Jean Jaures fue asesinado el 31 de Julio de 1914, tres dias antes del estallido de la Primera Guerra Mundial

Por León Trotsky

Kievskaïa Mysl, 1915

Han pasado tres años desde la muerte del más grande de los hombres de la Tercera República. El torrente furioso de los acontecimientos que se produjeron tras esta muerte no ha logrado oscurecer el recuerdo de Jaurès y sólo ha conseguido desviar parcialmente la atención de él. En la vida política francesa hay un gran vacío. Aún no han surgido los nuevos jefes del proletariado que reclama el carácter del nuevo período revolucionario. Los viejos no hacen más que recordar con énfasis que Jaurès ya no existe...

La guerra ha desplazado a un segundo plano no sólo a figuras individuales sino a una época entera: la época en que se formó y maduró la actual generación dirigente. Esta época, que ya pertenece al pasado, cautiva nuestro espíritu por el perfeccionamiento de su civilización, el desarrollo ininterrumpido de su técnica, de la ciencia, de las organizaciones obreras, y al mismo tiempo parece mezquina por el conservadurismo de su vida política, por los métodos reformistas de su lucha de clases.

A la guerra franco-alemana y a la Comuna de París sucedió un período de paz armada y reacción política en el que Europa, excepción hecha de Rusia, no conoció ni guerras ni revoluciones. Mientras que el capital se desarrollaba poderosamente, desbordando el marco de los Estados nacionales, expandiéndose a todos los países y dominando las colonias, la clase obrera construía sus sindicatos y sus partidos socialistas. Sin embargo, durante este periodo toda la lucha del proletariado estuvo impregnada del espíritu del reformismo, de la adaptación al régimen de la industria y el estado nacionales. Después de la experiencia de la Comuna de París, el proletariado europeo no planteo ni una sola vez prácticamente, es decir de forma revolucionaria, la cuestión de la conquista del poder político.

El carácter pacífico de la época marcó con su huella a toda una generación de jefes proletarios imbuidos de una ilimitada desconfianza hacia la lucha revolucionaria directa de las masas. Cuando estalló la guerra y el Estado nacional entró en campaña con todas sus fuerzas, apenas tuvo que emplearse para poner de rodillas a la mayor parte de los jefes "socialistas". De tal manera que la época de la II Internacional acabó con la quiebra irremediable de los partidos socialistas oficiales. Unos partidos que aún subsisten, es verdad, pero como monumentos de una época pasada, sostenidos por la inercia y la ignorancia y... el esfuerzo de los gobiernos. Pero el espíritu del socialismo proletario los ha abandonado y están condenados a la ruina. Las masas obreras que absorbieron durante decenios las ideas socialistas, hoy, en medio de los terribles sufrimientos de la guerra, adquieren el temple revolucionario. Entramos en un período de conmociones revolucionarias sin precedentes. Las masas darán a luz nuevas organizaciones revolucionarias y nuevos jefes tomarán su dirección.

Dos de los más grandes representantes de la II Internacional han abandonado la escena antes de esta era de tormentas y caos: Bebel y Jaurès. Bebel murió anciano, tras haber dicho lo que tenía que decir. Jaurès fue asesinado con apenas 55 años, en su plenitud creadora. Pacifista y adversario irreductible de la política de la diplomacia rusa, Jaurès luchó hasta el último minuto contra la intervención de Francia en la guerra. En algunos círculos se consideraba que la "guerra de revancha" no podía declararse más que sobre el cadáver de Jaurès. Y en julio de 1914 Jaurès fue asesinado en la terraza de un café por un oscuro reaccionario llamado Villain. ¿Quién armó a Villain? ¿Únicamente los imperialistas franceses? ¿Acaso buscando bien no descubriríamos igualmente la mano de la diplomacia rusa en el atentado? Esta es una cuestión que se ha planteado frecuentemente en los medios socialistas. Cuando la revolución europea dé buena cuenta de la guerra, nos desvelará también, entre otros, el misterio de la muerte de Jaurès [1].

Jaurès nació el 3 de septiembre de 1859 en Castres, en ese Languedoc que ha dado a Francia hombres eminentes como Guizot, Auguste Comte, La Fayette, La Pérouse, Rivarol y muchos otros. Rappoport, un biógrafo de Jaurès, dice que la mezcla de múltiples razas ha marcado favorablemente el genio de una región que ya en la Edad Media fue cuna de herejías y librepensamiento.

La familia de Jaurès pertenecía a la mediana burguesía y debía librar una lucha diaria por la existencia. El mismo Jaurès necesitó la ayuda de un protector para acabar sus estudios universitarios. En 1881, recién egresado de la Escuela Normal Superior, fue nombrado profesor en el liceo femenino de Albi y, en 1883, pasa a la Universidad de Toulouse donde enseñará hasta 1885, año en que es elegido diputado. Tenía solamente 26 años. A partir de entonces se entregará en cuerpo y alma a la lucha política y su vida se confundirá con la de la Tercera República.

Jaurès se inició en el Parlamento con problemas de instrucción pública. "La Justice", entonces órgano del radical Clémenceau, calificó de "magnífico" el primer discurso de Jaurès y deseó a la Cámara escuchar frecuentemente "una palabra tan elocuente y llena de ideas". Más adelante, Jaurès tuvo que dirigir esta elocuencia contra el mismo Cémenceau.

En esta primera etapa de su vida, Jaurès sólo conocía el socialismo de forma teórica e imperfecta. Pero su actividad iba acercándolo cada vez más al partido obrero. El vacío ideológico y la depravación de los partidos burgueses le repugnaban irremediablemente.

En 1893 Jaurès adhiere definitivamente al movimiento socialista y rápidamente conquista un lugar privilegiado entre el socialismo europeo. Al mismo tiempo se convierte en la más importante figura de la vida política francesa.

En 1894 asume la defensa de su muy poco recomendable amigo Gérault-Richard, procesado por ultrajes al Presidente de la República en su artículo "¡Abajo Casimir!". En su alegato, enteramente subordinado a un objetivo político y dirigido contra Casimir Périer, se revela la terrible fuerza de un sentimiento activo llamado odio. Con palabras de revancha fustiga al mismo presidente y a sus predecesores los usureros, que traicionaban a la burguesía, a una dinastía por otra, a la monarquía por la república, a todo el mundo y a nadie en particular y no eran fieles más que a sí mismos.

"Señor Jaurès", le dijo el presidente del tribunal, "va usted demasiado lejos... equipara la casa de Perier a un burdel".

Jaurès: "De ninguna manera, la considero inferior".

Gérault-Richard fue absuelto. Unos días más tarde, Casimir Périer presentaba su dimisión. De repente Jaurès ganó mucha estima entre la opinión pública: todos sintieron la tremenda fuerza de este tribuno.

En el affaire Dreyfuss, Jaurès se mostró en toda su plenitud. Al principio, como les sucede a tantos en todo asunto social crítico, se mostró dubitativo e inseguro, influenciable desde la derecha y la izquierda. Presionado por Guesde y Villain, quienes consideraban que el asunto Dreyfuss era una disputa de camarillas capitalistas ante la que el proletariado debía permanecer indiferente, Jaurès dudaba en ocuparse del asunto. El valiente ejemplo de Zola lo sacó de su indecisión, lo entusiasmó, lo arrastró. Una vez en movimiento, Jaurès llegó hasta el fondo. El gustaba de decir de sí mismo: "ago quod ago".

