Marcelo Colussi

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El domingo 6 de noviembre dos países centroamericanos eligieron presidente: Nicaragua y Guatemala. Toda la región de América Central, tradicional bastión de las dictaduras militares a lo largo del siglo XX, vive hoy en democracia. Lo de ayer, con elecciones limpias y transparentes, fue una ratificación de la nueva situación.

Dicho esto –quizá como encabezado de una noticia– hasta podríamos estar tentados de alegrarnos y creer que en la región las cosas, después de todo, no van tan mal. Pero vamos a hacer de aguafiestas. O si se prefiere: de abogado del diablo. ¿Se viven democracias? Interrogación que nos lleva a una pregunta más de fondo aún: ¿de qué hablamos cuando decimos “democracia”?

Desde ya queda claro que la presente no pretende ser una nota periodística, pasando datos rigurosos que representan la realidad, basados en estrictas estadísticas objetivas. Por el contario, justamente para demoler el prejuicio allí implícito, empecemos por decir que hay tres tipos de mentiras: las piadosas, las culposas… y las estadísticas. Ayer hubo dos elecciones presidenciales. ¿Tiene eso que ver realmente con la democracia? La información periodística superficial nos dará “datos” diciéndonos que con amplia participación popular se vivió una “fiesta cívica”. De lo que se trata, es interpretar esas cifras, leer entre líneas esas estadísticas.

Hace aproximadamente un cuarto de siglo que Centroamérica dejó atrás las sangrientas dictaduras militares. Ahora los pueblos de la región, al menos es lo que se dice oficialmente, eligen a sus mandatarios. Cada cuatro o cinco años la población ejerce su mandato soberano y fija los destinos de sus naciones… ¡Qué lindo si fuera cierto!

Hoy por hoy hay pocas palabras –quizá ninguna otra– tan manoseadas como “democracia”. En su nombre se puede hacer prácticamente cualquier cosa: matar, invadir países, engañar, manipular. Por tan elástico y maleable, el concepto se presta a las más variadas y antojadizas interpretaciones. Por ejemplo, para salvar la democracia, en Honduras (que también es parte de Centroamérica) hace un par de años se depuso al presidente democráticamente electo Manuel Zelaya en un operativo militar muy bien planeado sin que se llegase a hablar de golpe de Estado. Y otro tanto sucedió en Haití con el presidente electo democráticamente, Jean-Bertrand Aristide, enviándolo en un avión por la noche en un operativo secreto al África. ¿No fue también en nombre de la democracia que se le dio un golpe de Estado al presidente Hugo Chávez en Venezuela en el año 2002, presuntamente para salvar la democracia? (golpe que por la reacción popular finalmente no prosperó). En otras latitudes, por ejemplo en el mundo árabe, últimamente asistimos a procesos no muy distintos: en nombre de la democracia potencias occidentales invadieron (porque no otra cosa fue eso) territorios soberanos ayudando a deponer mandatarios (territorios, no está de más recordar, cargados de petróleo).

Como vemos, entonces, esto de la democracia es algo muy complejo, complicado, enrevesado. Es, en otros términos, sinónimo de la reflexión sobre el poder y el ejercicio de la política. Para ser cautos no podríamos, en términos rigurosos, ponderarla como “lo bueno” sin más, contrapuesta –maniqueamente, por supuesto– a “lo malo”. Siendo prudentes en esta afirmación puede citarse a un erudito en estos estudios, Norberto Bobbio, que con objetividad dirá que “el problema de la democracia, de sus características y de su prestigio (o de la falta de prestigio) es, como se ve, tan antiguo como la propia reflexión sobre las cosas de la política, y ha sido repropuesto y reformulado en todas las épocas”[1]. Por tanto, ¿por qué se presenta automáticamente como una buena noticia la vuelta de las democracias en este último cuarto de siglo en toda Latinoamérica, o más aún, en la región centroamericana?

