Por Olmedo Beluche

En un país de cuyo nombre todos nos acordamos, no ha mucho tiempo que hubo unas elecciones en las que muchos simplistas, más simples que Sancho Panza, creyeron  que votando por los candidatos millonarios tendrían un gobierno honesto pues, supuestamente, “un rico para qué va a robar, si ya lo tiene todo”. Bueno, en realidad en esas elecciones todos los candidatos eran millonarios, aunque unos lo eran más que otros. Pero muchos creyeron sinceramente que era mejor elegir a los millonarios de siempre que a los arribistas o nuevos millonarios. No había pasado mucho tiempo desde aquel aparente dichoso día “cívico” cuando la ciudadanía espantada ve salir pus por todos lados del cuerpo putrefacto y corrupto del Estado, y que aquellos a quienes se les había autorizado a sólo meter las patas (traseras), están metiendo las cuatro.

No vamos a hablar de licitaciones amañadas, ni de contrataciones directas, ni del regalo a ICA por el Corredor Sur, ni de las preferencias por Odebrecht (a la que llamaban “coimera” cuando eran oposición los actuales gobernantes), ni de obras faraónicas, ni del endeudamiento exagerado que ya nos traerá bastantes cefaleas. No. Vamos a focalizarnos en una institución recién creada, con el argumento de resolver una de las mayores injusticias sociales del país, y que ha sido la fuente de los escándalos más increíbles, que ni a la imaginación de un García Márquez hubiera podido novelar: la Autoridad Nacional de Tierras (ANATI).

Ya las alarmas habían empezado a sonar hacía meses, cuando algunos altos funcionarios recibieron por la vía del “fast track”, a precios de regalo, sus títulos sobre algunas hectáreas considerables, mientras decenas de miles de pequeños campesinos aún esperan pacientemente el reconocimiento de sus derechos sobre tierras que han trabajado por generaciones. En pocos meses se emitieron 80 títulos, de gente adinerada o políticos oficialistas, mientras 4,000 familias esperan su turno.

Todo fue “legal”, se hizo “justicia”, respondieron los jefes de la ANATI, con el apoyo del gabinete en pleno, ante los cuestionamientos de los medios. Pero como ya se sabe, estamos en el continente de lo “real maravilloso”, y un buen día se filtró la noticia de que también se había hecho “justicia” a un humilde florista que usufructuaba un terrenito ubicado en pleno corazón de los más granado de Paitilla, frente al mar, rodeado de hermosos rascacielos, en el único pedacito libre donde termina el otrora “malecón”, hoy llamado “Cinta Costera”. Suerte de florista.

Parece que el hombre era florista, pero no tonto, porque en menos de veinticuatro horas traspasó a una sociedad anónima sus otrora “derechos posesorios” devenidos en “títulos de propiedad”. Según los funcionarios de esa institución, se había hecho un acto de profunda justicia social al entregar, de manera completamente gratuita al “florista” un terreno cuyo valor catastral oscila entre 11 y 40 millones de dólares. Si de algo sabe un “gobierno empresarial” es cómo se hacen los buenos negocios, porque resultó que la sociedad anónima parecía relacionada con un bufete de abogados perteneciente a dos prominentes multimillonarios, quienes por obra y gracia de Dios son, a un mismo tiempo, miembros del “opositor” PRD  y amigos y socios del señor presidente.

Ya se entiende por qué la creación de la ANATI y la definición de bajo qué paraguas institucional quedaba, Ministerio de Economía o de la Presidencia, fue el primer conflicto serio entre el ministro panameñista, Alberto Vallarino, y el de Cambio Democrático, Papadimitriu. Mucho antes que el tema de la “segunda vuelta”, ésta fue la primera crisis de la “Alianza”. Después de todo, decían las abuelas que: “el que reparte y reparte…”. Y este tema, se dice, fue el que en verdad llevó a la ruptura definitiva, aunque el vicepresidente Varela no quiere dar los detalles. En respuesta al malogrado asunto del florista, Martinelli les enrostró a sus ex aliados otro negocito sobre un terreno en Chilibre comprado por el Estado a más del doble de su valor para construir un hospital.

Gracias a la ANATI y a la “política social” de este gobierno empiezan a aparecer como hongos felices propietarios de tierras por todo el país, algunos reclamando pedazos de reservas naturales, otros a quienes pobres miserables les habían “usurpado” su propiedad por décadas y que ahora con la ley y la policía en las manos les están echando, en Bocas del Toro o en María Chiquita, hermosa playa colonense. La verdad es que la ANATI y su antecesora, la ley de tierras junto a playas e islas, dictada por el gobierno de Martín Torrijos, no tienen como finalidad resolver el problema de las 132,446 explotaciones agropecuarias sin títulos (56% del total, según el Censo de 2001).

Contrario a lo que alega el Sr. Surse Pierpoint (La Prensa 26/9/2011), y los alucinados de la Fundación Libertad,  los actos de la ANATI no obedecen a una conspiración “comunista” (¿del gobierno empresarial?), sino a un objetivo bien capitalista: apropiarse en beneficio privado de todas las áreas costeras del país. Pruebas al canto revisar la lista de ilustres empresarios beneficiados por la ANATI, desde el gerente de COPA al de CUSA.