Para Jaurès, el asunto Dreyfuss resumía y dramatizaba la lucha contra el clericalismo, la reacción, el nepotismo parlamentario, el odio racial, la ceguera militarista, las sordas intrigas del Estado mayor, el servilismo de los jueces y todas las bajezas de que es capaz el poderoso partido de la reacción para conseguir sus fines.

La cólera desatada de Jaurès abrumó al anti-deyfrusiano Méline, que acababa de recuperar protagonismo con una cartera en el "gran" ministerio Briand: "¿Sabe usted, dijo, qué es lo que nos consume? Voy a decírselo bajo mi propia responsabilidad: desde el inicio de este asunto todos morimos por las medias disposiciones, por los silencios, por los equívocos, la mentira y la cobardía. Sí: por los equívocos y la cobardía".

"Él no hablaba, dijo Reinach, tronaba con el rostro encendido, alzando las manos hacía los ministros que protestaban mientras la derecha aullaba." Ese era el verdadero Jaurès.

En 1889, Jaurès logró proclamar la unidad del partido socialista. Pero se trataba de una unidad efímera. La participación de Millerand en el gobierno, consecuencia lógica de la política de Bloque de las Izquierdas, la destruyó y, en 1900-1901, el socialismo francés se escindió de nuevo en dos partidos. Jaurès se puso a la cabeza de aquél que había abandonado Millerand. En el fondo, por sus concepciones, Jaurès era un reformista. Pero poseía una sorprendente capacidad de adaptación, especialmente ante las tendencias revolucionarias de la época. Y en lo sucesivo lo demostraría en repetidas ocasiones.

Jaurès había ingresado en el partido, en la madurez, con una filosofía idealista enteramente formada... Pero eso no le impidió inclinar su poderoso cuello (era de complexión atlética) bajo el yugo de la disciplina orgánica y tuvo muchas ocasiones para demostrar que no sólo sabía mandar sino también obedecer. A su regreso del Congreso Internacional de Amsterdam que había condenado la política de disolución del partido obrero en el Bloque de Izquierdas y la participación de los socialistas en el Gobierno, Jaurès rompió abiertamente con la política del Bloque. El presidente del Consejo, el anticlerical Combres, previno a Jaurès que la ruptura de la coalición le obligaría a dimitir. Eso no detuvo a Jaurès. Combes presentó su renuncia. La unidad del partido, donde se fundieron partidarios de Jaurès y Guesde, estaba asegurada. Desde entonces la vida de Jaurès se identificó con la del partido unificado, cuya dirección había asumido.

El asesinato de Jaurès no fue producto de la casualidad. Fue el último eslabón de una confusa campaña de odio, mentiras y calumnias que mantenían contra él todos sus enemigos. Los ataques y las calumnias contra Jaurès ocuparían una biblioteca entera. "Le Temps" publicaba diariamente uno o dos artículos contra el tribuno. Pero debían limitarse a atacar sus ideas y sus métodos de acción: como personalidad era casi invulnerable, incluso en Francia, donde las insinuaciones personales son una de las armas más poderosas de la lucha política. Mientras se hacían insinuaciones sobre el poder de corrupción del oro alemán... Jaurès murió pobre. El 2 de agosto de 1914, "Le Temps" se vio obligado a reconocer "la absoluta honestidad" de su enemigo abatido.

En 1915 visité el ya célebre "Cafe du Croissant", situado a unos pasos de "L´Humanité". Es un típico café parisino: suelo sucio cubierto de aserrín, banquetas de cuero, sillas usadas, mesas de mármol, techo bajo, vinos y platos especiales, en una palabra aquello que sólo se encuentra en París. Me mostraron un pequeño canapé junto a la ventana: allí fue abatido de un tiro el más genial de los hijos de la Francia actual.

Familia burguesa, universidad, diputación, matrimonio burgués, una hija cuya madre hace tomar la comunión, redacción del periódico, dirección de un partido parlamentario: con este marco externo que no tiene nada de heroico se desarrolló una vida de una tensión extraordinaria, de una pasión excepcional.

En repetidas ocasiones se ha dicho que Jaurès era el dictador del socialismo francés, incluso a veces la derecha lo presentó como el dictador de la República. No se puede negar que Jaurès jugó un papel incomparable en el socialismo francés. Pero su "dictadura" no tenía nada de tiránica. Dominaba fácilmente: de complexión poderosa, espíritu enérgico, temperamento genial, trabajador infatigable, orador de maravilloso verbo, Jaurès ocupaba siempre de forma natural el primer plano, a tan gran distancia de sus rivales que no podía sentir necesidad alguna de conciliar sus posiciones por medio de intrigas o maquinaciones, en las que Pierre Renaudel, actual "jefe" del social-patriotismo, era maestro.

De temperamento tolerante, Jaurès sentía una repulsión física por todo sectarismo. Tras algunas vacilaciones descubría el punto que le parecía decisivo en cada momento. Entre este punto de partida práctico y sus construcciones idealistas, él mismo utilizaba fácilmente las opiniones que completaban o matizaban su punto de vista personal, conciliaba los matices opuestos y fundía los argumentos contradictorios en una unidad que estaba lejos de ser irreprochable. Por ello dominaba no sólo las asambleas populares y parlamentarias, en las que su extraordinaria pasión dominaba al auditorio, sino también los congresos del partido en los que disolvía los conflictos entre tendencias en perspectivas vagas y fórmulas flexibles. En el fondo era un ecléctico, pero un ecléctico genial.

"Nuestro deber es grande y claro: propagar siempre la idea, estimular y organizar las energías, esperar, luchar con perseverancia hasta la victoria final..." Jaurès se entrega por entero en esta lucha dinámica. Su energía creadora se agita en todas direcciones, exalta y organiza las energías, las empuja al combate.

Como bien dijo Rappoport, Jaurès emanaba bondad y magnanimidad. Pero al mismo tiempo poseía en sumo grado el talento de la cólera concentrada. No de la cólera que ciega, nubla el entendimiento y provoca convulsiones políticas, sino la cólera que templa la voluntad y le inspira las caracterizaciones más adecuadas, los epítetos más expresivos que dan directamente en el blanco. Más arriba se ha visto cómo caracterizó a los Périer. Sería necesario releer todos sus discursos y artículos contra los tenebrosos héroes del "affaire" Dreyfus. He aquí lo que decía de uno de ellos, el menos responsable: "Tras haberse entretenido en vacías construcciones sobre la historia de la literatura, en sistematizaciones frágiles e inconsistentes, el señor Brunetiere encontró por fin refugio entre los gruesos muros de la Iglesia; intentó entonces disimular su bancarrota personal proclamando la quiebra de la ciencia y la libertad. Tras haber intentado en vano sacar de su interior algo que se asemejara a un pensamiento, glorifica ahora la autoridad con una especie de admirable humillación. Y perdiendo, a los ojos de las nuevas generaciones, todo el crédito del que abusó en cierto momento, por su aptitud para las generalizaciones vacías, quiere destruir el pensamiento libre que se le escapa." ¡Desgraciado aquél sobre el que se abatía su pesada mano!