Es obvio que si democracia se opone a autoritarismo, la vida en regímenes dictatoriales torna la cotidianeidad mucho más dura. En ese sentido, sin ningún lugar a dudas vivir bajo una dictadura donde no existen garantías constitucionales mínimas, donde cualquiera puede ser secuestrado por las fuerzas de seguridad del Estado, torturado, asesinado con la más completa impunidad, es un atropello flagrante, un calvario. Las democracias actuales de la región centroamericana ya superaron esas “atrocidades” de las décadas pasadas. Hoy día, en los países del istmo, aunque persista la pobreza crónica, se puede expresar libremente lo que uno quiera. Y eso –al menos es el discurso oficial dominante– no tiene comparación. Lo cual, por supuesto que es cierto: morirse de hambre, aunque sea escandaloso, no es lo mismo que morir en una cárcel clandestina de una dictadura.

Pero en ese sentido no está de más recordar una muy pormenorizada investigación desarrollada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en el 2004[2] en países de América Latina donde se destacaba que el 54.7 % de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica. Aunque eso conllevó la consternación de más de algún politólogo, incluido el por ese entonces Secretario General de Naciones Unidas, Kofi Annan (la solución para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente enraizada democracia”), ello debe abrir un debate genuino sobre el porqué la gente lo expresa así.

La gente de estos dos países centroamericanos votó el día domingo por algún candidato, pero eso lejos está de ser una solución de sus problemas históricos. Por supuesto que hay diferencia entre los dos mandatarios electos: un guerrillero que se enmontañó en nombre de sus ideales revolucionarios y que hoy se presenta como candidato presidencial, siendo ya, de hecho, el actual presidente (Nicaragua), y un militar que tomó parte de la guerra contrainsurgente contra las guerrillas de décadas atrás, hoy día retirado ya de la institución castrense y devenido político profesional (Guatemala). Sin dudas también que hay motivaciones distintas en la población que los votó: la continuación de políticas sociales (asistenciales) que palien un poco la situación de pobreza crónica que vive el 45% de la población –menos de 2 dólares diarios de ingreso– (Nicaragua) o la esperanza de la erradicación de la delincuencia abierta que convierte a ese país en uno de los más violentos de toda la región y del mundo (Guatemala).

Ahora bien: ¿qué decidió la gente con su voto este domingo? Inmediatamente nos apuramos a aclarar que este intento de análisis lejos está de negar las bondades de un sistema democrático. Lo que sí buscamos, adoptando esa posición de “abogados del diablo” que mencionábamos más arriba, es problematizar esa idea casi infantil de democracia con la que se nos machaca continuamente. ¿Qué eligen los votantes? En realidad, en muy buena medida no hacen sino “comprar un producto”, dicho en términos mercadológicos. Eso son básicamente estos espectáculos: ferias de políticos profesionales, ofertas muy bien presentadas que cada cierto tiempo “promocionan” a un candidato, no un proyecto político. Si algo hay en estos montajes es mercadeo; lo que falta es propuesta, discusión seria entre los representantes de cada propuesta ante el público “comprador”. Ya no digamos que falta debate y apropiación de esas ideas por parte de los votantes, porque eso ni remotamente entra en la lógica de los partidos políticos. La gente elige una marca de candidato así como lo hace con cualquier otra mercadería que la publicidad ofrece: una pasta dental, una gaseosa o una ropa interior. ¿Es eso la democracia entonces?

