(…) Convencidos de que Stalin está fuera de juego, los cuatro compadres se apresuran a tomar las primeras medidas para la sucesión. Ese 2 de marzo, a las 10 h 40 se reúnen brevemente en el Kremlin (sin Bulganin, que permanece de guardia cerca del moribundo) en el despacho de Stalin, con Vorochilov, Kaganovitch, Pervujin, Saburov, Chvernik (presidente del Soviet supremo), Chkiriatov, Mikoian y Molotov. Al cabo de veinte minutos, el grupo de los cuatro, unidos durante unos breves momentos por la sucesión, informan de sus decisiones al resto. Esta reunión marca la muerte política de Stalin; en efecto, no reúnen al Presidium del Comité Central de veinticinco miembros creado por Stalin ni al Buró restringido que había formado al día siguiente del congreso, y asocian a Mikoian y a Molotov, a los que Stalin había apartado.

Los médicos ponen todo su empeño: le aplican ocho sanguijuelas detrás de las orejas, le colocan una bolsa de hielo en la cabeza, le retiran la dentadura, le hacen beber un vaso de una disolución de sulfato de magnesio. Se turnan para vigilarlo. A lo largo del día 2 no se aprecia mejoría en el estado de salud del paciente. Por la noche, los dirigentes, que se habían reunido por la mañana, se reencuentran durante una hora en el despacho de Stalin, excepto Jruschov, que ha sustituido a Bulganin a la cabecera del enfermo. Preparan la disolución de los organismos que él había creado. Ignatiev, ministro de la Seguridad del Estado, responsable de la custodia de la villa de Stalin, no ha sido convocado a esta reunión ni a la de la mañana.

El 3 de marzo por la tarde, Malenkov pide a Svetlana (hija de Stalin) que acuda a Kuntsevo. Por supuesto, ella sospecha que ha ocurrido una desgracia. Jruschov y Bulganin la reciben entre lágrimas. En la villa, de ordinario silenciosa, reina una agitación desordenada. Alrededor del moribundo, los médicos parecen bailar un ballet aterrador. Vasili, ebrio como de costumbre, deambula por los pasillos gritando: «¡Lo han envenenado! ¡Lo han envenenado!». Unos especialistas, desconcertados ante el espectáculo, han llevado un enorme aparato de respiración artificial que no llega a usarse. «Todo el entorno, toda la casa, todo moría ya ante mis ojos», escribe Svetlana Alliluieva. Según ella, Beria «estaba extremadamente excitado» ante la perspectiva de acceder inmediatamente al poder.

(…) A las 6 h de la mañana del miércoles 4 de marzo, Radio Moscú interrumpe de golpe sus emisiones y a las 6 h 30 da lectura a un comunicado del Comité Central y del Consejo de ministros que anuncia la enfermedad de Stalin. Un primer parte médico indica que durante la noche del 1 de marzo ha sido víctima de un ataque que ha afectado a los centros vitales del cerebro, ha perdido el conocimiento y el uso de la palabra, sufre parálisis de la pierna y el brazo derechos y su corazón funciona irregularmente. El país retiene el aliento. En esa misma mañana hacen ir a Calina Tchesnokova, una joven médico militar, que siembra la confusión. Hace un electrocardiograma y pretende detectar un infarto de miocardio, en el que no habrían reparado las eminencias presentes. Los médicos, llenos de pánico ante la idea de que les puedan acusar de haber ocultado el auténtico diagnóstico, se apresuran a comprobarlo, se reúnen y rechazan unánimemente el imaginario infarto.

El jueves 5 de marzo a las 4 h 35, Radio Moscú da lectura a un segundo parte médico en el que comunica el retroceso en el estado de salud de Stalin. El editorial de Pravda del mismo día solamente menciona el nombre de un dirigente soviético, Malenkov. A las 6 h 30, un tercer parte médico indica fallos en el sistema cardiovascular y problemas respiratorios agudos. Por la mañana, el estado de Stalin se agrava bruscamente. La respiración es cada vez más irregular. A las 8 h, vomita un poco de sangre y luego es víctima de un colapso del que los médicos consiguen recuperarlo con grandes esfuerzos. A las 11 h, un electrocardiograma revela el fallo de una arteria coronaria. A las 11 h 30 se presentan nuevas convulsiones y vómitos, seguidos de otro colapso y abundante sudor.