Cuando en 1885 Jaurès entró en el parlamento se sentó en los bancos de la izquierda moderada. Pero su tránsito al socialismo no fue ni un cataclismo ni una pirueta. Su primitiva "moderación" ocultaba inmensas reservas de un humanismo social activo que más adelante se transformaría de forma natural en socialismo. Por otra parte, su socialismo no tuvo jamás un neto carácter de clase y nunca rompió con los principios humanitarios y las concepciones del derecho natural tan profundamente impresos en el pensamiento político francés de la época de la gran revolución.

En 1889 Jaurès pregunta a los diputados: "¿Se ha agotado, pues, el genio de la Revolución francesa? ¿Es posible que ustedes no puedan encontrar en las ideas de la Revolución la respuesta a todas las cuestiones actuales, a todos los problemas que tenemos ante nosotros? ¿Acaso la Revolución no ha conservado su virtud inmortal, no puede ofrecer una respuesta a todas las dificultades siempre renovadas que flanquean nuestro camino?" El idealismo del demócrata, evidentemente, aún no se ha visto afectado por la crítica materialista. Más adelante Jaurès asimilará buena parte del marxismo, pero el fondo democrático de su pensamiento le acompañará hasta el fin.

Jaurès se estrenó en la arena política en el período más oscuro de la Tercera República, cuando ésta contaba apenas quince años y, sin una sólida tradición social, tenía en su contra poderosos enemigos. Luchar por la República, por su conservación, por su "depuración", fue la principal idea de Jaurès, la que inspiró toda su acción. Intentaba dotar a la República de una base social más amplia, acercarla al pueblo organizándolo en ella y hacer del Estado republicano el instrumento de la economía socialista. Para el demócrata Jaurès, el socialismo era el único medio para consolidar y consumar la República. El no concebía la contradicción entre la política burguesa y el socialismo, una contradicción que refleja la ruptura histórica entre el proletariado y la burguesía democrática. En su incansable aspiración a la síntesis idealista, Jaurès era, en su primera época, un demócrata dispuesto a aceptar el socialismo; en su última época se convirtió en un socialista que se sentía responsable de toda la democracia.

No fue una casualidad que Jaurès denominara "L’Humanité" al periódico que fundó. Para él el socialismo no era la expresión teórica de la lucha de clases del proletariado. Por el contrario, en su opinión el proletariado era una fuerza histórica al servicio del derecho, de la libertad y de la humanidad. Por encima del proletariado le reservaba un lugar prominente a la idea de "la humanidad" en sí. Pero al contrario que para la mayoría de los oradores franceses, que no ven en ello más que una frase hueca, Jaurès demostraba respecto a ella un idealismo sincero y activo.

En política Jaurès unía una gran capacidad de abstracción idealista a una viva intuición de la realidad. Ello se puede constatar en toda su actividad. En él la idea material de la Justicia y el Bien va acompañada de una apreciación empírica incluso de las realidades secundarias. A pesar de su optimismo moral, Jaurès comprendía perfectamente a los hombres y las circunstancias y sabía utilizar muy bien a unos y otras. Era muy sensato. Muchas veces se dijo de él que era un campesino astuto. Pero por el sólo hecho de la envergadura de Jaurès, su sensatez no tenía nada de vulgar. Y lo que es más importante aún, estaba al servicio de "la idea".

Jaurès era un ideólogo, un heredero de la idea tal y como la definiera Alfred Fouillé cuando se refirió a las ideas-fuerzas de la historia. Napoleón sólo sentía desprecio por los "ideólogos" (el término es suyo), y sin embargo él fue precisamente el ideólogo del nuevo militarismo. El ideólogo no se limita a adaptarse a la realidad, deduce de ella "la idea" y la lleva hasta sus últimas consecuencias. Cuando el momento es favorable conoce los triunfos que jamás podría obtener el pragmático vulgar. Pero cuando las condiciones objetivas se ponen en su contra conoce también fracasos estrepitosos.

El "doctrinario" se aferra a una teoría a la que ha desprovisto de todo espíritu. El "oportunista-pragmático" asimila los tópicos del oficio político, pero cuando sobreviene un transtorno inesperado se encuentra en la posición de un peón desplazado por la adaptación de una máquina. El "ideólogo" de envergadura no se encuentra impotente más que en el momento en que la historia lo desarma ideológicamente, e incluso entonces a veces es capaz de rearmarse rápidamente, asimilar la idea de la nueva época y continuar jugando un papel de primera fila.

Jaurès era un ideólogo. Deducía de la situación política la idea que implicaba y, en su servicio, no se detenía jamás a mitad de camino. Así, cuando se produjo el "affaire Dreyfuss" llevó hasta sus últimas consecuencias la idea de la colaboración con la burguesía de izquierda y apoyó vehementemente a Millerand, político empirista y vulgar que no tenía nada, y jamás lo tuvo, del ideólogo, de su coraje y su grandeza de espíritu. Jaurés se metió en un callejón sin salida y lo hizo con la ceguera voluntaria y desinteresada del ideólogo que está dispuesto a cerrar los ojos ante los hechos para no renunciar a la idea-fuerza.

Jaurés combatía el peligro de la guerra europea con una pasión ideológica sincera. A veces aplicó en esta lucha, como lo hizo en todos las que participó, métodos que estaban en profunda contradicción con el carácter de clase de su partido y que muchos de sus camaradas consideraban cuanto menos arriesgados. Tenía mucha confianza en sí mismo, en su empuje, en su ingenio, en su capacidad de improvisación. En los pasillos del Parlamento, sobrevalorando su influencia, apostrofaba a los ministros y diplomáticos abrumándolos con sólidas argumentaciones. Pero las conversaciones y conspiraciones de pasillo no casaban con la naturaleza de Jaurès y no las utilizaba por sistema pues él era un ideólogo político y no un doctrinario oportunista. Para servir a la idea que le arrebataba, estaba dispuesto a poner en práctica los medios más oportunistas y los más revolucionarios, y si la idea se correspondía con el carácter de la época era capaz como ningún otro de lograr espléndidos resultados. Pero también era el primero en las catástrofes. Como Napoleón, también tuvo en su política sus Austerlitz y sus Waterloo.

La guerra mundial hubiera enfrentado a Jaurès con las cuestiones que dividieron al socialismo europeo en dos campos enemigos. ¿Qué posición habría adoptado? Indudablemente, la posición patriótica. Pero jamás se hubiera resignado a la humillación que sufrió el partido socialista francés bajo la dirección de Guesde, Renaudel, Sembat y Thomas... Y tenemos perfecto derecho a creer que en el momento de la futura revolución el gran tribuno habría encontrado su sitio y desplegado sus fuerzas hasta el final.

Pero un trozo de plomo negó a Jaurès la más grande de las pruebas políticas.

Jaurès era la encarnación del empuje personal. En él lo moral se correspondía con lo físico: en sí mismas, la elegancia y la gracia le eran ajenas. En cambio sus discursos y actos estaban adornados por ese tipo de belleza superior que distingue a las manifestaciones de la fuerza creadora segura de sí misma. Si se consideran la limpieza y la búsqueda de la forma como uno de los rasgos típicos del espíritu francés, Jaurès puede no parecer francés. Pero en realidad él era francés en grado sumo. Paralelamente a los Voltaire, a los Boileau, los Anatole France en literatura, a los héroes de la Gironda o a los Viviani y Deschanel actuales en política, Francia ha producido a los Rabelais, Balzac, Zola, los Mirabeau, los Danton y los Jaurès. Es esta una raza de hombres de potente musculatura física y moral, de una intrepidez sin igual, de una pasión superior, de una voluntad concentrada. Es este un tipo atlético. Bastaba oír tronar a Jaurès y contemplar su rostro iluminado por un resplandor interior, su nariz imperiosa, su cuello de toro inaccesible al yugo para decirse: he ahí un hombre.