En toda la región centroamericana ya llevamos varios años de gobiernos democráticos y de “paz” (o sin enfrentamientos armados, para ser más precisos), habiéndose sucedido en este cuarto de siglo varias administraciones en cada uno de sus países, incluso algunas con relativa orientación de centro-izquierda (Mauricio Funes en El Salvador, con el apoyo del otrora movimiento guerrillero FMLN, Daniel Ortega en Nicaragua en su actual período presidencial, renovado el 6 de noviembre, hasta inclusive podría decirse –quizá exagerando las cosas– que Álvaro Colon en Guatemala, con un gobierno si bien no de izquierda con algún talante social y con programas de asistencia a los más necesitados). Ahora bien: desde mediados del siglo pasado –para no irnos demasiado lejos en el análisis– época de dictadores y de la plenitud operativa de la estadounidense United Fruit Company como símbolo de estos “bananeros” países, en muchos casos con movimientos armados como reacciones a las paupérrimas condiciones de vida de las grandes mayorías, a la fecha, época de democracia y “resolución consensuada de conflictos”, para decirlo con un término actual, la situación vital de los centroamericanos no cambió básicamente. Es cierto que hoy a cualquier ciudadano del área se le facilitan las cosas para acceder a un teléfono celular, o a un Mc Donald’s. Pero, ¿representa eso una verdadera mejora? Y que vote regularmente cada cierto período de tiempo, ¿en qué medida le ha cambiado de raíz su vida?

Pasaron las elecciones este domingo; los candidatos, la prensa comercial, muchos de los analistas políticos podrán decir que se vivió un “gran fiesta cívica”, que “ganó la democracia”, que “ganó el país”. Apagados los reflectores de la televisión y los micrófonos de los todos los medios periodísticos vuelve la vida normal: los pobres y excluidos de Nicaragua y Guatemala, los subocupados y desocupados abiertos (siempre en índices de dos dígitos), los que no encuentran otra salida a sus penurias que enfilar como migrante indocumentado hacia Estados Unidos, aún a costa de arriesgar sus vidas, las cantidades crecientes de migrantes internos que atiborran las capitales, todos ellos, ¿ganaron con la democracia? Quienes financiaron las campañas seguramente ganaron, o empezarán a ganar cuando vayan a cobrar sus facturas. La población de a pie, ¿qué ganó?

Podría decirse que en Nicaragua, con un gobierno de corte ¿popular?, ¿populista?, ¿socialcristiano quizá?, la gran mayoría de población pobre y excluida espera encontrar algún bálsamo a su situación. Pero sólo eso: un bálsamo, algún beneficio asistencialista a su precaria situación de vida, lo cual, evidentemente, ya es mucho. Lejos quedaron los días de Revolución Popular Sandinista concebida desde las bases, hechas con las armas en la mano y donde su vanguardia, el FSLN, según palabras de uno de sus fundadores, Carlos Fonseca, estaba inspirado por el ideal justiciero de Carlos Marx, Augusto César Sandino y Ernesto Che Guevara, ideal de liberación nacional y socialismo, ideal de soberanía, tierra y trabajo, ideal de justicia y libertad”. Sin dudas la población nicaragüense que masivamente votó a Daniel Ortega el pasado domingo –hoy un próspero empresario que se estrecha la mano con la jerarquía de la curia católica– algo ganó: la promesa que los planes de ayuda social continuarán. Lo cual evidencia el estado de precariedad en que vive: si se necesita continuar con los bálsamos, eso lo dice todo.

¿Qué ganó la población guatemalteca que masivamente votó por Otto Pérez Molina? Pese a vivir en su 51% por debajo del límite de pobreza, teniendo el primer lugar en Latinoamérica y el sexto a nivel mundial en desnutrición crónica (UNICEF, 2011), el fantasma de la violencia por la inseguridad ciudadana pudo más que nada, y la promesa de “mano dura” del general retirado la cautivó. En ese sentido, ganó la sensación que ahora se terminará el suplicio de la criminalidad que, como dicen insistentemente los medios de comunicación, “tiene de rodillas a la población”. Es importante no dejar de remarcar que según datos oficiales[3], si bien la tasa de homicidios por hechos violentos ronda las 15 muertes diarias (lo cual espera la población que descienda con las promesas de “mano dura”), la cantidad de muertes por desnutrición se ubica en las 18 diarias. ¿Cambiará eso? Además, la ola delincuencial que barre al país centroamericano es en muy buena medida producto de la exclusión socioeconómica y política estructural que fuerza a mucha gente (jóvenes fundamentalmente) a caer en conductas reñidas con la ley al no encontrar otras salidas. Valga agregar que ninguna propuesta de “mano dura”, de endurecimiento militar contra el crimen, logra terminar con ese síntoma visible si no se atacan a profundidad las causas generadoras de la exclusión. Por más que se militarice enteramente la sociedad, los ladrones callejeros de teléfonos celulares o de billeteras es muy probable que continúen, en tanto 51% de la gente no tenga con qué vivir.