(…) Al mismo tiempo, exactamente a las 20 h, se abre una sesión común extraordinaria del Comité Central, del Consejo de ministros y del Presidium del Soviet Supremo. Preside Jruschov e informa Malenkov junto a Beria. En cuarenta minutos la reunión adopta por unanimidad diecisiete decisiones, elaboradas previamente por el Buró del Presidium que reorganizan el aparato dirigente del Estado y del Partido. La mayor parte de ellas anulan las decisiones tomadas por Stalin durante los meses precedentes: Malenkov recibe el nombramiento de presidente del Consejo de ministros; cuenta con cuatro vicepresidentes, Beria, Molotov, Bulganin y Kaganovitch; desaparece el Buró del Presidium del Comité Central; el Presidium de veinticinco miembros titulares queda reducido a once (entre ellos Stalin más Molotov y Mikoian, a los que el Jefe había apartado); se refunde completamente el Secretariado del Comité Central y, bajo la dirección de Beria, se fusionan los Ministerios de la Seguridad y de Interior. Todas esas medidas tienden a apartar a los recién promocionados por Stalin y a reponer en sus puestos a los antiguos que él había alejado: se trata de un mini golpe de Estado. Por último, la asamblea confía a una comisión compuesta por Beria, Malenkov y Jruschov la tarea de proceder a clasificar los papeles y los archivos de Stalin. La sesión termina a las 20 h 40. No hay preguntas. El voto es unánime. Han bastado cuarenta minutos para echar por tierra el edificio institucional que Stalin construyera a lo largo de los meses anteriores. Mientras tanto, el Guía agoniza...

A las 21 h 10, el rostro de Stalin adquiere un color violáceo, se producen unos sordos estertores y le inunda el sudor. El balón de oxígeno no le ayuda a mejorar. Los médicos intentan los masajes al corazón y la respiración boca a boca. Sin resultado. A las 21 h 40, le inyectan alcanfor, adrenalina y le practican la respiración artificial. Ante la mirada de un Jruschov atónito, un gigante amasa literalmente al moribundo con sus enormes manos. De repente, Stalin abre los ojos, dirige una mirada furiosa y terrible a los rostros inclinados sobre él, alza el brazo izquierdo hacia el techo, se ahoga y muere. Son las 21 h 50.

(…) Transportan el cadáver embalsamado para exponerlo en la sala de las Columnas, allí donde habían tenido lugar los tres procesos de Moscú. El ataúd queda situado sobre un pedestal; coronas de flores ocultan los famosos botines desgastados. En la cabecera, una débil luz lateral deja en penumbra el rostro picado de varicela y de unas pequeñas manchas rojizas. Jruschov se acerca a echar una mirada. La fiesta puede empezar. Los miembros del gobierno y del Presidium vienen a dar su adiós al difunto, y luego, a las 16 h, se abren las puertas al público, agolpado por cientos de miles en las calles adyacentes.

(…) ¿Hubo un complot contra Stalin? Esa es la tesis de su antiguo guardia de corps, Rybin, cuya capacidad de análisis es inversamente proporcional a la adoración que siente por su antiguo amo. Es también la del folletista Avtorjanov y del historiador ruso Antonov-Ovseenko. Según este último, las masivas detenciones de médicos en noviembre de 1952 habían privado a Stalin, enfermo, de una atención médica seria. La destitución de Poskrebychev, la detención de Vlasik y de su criado, convicto de espionaje, la inesperada muerte, a mediados de febrero, del comandante del Kremlin, Konsykin, le habían dejado aislado. Sin embargo, todas esas medidas se habían tomado con su aquiescencia, cuando no bajo sus órdenes. Año y medio antes, su médico, Vinogradov, al constatar el estado de las arterias de aquel gran fumador y gran bebedor, le había aconsejado suprimir toda actividad política so pena de pagar las consecuencias. Stalin había mandado a la cárcel al autor del diagnóstico y había dejado de fumar, pero demasiado tarde.

El viernes 7 de marzo de 1953, Jacques Duelos, en Gennevilliers, en medio de un prolongado sollozo, anuncia a un enlutado auditorio de militantes huérfanos que «el camarada Stalin ha muerto», pero les jura que el estalinismo es inmortal. No obstante, la Historia es un cementerio de dioses olvidados. En 1940, Trotski recordaba que las innumerables estatuas de Nerón habían sido derribadas y destrozadas al día siguiente de su suicidio forzado, y predecía la misma suerte a las del secretario general. La realidad confirmaría muy pronto esta profecía.