La principal baza del Jaurès orador era la misma que la del Jaurès político: una pasión vibrante exteriorizada, la voluntad de acción. Para Jaurès el arte oratorio carecía de valor intrínseco, él no era un orador, era más que un orador: el arte de la palabra no era para él un fin sino un medio. Por ello, el orador más grande de su tiempo -y puede de todos los tiempos- estaba "por encima" del arte oratorio, siempre superior a su discurso como el artesano lo es a su herramienta.

Zola era un artista -había comenzado por la imposibilidad moral del naturalismo- y de repente se reveló por el trueno de su carta "J’accuse". Su naturaleza ocultaba una potente fuerza moral que se manifestó en su gigantesca obra, pero que era en realidad más grande que el arte: una fuerza humana que destruía y construía. Igual sucedía con Jaurès. Su arte oratorio, su política, a pesar de las inevitables convenciones, revelaban una personalidad regia con una verdadera musculatura moral y una voluntad entregada íntegramente a la victoria. Él no subía a la tribuna para presentar las visiones que lo obsesionaban o por dar perfecta expresión a una serie de razonamientos encadenados, sino para unir a las voluntades dispersas en la unidad de un objetivo: su discurso influenciaba simultáneamente la inteligencia, el sentimiento estético y la voluntad, pero toda la fuerza de su genio oratorio, político, humano está subordinada a su principal fuerza: la voluntad de acción.

He oído a Jaurès en las asambleas populares de París, en los Congresos internacionales, en las comisiones de los Congresos. Y siempre me parecía oírlo por primera vez. En él no había sitio para la rutina: buscándose, encontrándose a sí mismo, siempre e incansablemente movilizando los múltiples recursos de su espíritu, se renovaba incesantemente y no se repetía nunca. Su empuje natural iba acompañado de una resplandeciente suavidad que era como un reflejo de la más alta cultura moral. Podía derribar montañas, tronar o estremecer, pero no se venía abajo jamás, siempre estaba vigilante, se aprovechaba admirablemente del eco que provocaba en la asamblea, preparaba las objeciones, a veces barría como un huracán cualquier resistencia que se interponía en su camino, otras hacía a un lado los obstáculos con magnanimidad y dulzura, como un maestro o un hermano mayor. Este gigantesco martillo-pilón podía reducir al polvo un bloque enorme o hundir con precisión un corcho en una botella sin romperla.

Paul Lafargue, marxista y adversario de Jaurès, decía que era un diablo hecho hombre. Su diabólica fuerza, o diríamos mejor "divina", se imponía a todos, amigos o enemigos. Y frecuentemente, fascinados y admirados como ante un fenómeno de la naturaleza, sus adversarios escuchaban expectantes el torrente de su discurso, que fluía irresistible despertando las energías, arrastrando y subyugando las voluntades.

Hace tres años que este genio, raro regalo de la naturaleza a la humanidad, murió tras haberse mostrado en toda su plenitud. ¿Acaso la estética de su fisonomía exigía tal fin? Los grandes hombres saben desaparecer a tiempo. Cuando sintió la muerte, Tolstoi tomó un bastón y huyó de la sociedad que despreciaba para morir como peregrino en una oscura aldea. Lafargue, un epicúreo con algo de estoico, vivió en una atmósfera de paz y meditación hasta los 70 años, decidió que ya era suficiente y se envenenó. Jaurès, atleta de la idea, cayó en la arena combatiendo el más terrible azote de la humanidad: la guerra. Y pasará a la historia como el precursor, el prototipo del hombre superior que nacerá de los sufrimientos y las caídas, de las esperanzas y la lucha.

Notas

1.- Trotsky pensaba que Villain había sido el instrumento de los "servicios", probablemente zaristas. Nada ha sido probado definitivamente en un sentido o en otro. Villain caerá abatido por milicianos obreros en las Baleares, donde vivía cuando estalló la guerra de España.


Por Leonardo Ixim

En la noche del tres al cuatro de junio de 1989, brigadas de tanques y unidades de infantería del Ejército Popular de Liberación irrumpieron la plaza de Tiananmen, tomada por estudiantes y obreros que exigían al régimen burocrático del Partido Comunista Chino (PCCH) mayores libertades democráticas.

Este incidente hasta la fecha sigue siendo negado por el gobierno chino a pesar de que las fuerzas represivas asesinaron a una cantidad de personas aún desconocida. En los días siguientes se dio una serie de redadas, fusilamientos, juicios sumarios, detenciones contra el movimiento que se había formado previo a la masacre de inicios de junio.

Tanto en ese momento como en la actualidad los medios informativos, los organismos de derechos humanos occidentales y los gobiernos imperialistas, lloran lágrimas de cocodrilo, denunciando la real y amplia violación de los derechos humanos de la dictadura china; pero son estos mismos Estados lo que en sus patios traseros permiten que sus empresas expolien los recursos naturales y violen los derechos del proletariado a nivel mundial. Por otro lado, los corifeos del estalinismo y sus matices, post y ex, los medios informativos del imperialismo emergente y sus socios tercermundistas, se rasgan las vestiduras denunciando la versión de los medios como parte de la “guerra desinformativa” contra los gobiernos “democráticos y antiimperialistas”, defendiendo al final a una dictadura que se ha levantado sobre la contrarrevolución en China.

Si bien los antecedentes de estos hechos vienen desde las mismas desviaciones burocráticas maoístas y el paulatino proceso de restauración capitalista que inicia desde 1978 tras la muerte de Mao Tse Tung en 1975, pero que adquiere fuerza en 1992, podemos mencionar algunas causas inmediatas de esta rebelión popular en las diferencias que se dan dentro de la burocracia. Desde 1988 un sector de la burocracia menos propenso a seguir abriendo la economía a las empresas transnacionales, dirigido por Li Peng, congela las reformas y restablece el control de precios, provocando que amplios sectores de la población exigieran libertades democráticas

Esta movilización se salda con la masacre y el terrorismo de estado, que la burocracia en su conjunto comete ante la irrupción independiente de las masas. Así, las diferencias a lo interno de la burocracia influyen en este despertar, que además tenía el impulso de hacerle frente a los resultados de las reformas mercantiles en lo que respecta a la desigualdad de ingresos y de oportunidades como la liberalización de precios, que ya se miraban en ese momento en la sociedad china.

Por supuesto que hubo elementos anti-socialistas en la organización de este movimiento y lamentablemente tampoco existían elementos marxistas que impulsaran la necesaria revolución política contra la burocracia con el fin de meter contratendencias al proceso de control de las reformas mercantiles y la posterior contrarreforma capitalista. Pero más allá de esto, no se puede descartar, aunque los corifeos liberales y estalinistas lo nieguen, que este movimiento buscaba no destruir las conquistas socialistas del proletariado sino la más amplia democracia y la profundización del socialismo.