Ya es costumbre inveterada, al menos desde los discursos dominantes que fijan las líneas de pensamiento que el ciudadano de a pie luego repite, saludar emocionados las justas electorales. En sí mismas, por supuesto, no son una mala noticia. Pero ¿por qué son tan buenas? ¿Qué mito se esconde ahí? Como decíamos al principio, la idea de “democracia” que subyace en ese prejuicio es que la misma intrínsecamente es “buena”. Esto está indicando una situación política que, vista desde el campo popular, resulta bastante patética, desmotivante, casi desesperanzadora: en estas últimas décadas, tanto a nivel de la región de la que aquí hablamos como a nivel mundial, los sectores populares han perdido mucho terreno. Se ha retrocedido en la situación económico-social perdiéndose conquistas laborales históricas; y también se ha retrocedido en términos políticos. Hoy ya no se habla de cambio social, mucho menos de revolución (para muestra, lo que sucede en Nicaragua y lo que evidencia quien fuera un líder guerrillero): el discurso político se ha tornado aguado, “light”, no comprometido con ningún cambio real, aunque se hable hasta el hartazgo de “cambio” (“cambiar algo para que nada cambie”, enseñó Giuseppe Tomasi di Lampedusa).

El centro de la política cada vez se vuelca más hacia la derecha; por eso levantar programas sociales aún sean asistenciales ya es “subversivo” para las fuerzas conservadoras. Véase al respecto lo que se vivió en Guatemala con Álvaro Colon y su ex esposa Sandra Torres, por ejemplo, que casi le cuesta un golpe de Estado porque los sectores tradicionales de derecha ya lo veían como un “comunista”, o los coqueteos de Manuel Zelaya en Honduras con la empresa Petrocaribe, que efectivamente le valieron una operación siniestra que lo alejó de la casa de gobierno.

En estas últimas décadas con la aparición de los planes neoliberales (léase: capitalismo salvaje), y con la reducción al extremo de los Estados nacionales, se ha retrocedido en términos políticos, económicos y sociales tanto y a tal nivel, que presentar una propuesta de continuidad democrática puede parecer ya todo un logro “progresista”. En la década del 70 del siglo pasado, con el auge de luchas populares y revolucionarias en todo el continente, hablar de “democracia” era casi contrario a proyecto de cambio. “Democracia”, en aquel contexto, se correspondía con continuismo, con gobierno de los grandes capitales (locales y/o extranjeros) manipulando a las masas, a las mayorías populares. Era, en definitiva, una palabra contraria a la idea de avance social. Hoy, con miles y miles de muertos a nuestras espaldas y pesando sobre nuestra memoria colectiva, “democracia” pasó a ser casi una palabra mágica. A tal punto que, por ejemplo, en Argentina el otrora presidente Raúl Alfonsín la utilizaba promocionando sus bondades, y asegurando que con ella no sólo se votaba cada tanto tiempo sino que también “se comía, se educaba y se curaba”. Lo trágico del asunto es que con la vuelta de la democracia en el país sureño, luego de años de dictaduras, nunca se llegó a niveles de precariedad tan grande. Y en el histórico país de las vacas, aún viviendo en democracia, se llegó a la patética situación de pobladores desesperados que terminaron por comerse animales de parques zoológicos, pues la hambruna hacía estragos.

