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Por Angel Berlanga

Honduras amaneció convulsionada el domingo 28 de junio con algo que, está a la vista, no hay que dar por erradicado en Latinoamérica: un nuevo golpe de Estado. Un comando invadió la residencia del presidente Manuel Zelaya, lo secuestró y lo deportó a Costa Rica. El férreo y unánime rechazo internacional a los golpistas cívico-militares es novedoso, el modus operandi de los usurpadores es el tradicional: maquillajes legales, censura a los medios no alineados y rosca desde los medios del establishment, represión, detenciones, muertos. Allan McDonald, uno de los caricaturistas políticos más importantes del país, fue detenido en la noche siguiente a la de la usurpación. “Yo me encontraba en mi casa con mi pequeña hija, que tiene 17 meses –cuenta McDonald desde Tegucigalpa–. Habían cortado la luz y tenía la puerta abierta, para no estar totalmente a oscuras. De repente los vi llegar y entraron: en un primer momento me asustó la idea de que fueran delincuentes comunes, porque en esa situación las cosas se confunden. Sin embargo se identificaron, eran unos ocho militares, y me dijeron que los acompañara, con el argumento de que había violado el estado de sitio. Les dije que iría con ellos y que llevaría a mi nena; ellos querían que la dejara, pero no tenía con quién. En un momento me puse a buscar el biberón, se asustaron y empezaron a romper parte de mis trabajos.”

Con el corte de luz, la ciudad estaba a oscuras y por eso no pudo identificar el sitio al que lo llevaron: por la arquitectura, dice McDonald, le pareció un hotel. “Seríamos unas cien personas, no supe con quiénes estaba –cuenta–. Había estudiantes, periodistas, dirigentes campesinos, obreros; había allí, además, un diplomático venezolano que tenía un teléfono desde el que alertamos al mundo de nuestra situación. La detención habrá durado unas cinco horas: no nos preguntaron nada, no nos dijeron nada, pero las miradas policiales advertían claramente qué camino debíamos tomar. En un momento nos subieron a un microbús en el que había mucha gente y dimos vueltas hasta que amaneció. Luego nos dejaron en el centro de Tegucigalpa.”

¿Cómo perfilarías tu estilo de trabajo, tus intereses y tus temas?

–Me inicié en este oficio hace 24 años, tenía 11 cuando empecé. Sé desde chico que la desgracia del pobre en este país no sólo es serlo, sino parecerlo: la línea que separa la pobreza de la riqueza está muy bien marcada en Honduras. Todo acá es dual, todo tiene un nombre de prestigio y una imitación: tiendas de ropa exclusiva y de ropa usada, unos malls para ricos y otros para pobres, casas de venta de ropa para mascotas y chicos que duermen en la acera, delante de esa vidriera, Coca Cola y Big Cola –un refresco que vale la mitad–, Nike y Naik. Mi caricatura tenía que enfocar en la línea cínica que separa los dos mundos, en eso me enfoqué. Hoy trabajo en un diario de clase alta, de derecha radical, que promovió la salida de Zelaya; sin embargo, hasta ahora respetaban mis caricaturas.

Desde hace diez días, cuenta, El Heraldo censura sus trabajos. Y sin embargo, dice, no lo echan. “Yo sé cuáles son sus posturas, pero sigo enviando mis caricaturas con las ideas del caso”, dice. “No sé cuánto tiempo seguirá así la situación”, explica; McDonald está a la espera de un pasaporte para irse del país. “Me angustia esto, la verdad es que no he salido de mi casa más que para buscar comida –cuenta–. Porque además, el que está al frente de esta movida es Billy Joya, un hombre cuestionado por fundar los escuadrones de la muerte.”

¿Cómo está la situación con la censura en Honduras? ¿Hay medios en este momento que puedan pronunciarse a favor de la restitución de Zelaya?

–Ni los periodistas amigos de Zelaya, que tenía muchos, hablan de que vuelva. Todos los diarios, las radios y la televisión están contra Zelaya. La resistencia está, fundamentalmente, en las manifestaciones en las calles. En cuanto a los caricaturistas, la mayoría aquí es de derecha, y hace lo que sus medios les obligan.

¿Cuál es el grado de movilización allí?

–Es impresionante: la gente sale a la calle sin pensar en las balas. Debo ser honesto: los ricos han organizado marchas multitudinarias, como nunca. Pero claro, han obligado a ir a los empleados de sus comercios, a sus empleadas domésticas. En las marchas a favor de Zelaya hay olor a tierra, a sudor, ves gente sumamente pobre. Y en las otras ves gente prolija, con camisas blancas, cantando el Himno a la Alegría y el “Color esperanza” del Diego Torres. Rostros perfectos, miradas azules, cejas árabes, acentos bilingües, de educación en escuela exclusiva. Uno de los jóvenes que mataron, Isis Obed Murillo, vivía en una aldea y en su casa no había ni para comprar el ataúd. Eso indica que a Honduras le nació la conciencia del golpe.

McDonald se queja de la unidireccionalidad cultural de su país. “La mayoría sólo ve televisión y apenas lee, el fútbol es un dios en Honduras –explica–. Y entonces, cuando uno dice que la vida de un caricaturista está en peligro, se ríen: ‘¿Quién va a querer matar a alguien que hace pichingos?’, dicen sarcásticamente. Es decepcionante. Ni los artistas plásticos entienden una imagen política”. En contrapartida, caricaturistas de todo el mundo se solidarizaron con su situación e hicieron una serie de trabajos sobre su detención y el golpe. “Quiero decirte que los ricos odian a Zelaya –concluye–. Más por su forma de ser que por sus posturas. Detestan que use bigote y sombrero, o que ande a caballo. Odian con locura verlo comer en el mercado con las manos. O que invite a la etnia más miserable del país, los tolupanes, a que se fueran a sentar en los muebles de lujo de la presidencial. Odiaron que se lleve con los feos y miserables. Por eso lo echaron.”

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