Un poco de historia

 

Retomemos como antecedente la revolución cultural entre 1965-1968, pues es en este momento que Mao Tse Tung retoma el control del Estado, el ejército y del partido, tras ser apartado en 1961. Eso fue así porque el estalinismo maoísta es un fenómeno producido por la contrarrevolución mundial del periodo de entreguerras, y en el momento del triunfo de la revolución china en 1949, las comunidades campesinas de las regiones que no habían sido controlada por los comunistas durante la guerra contra Japón presionaron para tener una reforma agraria similar a la que se dio las regiones controladas por el PCCH, rompiendo así el equilibrio que estos querían mantener con los nacionalistas del Kuomitang. Reflejo de este deseado equilibrio, es la teoría de la Nueva Democracia que planteaba la alianza del proletariado junto al campesinado, con la pequeña burguesía y la supuesta “burguesía patriótica”.

Como lo explica Nahuel Moreno, es la presión de la lucha de clases la que obliga a estas direcciones burocráticas o en algunos casos pequeñoburguesas a ir más allá de lo que desean. Así, la guerra de Corea de 1950-1953, obliga a la dirección del PCCH a profundizar aún más la revolución por ejemplo con la aplicación de la economía planificada y la socialización de los medios de producción, pero la forma que adquiere es autoritaria, vía estatización sin participación de las masas. Se dan así hechos como la industrialización forzada encarnada en el gran salto para adelante, que provoca un desequilibrio entre la industria y la agricultura, generando hambrunas en el campo y dentro de la industria entre la industria pesada y la ligera, generando sobre explotación de la fuerza de trabajo.

Estos hechos provocaron que se apartara de la toma de decisiones a Mao, suplantándolo por otra ala burocrática con una visión más racionalizada de la construcción del socialismo pero siempre alejada de las masas, generando así que elementos tecnocráticos ocupen el lugar de dominio en la estructura china. Ante eso y el descontento de las masas por tal situación, los elementos maoístas retomaron la iniciativa y promovieron con la revolución cultural que las masas se movilizaran para que la fracción de Mao retome el poder. Pero cuando la situación quedó bajo control, la burocracia en su conjunto reprimió y detuvo la movilización independiente de las masas.

Una situación de reacomodo se da entre las distintas alas de la burocracia entre 1968-1975 con la muerte de Mao. Tras eso, la ala más derechista retoma el poder del Estado y del partido, lo centraliza provocando mayor control social, destruyendo los pocos sectores burocráticos cercanos a la visión autárquica de la construcción del socialismo, comandados por la Banda de los Cuatro, a la que pertenecía la viuda de Mao.

La primera serie de reformas que se dan entre 1978-1988 al asumir el Deng Xiaoping bien puede ser vista en algunos aspectos como necesaria en la medida en que pretende sacar a China de la postración autárquica del maoísmo. Se permitió que empresas trasnacionales se instalaran en las llamadas Zonas Económicas Especiales en las principales ciudades costeras, empresas mixtas y con ello la transferencia tecnológica a las empresas estatales, la mayor apertura para que las comunas rurales puedan vender y comprar, etc., es decir darle mayor libertad a la ley del valor y las relaciones monetario-mercantiles, pero con ello el enriquecimiento de las trasnacionales a costa de la extracción de plusvalía aunque de forma regulada.

Pese a que la productividad aumenta, a la par de eso se ve la cada vez mayor disparidad de ingresos entre la burocracia y la clase obrera, la constante migración del campo a la ciudad que implica que la producción rural siempre esté en desventaja, con ello el control social que el Estado aplica a los emigrados rurales en las urbes de la costa y la reaparición de males propios del capitalismo, como la delincuencia, la corrupción o la prostitución, etc.

Como se dijo, hay un intento de atajar estas tendencias desde sectores de la burocracia, lo que provoca la movilización de las masas que son reprimidas con tácticas de guerra civil con la masacre de Tiananmen, reflejando el carácter autoritario de la burocracia en su conjunto.

La potencia china

Después de 1989, los sectores más pro-capitalistas retomaron el poder. En 1992 asumió Jiang Zeming, inaugurando la contrarrevolución capitalista, con hechos como la privatización masiva del sector estatal de la economía -aunque se mantenga en algunas áreas-, la desregulación total de las relaciones laborales en empresas privadas de las Zonas Especiales y estatales, el enriquecimiento de la burocracia, que se convirtió en burguesía, etc. Es decir si en cierto momento algunas de estas acciones eran reformas necesarias, ahora existe la total libertad de la ley del valor, dando libertad total a la extracción de plusvalor al trabajador.

Con la unificación de los territorios de Hong Kong y Macao y próximamente Taiwan, los monopolios taiwaneses se vuelven hegemónicos en China, convirtiéndola cada vez más en exportadora de capital, y aunque todavía depende tecnológicamente de capitales occidentales, es hoy una nación emergente dentro del bloque imperialista.

Sin embargo con la crisis de 2007 y la relentización de su constante crecimiento económico, se da en China una serie de huelgas obreras y luchas comunitarias contra proyectos antiecológicos -muchas de estas luchas con victorias parciales- además de luchas de las nacionalidades oprimidas azuzadas por occidente. Esto obligó a la burocracia en 2013 a cambiar la dirección del Estado, asumiendo la dirección Xi Jinping, buscando el cambio del modelo hacia el mercado interior, combatir la corrupción y reducir las desigualdades.

La victoria del proletariado chino en 1959 implicó un avance para la revolución mundial; el carácter burocrático de su dirección llevó a la restauración capitalista, pese a que en cierto momento algunas reformas mercantiles fueran necesarias. Hoy nuevamente el proletariado y campesinado chinos muestran, aunque tímidamente, que la movilización independiente tal como en Tiananmen en 1989, es la vía. La capacidad represiva del Estado es menor, pues el control estatal sobre el sindicalismo y el terror, no pueden ser tan descarados, ni la política de concesiones puede ser total. Por tanto la revolución contra la burocracia china, transformada en burguesía, es una posibilidad necesaria para la humanidad que se empalmara con las revoluciones sociales en todo el mundo capitalista.


Por Maximiliano Cavalera

Pocos acontecimientos históricos son tan estremecedores como la Comuna de Paris. Esta gesta del proletariado parisino inaugura una nueva era, una era de revoluciones obreras, en la que el capitalismo comienza a estancarse y la burguesía no puede solucionar los problemas inmediatos de las masas. Esta comuna fue vilipendiada, difamada e incluso intentó ser borrada de la historia, ¿Pero por qué la burguesía liquidó a los obreros de París con tanta saña? La repuesta la encontramos en una carta de Marx a Kugellman en la que dice: “Cualquiera sea el éxito inmediato, un punto de partida de importancia histórica universal se ha conquistado” (Karl Marx, Carta de Karl Marx a Kugellman). Es decir, en la Comuna de París se comienzan a expresar los intereses antagónicos entre la burguesía y el proletariado; es más, de las entrañas del proletariado parisino se comienzan a crear instituciones de poder que antagonizan con el mismo Estado de dominación. La experiencia fue basta y rica, pero al final la Comuna de París fue derrotada, París se vio enlutado con la sangre de miles de mujeres obreras y obreros, la burguesía no les perdonó el hecho de haber demostrado que los trabajadores podían gobernar su propio destino y el de las clases explotadas. El legado de la Comuna sigue vigente, y nos enseña que para la burguesía su nacionalismo está basado en la acumulación de la riqueza, íntegramente relacionado con la defensa de sus privilegios. Pero la enseñanza más grande que nos deja la historia del proletariado parisino, es que los trabajadores deben confiar en su propia fuerza, parafraseando a Marx, solo hay cadenas que perder y un mundo por conquistar.