En Centroamérica desde hace ya años se vota regularmente, y aunque ayer en Guatemala ganó un militar retirado, los gobiernos no dejan de ser civiles, como también lo será el del general Pérez Molina. Los ejércitos, por ahora, no toman participación política en la vida de los países del área, a no ser que se necesiten sus “servicios especiales”, como pasó en el año 2009 en Honduras.

Si bien es cierto que una persona de origen maya (Rigoberta Menchú) ya se ha presentado dos veces como candidata en estas justas electorales contra toda la tradición de exclusión étnica que sobrellevan los pueblos mayas; si bien es cierto que la futura vicepresidenta de ese país será una mujer (Roxana Baldetti) y que en las elecciones del domingo fueron mujeres las que más votaron, más que los varones, contra toda una tradición de machismo y exclusión femenina; si bien es cierto que la izquierda no está proscripta como en otros tiempos, siendo legal, y en el caso de Nicaragua (al menos para muchos que así lo interpretan) ganó el poder ejecutivo, la pregunta de base continúa: ¿es esto democracia? ¿Comerán, estudiarán y se curarán los centroamericanos con estos sistemas políticos, con la democracia? Si ello no sucede, ¿está el problema en que la población no sabe elegir bien a sus mandatarios?

Los informes de los organismos financieros internacionales, nada sospechosos de “revolucionarios” ni “socialistas” precisamente, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, revelan que la República Popular China ha sacado de la marginación a millones de personas en los últimos años sin que sus reformas se apegaran a las recetas neoliberales en boga, pero más aún, con una organización política abominada por las democracias occidentales en la que brillan por su ausencia todas las libertades esgrimidas como logros democráticos, sin elecciones periódicas ni rutilantes campañas donde se mercadean candidatos, tal como lo acabamos de ver en Centroamérica repitiendo los esquemas de otras potencias del Norte. Citando a Luis Méndez Asensio: “El ejemplo chino nos incita a una de las preguntas clave de nuestro tiempo: ¿es la democracia sinónimo de desarrollo? Mucho me temo que la respuesta habrá que encontrarla en otra galaxia. Porque lo que reflejan los números macroeconómicos, a los que son tan adictos los neoliberales, es que el gigante asiático ha conseguido abatir los parámetros de pobreza sin recurrir a las urnas, sin hacer gala de las libertades, sin amnistiar al prójimo”.[4]

Hablar de libertades en el mundo occidental puede ser problemático, paradójico, contradictorio. ¿Es libre quien se muere de hambre, aunque pueda despotricar contra sus patrones o contra el gobierno y no lo metan preso por ello? ¿Es libre quien puede elegir qué comer… aunque no tenga con qué comprar lo mínimo elemental? ¿Es libre quien puede acudir a un lujoso centro comercial rebosante de mercaderías aunque no pueda comprar ninguna? ¿Es libre quien, si lo deseara, puede comprar una Ferrari último modelo en el momento que lo desee? Democracia en cuanto “gobierno del pueblo”, sí. Pero, ¿de qué estamos hablando en Centroamérica?

Que sigan las elecciones, por supuesto, pero que también llegue la justicia social porque, de lo contrario, no salimos del show vacío, y el saqueo de zoológicos, como en Argentina, será una realidad en Centroamérica.



[1] Bobbio, Norberto et alia. “Diccionario de Política”. México, 2007. Siglo XXI Editores. Tomo I

[2] PNUD. “La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos”. Buenos Aires, 2004. PNUD.

[3] Procuraduría de los Derechos Humanos. Cuarto Informe del Procurador de los Derechos Humanos en seguimiento a la Política Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional del Gobierno de Guatemala. Guatemala, 2011.

[4] Méndez Asensio, Luis. “¿Cuánto vale la democracia?”

Tomado de Rebelión: http://www.rebelion.org/hemeroteca/economia/040503asensio.htm

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