Lo que menos le interesa a los empresarios metidos a políticos, oficialistas y “opositores”, es el problema del agro panameño, que ha perdido un tercio de la tierra cultivable, en menos de diez años, por falta de apoyo a los productores. El modelo de acumulación que han diseñado no tiene el desarrollo agrícola como puntal, sino un esquema de especulación inmobiliaria y turismo de gran poder adquisitivo.

Históricamente en Panamá los capitalistas no han tenido como fuente de riqueza la producción agroindustrial, salvo excepciones como el azúcar, el banano o el café. Los empresarios panameños se han dedicado al comercio o al rentismo, incluso a la depredación de la propiedad pública como fuente de acumulación. Con la construcción del Canal se hicieron casatenientes, es decir, vivir del alquiler de los cuartos “de la gente pobre” (como decía el poeta). Ahora en plena globalización neoliberal, han procedido a vender a capitales extranjeros las pocas fábricas que había, dedicándose a vivir de los depósitos a plazo fijo, la especulación financiera y al negocio inmobiliario para extranjeros pudientes, a través de los rascacielos que nos ocultan la Bahía de Panamá, o de casas de veraneo y hoteles en todas nuestras costas. Esas son las tierras que quieren titular, no la de los pobres campesinos.

El dilema agrícola en América Latina data de la época colonial y el despojo de miles de hectáreas de tierra que sufrieron las poblaciones indígenas a manos de los encomenderos. El resultado ha sido una maldición de doble sentido que nos clava en el subdesarrollo: el binomio latifundio-minifundio, según estableció Celso Furtado en un famoso estudio de la década de 1960. Furtado probó con números en la mano que tanto el latifundio como el minifundio son improductivos  y condenan a la ineficiencia al sector agrícola y pecuario. Los primeros porque la mera posesión de tierras, más que su productividad,  eran símbolo de status social en las mentes medievales de las oligarquías criollas. Los otros porque su pequeñez les impide competir en el mercado y tener acceso al crédito y la mecanización.

Omar Jaén Suárez, data la consolidación del latifundio en Panamá en lo que el denomina “el siglo XVIII panameño”, momento en que se cierran las Ferias de Portobelo y la economía comercial del Istmo decae hasta la extensión, forzando a prominentes familias a trasladarse hacia Coclé, Veraguas y Chiriquí, para vivir en haciendas ganaderas. Stanley Heckadon ha demostrado cómo ese esquema ganadero, una hectárea por cada vaca, no sólo es ineficiente, sino que forzó a la destrucción de nuestros bosques, en una lógica infernal en que el campesino pobre es expulsado de sus tierras por los ganaderos, forzado a talar y quemar sobre terrenos boscosos, ampliando la frontera agrícola con el método de la roza, que en poco tiempo hace improductiva la tierra, para venderla o cederla nuevamente a los ganaderos y seguir más allá en el monte en busca de su sobrevivencia, o emigrar a la ciudad.

En nuestro país, como en casi toda Latinoamérica, los únicos que han poseído títulos de propiedad sobre la tierra han sido los ricachones terratenientes. El actual sistema binario, de “títulos de propiedad” para los ricos y “títulos posesorios” para los pobres, surgió en la década de 1960, como una iniciativa impulsada desde Estados Unidos por la Alianza para el Progreso, como una respuesta a la Revolución Cubana, procurando evitar sublevaciones campesinas que derivaran en revoluciones socialistas. Entonces se procedió a una especie de engaño, darle títulos al campesino pobre sobre la tierra en que vivía y trabajaba, pero un título devaluado, el llamado “titulo posesorio” que otorga Reforma Agraria, que no tiene valor de mercado y contra el cual no puede acceder al crédito. De esta forma se aplacaba la sed de tierra del campesino pobre con un papel, pero no se accede a la equidad jurídica, y se garantiza la paz espiritual de los oligarcas.

El pequeño campesino no pudiendo pasar de una economía de subsistencia, queda forzado a laborar estacional u ocasionalmente como peones con bajos salarios en las grandes fincas o en las agroindustrias como en la zafra del azúcar, del café u otras. El hecho es que nuestra agricultura, que nació deforme y enana, agoniza cada día. Ya en el Censo Agropecuario de 2001, cuyos datos deben ser escalofriantes en el de este año, se consignaba la decadencia de la producción: caída de la producción (respecto de 1991) de 19.4% en el maíz, 26% del frijol, 34% del tomate. Parece que ahora el arroz va por igual camino. Sólo a la caña de azúcar le va bien, no sólo por el guaro con que se ahogan las penas, sino por lo de los biocombustibles y su exportación a EE UU.

Con el país en manos de los dueños de supermercados, cada día importamos más alimentos en detrimento de la producción nacional. Con el Tratado de Libre Comercio (alias TPC), la agricultura se deteriorará más todavía, si cabe, gracias a que los productos agrícolas norteamericanos, subsidiados por su gobierno, entrarán libremente al mercado nacional.

La renuncia de los dos responsables de la ANATI sólo busca echarle tierra (expresión apropiada a este caso) al escándalo. No va a resolver el problema de fondo: la producción agrícola, la seguridad alimentaria, ni la vida de un millón de panameños que dependen del sector rural. Para resolver eso se requiere otro gobierno, que no responda a los intereses de los millonarios y que cambie el modelo económico del país. Mientras el florista y sus amigos cantan: “¡Vamos bien!”

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