Un poco de historia

Las revoluciones son procesos propios de los sistemas sociales en que existe explotación. En el esclavismo encontramos grandes revoluciones de esclavos, la más conocida es la rebelión liderada por el griego Espartaco que puso en jaque al imperio romano. En las cruces pagaron los esclavos de Roma la osadía de intentar la libertad; la rapacidad con que fueron masacrados solo es comparada con la que usó la burguesía francesa para castigar la audacia de los comuneros parisinos.

Desde su nacimiento, la burguesía intentó controlar el aparato del Estado. En esta intentona encontramos la revolución de Cromwell en Inglaterra, la revolución norteamericana y la gran Revolución Francesa. Todas estas son revoluciones burguesas porque la burguesía se instaura en el poder desplazando a la monarquía. Pero en este proceso de la lucha entre la burguesía y la monarquía, el movimiento obrero aprendió y fue realizando su experiencia. En la revolución francesa encontramos que el proletariado, representado por los rabiosos de Roux y Lecrere enarboló el primer programa obrero en una revolución. Claro está, este programa encontraría adversidad en las mismas condiciones materiales, el movimiento obrero estaba apenas en pañales.

La inexperiencia llevó a los trabajadores franceses a apoyar algunos procesos revolucionarios sin tener independencia de clase, por ejemplo, en la revolución de 1830 en Francia los trabajadores apoyaron a la burguesía en contra de Carlos X. En la revolución burguesa de 1848 los trabajadores apoyan nuevamente a la burguesía, incluso tienen un ministro dentro del gobierno, el resultado fue funesto: diez mil muertos fue el saldo. De este proceso sale coronado Luis Bonaparte, conocido como Napoleón III.

La guerra franco prusiana

La derrota de las revoluciones de finales de la década del 40ta en Europa sentó las bases de una gran estabilidad, pasarían 20 años para que la convulsión regresase al viejo continente. Esta comienza con problemas políticos en Francia, problemas que Napoleón III intentaría solucionar con una guerra contra Prusia. Por el otro lado encontramos los intereses del imperio Prusiano, máximo exponente del imperialismo alemán, liderado por el Canciller de Hierro, Otto Von Bismark. La guerra fue una guerra de rapiña, sólo la Asociación Internacional de los Trabajadores denunció su ignominia, pero el 19 de Julio de 1870 Napoleón III le declara la guerra a Prusia.

El 6 de agosto de ese año, el ejército prusiano al mando del príncipe Federico, invade Francia, derrotando al mariscal MacMahon en Worth y Weissenburg, lo expulsa de Alsacia (Noreste de Francia). Logra rodear Estrasburgo para dirigirse a Nancy. Otros dos ejércitos Prusianos aíslan a las tropas del mariscal Bazaine en Metz. El primero de septiembre las tropas de Napoleón III son derrotadas en Sedan, rindiéndose al día siguiente junto a 83,000 soldados.  

La Comuna de París

La derrota de Napoleón III creó las condiciones objetivas y subjetivas para que iniciase una revolución que botase a la monarquía francesa. Los obreros parisinos invadieron el palacio Borbón y presionaron para la constitución de una Asamblea Legislativa y la caída del imperio. En el Hotel De Ville se eligió al nuevo Gobierno Provisional de Defensa Nacional (GPDN) con la misión imperante de expulsar a los prusianos de Francia.

El 15 de septiembre por toda Europa, incluyendo Inglaterra, comienzan a verse mítines para que se reconozca la III república francesa. Al día siguiente aparece una declaración del GPDN que decía: “Culpamos de la guerra al Imperio. Ahora quiere la paz, pero no cederemos ni un solo milímetro de nuestro suelo, ni una piedra de nuestras fortalezas”. El 19 de septiembre de 1870 Bismark asedia París creyendo que los obreros parisinos caerían tan rápido como la monarquía y las tropas del GPDN, que fue derrotado con 140 mil soldados el 27 de octubre, para repetir la misma experiencia el 30 de octubre. A finales de ese año los obreros parisinos se alzan en armas al conocer los rumores de que el gobierno negociará con los alemanes su rendición, toman el Hotel De Ville y establecen un Gobierno Revolucionario conocido como el Comité de la Seguridad Pública. Esta toma fue acuerpada por el dirigente socialista Blanqui y las secciones revolucionarias de la Guardia Nacional. Bajo la presión de los trabajadores, el gobierno promete realizar elecciones en París, pero la traición sería la receta que extendería la burguesía en todo el proceso. Calmados los obreros, el gobierno toma el Hotel De Ville y restaura el control sobre París, apresando al dirigente socialista Blanqui. Esta ofensiva contra los trabajadores parisinos era importante para el gobierno, ya que en sus planes estaba la rendición de París ante las fuerzas de ocupación. El 8 de febrero se celebran elecciones en Francia sin el conocimiento de la mayoría de la población. El 12 se abre una nueva Asamblea Nacional en Burdeos, el 16 la asamblea elige a Adolphe Thiers como presidente.

La elección de Thiers solo trajo una breve calma, el huracán estaba a punto de sacudir toda Europa. En marzo de 1871 los obreros parisinos clamaron indignados por la entrada en la ciudad de las tropas Prusianas. Con un París arrebatado por los trabajadores, el gobierno salió huyendo y se refugió en la ostentosidad de Versalles. No perdería el tiempo Thiers y enviaría tropas a tomar París, pero nunca contó con la fraternidad de las tropas que se insurreccionaron con los trabajadores parisinos y se negaron a cumplir sus órdenes. Los generales Claude Martin Lecomte y Jacques Leonard Clement Thomas fueron fusilados por sus propios soldados. El 26 de marzo Los ciudadanos de París eligieron un Consejo Municipal, la “Comuna de París”. Esta comuna estaba formada por trabajadores, muchos de ellos miembros de la I internacional, y algunos seguidores del dirigente anarquista Proudhon y el socialista Blanqui.

La Comuna se alza como un Estado que rivaliza con Estado Burgués en Versalles, por ende, la existencia de uno significa la muerte y decadencia del otro. La Comuna, como representación de las clases explotadas comienza a legislar: Elimina el reclutamiento y el prestigio del ejército, perdona todas las deudas de alquiler desde octubre de 1870 hasta abril de 1871, el salario más alto recibido por cualquiera de sus miembros no excederá de 6.000 francos, el aplazamiento de todas las deudas hasta tres años eliminando los intereses, la separación de Iglesia y Estado, la abolición de todos los pagos por motivos religiosos, así como la transformación de toda propiedad de la Iglesia en propiedad estatal. Es decir, la religión se trasforma en un problema de creencia individual. A pesar de que el 5 de abril la Comuna establece el decreto de los rehenes, por el cual, se tomaría como rehén a todo aquel que estuviese en contacto con el gobierno francés, nunca lo lleva a cabo, peor aún, cuando los comuneros que son capturados por el gobierno francés son fusilados, la comuna ofrece el “ojo por ojo” promesa que nunca sería cumplida.

Pero la burguesía francesa no sería tan honorable como los comuneros. Para borrar la Comuna, Thiers acuerda con Bismarck reforzar el ejército francés con soldados que eran prisioneros de Alemania; el acuerdo era simple, Francia pagaba una indemnización a cambio de los soldados. La monarquía alemana y la burguesía francesa tenían un enemigo en común, los comuneros que atentaban contra sus privilegios. Así fue que a finales de mayo de 1871 entran a parís las tropas francesas con la complicidad de las tropas prusianas, la resistencia comunera fue legendaria, pero igual fue la masacre que hizo la burguesía francesa, en palabras del genocida Thiers: “Yo seré despiadado; la expiación será completa y la justicia inflexible… Hemos alcanzado el objetivo. El orden, la justicia, la civilización obtuvieron al fin la victoria… El suelo está cubierto de sus cadáveres; ese espectáculo horroroso servirá de lección” (Thiers, 22 de mayo de 1871). La lección sirvió, pero no como lo esperaba Thiers. La Comuna de París hoy en día es un símbolo de gloria y lucha para los trabajadores, demostrando, parafraseando a Marx, que el proletariado puede tomar el cielo por asalto.

         

Por Rodrigo Quesada Monge[1]

                                                                       I

Si estamos de acuerdo con Lenin (1870-1924) quien, recogiendo la tesis de Rudolf Hilferding (1877-1941), sostenía que en el siglo diecinueve hubo dos grandes guerras imperialistas, reveladoras de muchas de las características que tendría la Primera Guerra Mundial (1914-1918), entonces nos resultará más fácil elaborar un recuento de los ingredientes históricos que establecen la naturaleza social, económica, política y cultural de esta última. Hilferding decía que la nueva era imperialista se anunciaba a sí misma con la primera guerra chino-japonesa (1 de agosto de 1894-17 de abril de 1895) y con la guerra hispano-antillano-norteamericana (25 de abril-12 de agosto de 1898). Según él, la adquisición y la repartición de posesiones coloniales regían la política exterior de la mayor parte de los estados imperiales del momento, provocando un continuo crecimiento de los ejércitos y de las armadas navales que condujo, inevitablemente, hacia la guerra como su consecuencia natural.

Otros autores, por su lado, sostuvieron durante bastante tiempo que el período posterior a la guerra franco-prusiana de 1870, fue un capítulo de la historia europea que puede recordarse por su tranquilidad y productividad. Se insistía que, en comparación con el período anterior (1815-1870), las revueltas populares, el desgaste sufrido por la mayor parte de las monarquías europeas, a raíz del esfuerzo que había significado derrotar a los ejércitos de Napoleón, y las constantes disputas por cuotas de dominio territorial habían quedado en el pasado. El peso específico otorgado a los movimientos de liberación nacional en América Latina, cuando menos, había sembrado la duda respecto a las viejas políticas imperiales, heredadas del siglo anterior. Es decir que las guerras de independencia en esta parte del mundo eran, más bien, la excepción y no la tónica en el patrón expansionista de los imperios coloniales desde el siglo XVI.

Pero la guerra franco-prusiana de 1870 también marcó el final de la formación de los estados nacionales en Europa Occidental, con la ineludible consecuencia de un fortalecimiento progresivo del aparato institucional del Estado[2]. De esta manera, la expansión europea, la cual significó primero la repartición de África y el final del aislamiento de China, tuvo lugar en medio de una serie ininterrumpida de guerras coloniales entre las potencias imperiales. En 1873, los rusos ocuparon la ciudad de Khiva, y los ingleses tomaron las islas Fiji; en 1874, los japoneses enviaron una expedición a la isla de Formosa (Taiwan); en 1876, Fergana fue tomada por los rusos; en 1877, Inglaterra se anexó Transvaal; en 1878-1880, la segunda guerra anglo-afgana tuvo lugar; en 1879 Bosnia fue ocupada; en 1881 Transvaal recuperó su independencia después de la primera guerra Boer y Túnez se convirtió en un protectorado francés; en 1882 Inglaterra ocupó Egipto; en 1884 despega oficialmente la política colonial alemana y se produce la guerra chino-francesa; en 1885 Burma Superior es tomada por los ingleses después de la tercera guerra anglo-burmesa y los italianos ocupan Masawa; en 1899 se funda Rodesia, lo cual provocó las consabidas rivalidades europeas en África contra el imperio británico. Todo esto para no mencionar solo los eventos principales que encontraron su expresión más violenta en la primera guerra chino-japonesa de 1894-1895, la segunda guerra anglo-boer de 1899-1902 y la guerra ruso-japonesa de 1904-1905.

Podríamos agregar incluso algunos datos estadísticos de relevancia, para establecer el perfil del crecimiento colonial europeo entre 1876 y 1900 (véase la tabla siguiente)

  

                                                   Tabla No. 1.

Porcentaje de crecimiento del territorio bajo dominio europeo (incluye a Estados Unidos) (1876 y 1900)

Lugar

1876

1900

Crecimiento en %

África

10.8%

90.4%

79.6%

Polinesia

56.8%

98.9%

42.1%

Asia

51.5%

56.6%

5.1%

Fuente: Karl Radek (1912). En Day y Gaido (2011). Op. Cit. P. 526.

El mentís que los datos arriba mencionados le daban al supuesto mito del capitalismo pacífico, ponían en evidencia la cháchara arrogante de los políticos y de los ideólogos europeos, para quienes ninguna de las confrontaciones registradas podría conducir a las potencias coloniales europeas a una guerra total. Dicho mito no se erradicó ni aún con la evidencia de que la expansión colonial europea en África y en Asia estaba provocando el surgimiento de una clara rivalidad entre ingleses y rusos, y entre franceses e ingleses. Esta rivalidad adquirió connotaciones diversas de acuerdo con la intensidad de las expansiones impulsadas por los gobiernos nacionales de estos países. Para algunos autores el imperialismo estaba teñido de motivaciones biológicas y filosóficas con las cuales se buscaba justificar el expansionismo europeo sobre África y Asia. Otros consideraban que si el imperialismo se traía al terreno político y económico se revelaban las verdaderas razones de tal expansionismo.

                                                            II

El que una nación o estado-nación como en la Antigüedad hiciera la guerra para consolidar sus fronteras, no era necesariamente imperialismo hasta el momento en que el poder naval y el terrestre se combinaban para expandir la dominación de un determinado estado sobre otras partes del planeta. El primer aspecto que llama la atención en el imperialismo moderno, anterior a la Primera Guerra Mundial, es la cantidad de poderes imperiales compitiendo uno contra el otro. Desde 1871, Inglaterra controla en Europa, África y Asia un área total de 4.754.000 millas cuadradas, ello incluye a unos 90 millones de personas. No se olvide que el área geográfica total del Reino Unido (Inglaterra e Irlanda) es de unas 121.000 millas cuadradas.

A partir de 1884 Alemania, por su parte, adquirió colonias en África, Asia y el Pacífico por un área de 1.927.820 millas cuadradas y una población de 13.5 millones de personas. Recordemos que el área total del Reino Alemán no superaba las 210.000 millas cuadradas. Desde 1880, Francia adquirió colonias con un área tres veces mayor a las tomadas por Alemania. Italia también participó de la repartición y adquirió colonias en África con un área de 188.500 millas cuadradas. Los Estados Unidos se hicieron de colonias en América y Asia, por un área de 172,000 millas cuadradas. Y Japón, finalmente, adquirió Formosa (Taiwan), la península coreana y parte de la isla de Sakhalin[3].

En la era de la expansión financiera del capitalismo, el papel del estado burgués tuvo que ampliarse con el fin de contener a las masas populares, cuyos estándares de vida se deterioraban todos los días debido a las políticas tarifarias. Y también para proteger a los capitalistas nacionales en su competencia por más y mejores mercados internacionales. Rudolf Hilferding advertía que el incremento en la compra y construcción de armamentos, la ampliación de la armada naval, la represión interna, la violencia y las amenazas a la paz internacional, eran las consecuencias evidentes de aquella política comercial mencionada arriba.

El primer período de la expansión colonialista hizo posible un poderoso crecimiento de la acumulación primitiva de capital. En realidad las colonias no eran importantes como mercados, a pesar de que sus recursos pudieran estar acelerando el desarrollo de la manufactura capitalista. Pero con el desarrollo de la industria de la maquinaria, las colonias se volvieron menos importantes, no sólo porque los mercados europeos se tornaron decisivos para un país como Inglaterra, sino también porque las colonias dependían políticamente de la madre patria. El crecimiento de la industria y de la marina inglesa hizo cada vez menos relevante la coerción política y militar.

Las colonias modernas, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, tenían un carácter completamente distinto. Ya no eran colonias de explotación, sino que eran pequeños mercados de los medios de consumo producidos en la madre patria. Pero también con el paso de la producción de bienes de consumo a bienes de producción, como los ferrocarriles y otros medios de transporte, las colonias se volvieron necesarias para los países imperialistas no como sitios de importación-exportación de capital, sino como lugares donde era posible trasladar partes del sistema capitalista europeo. Es decir, no eran las diferencias de precios de los productos generados casi con las mismas técnicas industriales en los países europeos las que creaban la condición colonial, sino el poder del estado capitalista que lograba establecer quién y cómo obtenía altas tasas de ganancia fuera de Europa. Inglaterra sería durante un buen tiempo ese estado. La obtención de altas tasas de ganancia era la motivación principal del colonialismo imperialista. Esto es, a través del envío de medios de producción a las colonias, de mercancías que por su naturaleza y sus condiciones materiales, los ferrocarriles por ejemplo, pudieran servir como medios de producción, lo que significaba medios de explotación del trabajo colonial.

                                                            III

No fue solo la existencia de una poderosa y bien armada fuerza naval la que le dio el poder a Gran Bretaña de manipular los mercados internacionales, sino el control geográfico de bahías y puertos, así como de estaciones de combustible para sus barcos. Por eso Alemania buscó desesperadamente la unificación nacional después de 1848, sobre todo su salida al Adriático y al Mediterráneo a través de Trieste en Austria, pues aspiraba a una porción del pastel colonial[4].

Rosa Luxemburgo (1870-1919) logró ver todo este escenario con mucha claridad. Sus ideas iban más allá de la simple concepción del imperialismo como un conjunto de teorías y prácticas de las potencias coloniales europeas utilizadas con fines puramente militares, racistas o ideológicos. De acuerdo con ella el problema militar, es decir el progresivo crecimiento de los ejércitos, la modernización de las armadas navales, el mayor control de puertos, mares, islas y bahías, en los que veía involucrarse cada vez más a las potencias coloniales europeas no era el tema de fondo. En el sistema capitalista no era posible hablar seriamente de paz y contra el militarismo, porque la guerra era un negocio el cual, articulado al expansionismo imperialista, impulsaba un acaparamiento cada vez mayor de mercados cautivos. La supuesta rivalidad entre potencias coloniales era en esencia una rivalidad por el mayor volumen de ganancia que era posible obtener con las posesiones de ultramar.

Rosa Luxemburgo sostenía que no era razonable creer en las ofertas de paz de parte de la burguesía industrial europea, pues el militarismo como tendencia no era otra cosa que una burda expresión de las necesidades de crecimiento material del sistema capitalista. Según ella la única manera de acabar con el militarismo era destruyendo al sistema capitalista. Las ofertas de paz hechas, desde 1912, en San Petersburgo, Londres o París, por las burguesías industriales de estos países reposaban sobre el control del crecimiento del armamento, pero no pretendían erradicar el militarismo.

A lo largo de quince años, entre 1895 y 1910, casi ninguno había pasado sin registrar una guerra. Pero todas tenían un propósito político más importante todavía: el fortalecimiento del militarismo y de las instituciones militares en Japón, los Estados Unidos, Rusia, Alemania e Inglaterra. Al mismo tiempo estos procesos agudizaron las revueltas populares en Turquía, China, Persia, India, Egipto, Arabia, Marruecos y México. La agudización de la situación llevó a la realización de acuerdos entre las potencias militares, que por el contrario intensificaron los conflictos entre ellas. La Entente entre Inglaterra, Francia y Rusia, contra Alemania, aceleró la crisis de los Balcanes, intensificó la revolución en Turquía, provocó las acciones militares de Rusia en Persia, e hizo que Turquía y Alemania se acercaran, provocando que los ingleses y los alemanes se detestaran aún más. El Acuerdo de Postdam (entre el 4 y el 6 de noviembre de 1910), agudizó la crisis en China, lo mismo que el Acuerdo Ruso-Japonés.

Aquel acuerdo, firmado entre Nicolás II de Rusia y Federico Guillermo II de Alemania, llevaba la intención de castigar a Gran Bretaña por su intento de traicionar los intereses rusos durante la crisis de Bosnia. Los dos emperadores discutieron sobre el ferrocarril de Bagdad, un proyecto anhelado por Alemania para incrementar su influencia sobre el Creciente Fértil. Contra la Revolución Constitucional Persa, Rusia estaba ansiosa por controlar la rama de Khanaquin-Teherán del mencionado ferrocarril. Ambas potencias fijaron sus diferencias en un nuevo acuerdo firmado en Postdam el 19 de agosto de 1911, el cual le daba a Rusia mano libre en el norte de Irán. El primer ferrocarril que conectaba a Persia con Europa iba a proveer a Rusia con una influencia enorme sobre su vecino del Sur. A pesar del prometedor comienzo, las relaciones ruso-alemanas se desplomaron en 1913 cuando el Kaiser envió a uno de sus generales para reorganizar el ejército turco y supervisar la fortaleza de Constantinopla sobre la cual, según él, pronto flotaría la bandera alemana, signo de su control sobre el Bósforo, por donde transitaban dos quintas partes del comercio de Rusia[5].

De acuerdo con Luxemburgo, el imperialismo estaba ligado objetivamente al crecimiento internacional del capitalismo, según el cual la guerra, el saqueo, el abuso contra otros y el propio pueblo, eran requisitos indispensables de su expansión a escala mundial. Por qué se preguntaba ella, rara vez se habla del costo que tiene el imperialismo en la existencia de las clases trabajadoras de las potencias imperiales. De esta forma, cuando se produjo la crisis de Agadir, entre el 1 de julio y el 4 de noviembre de 1911, también conocida como la segunda crisis de Marruecos, anuncio del advenimiento de la Primera Guerra Mundial, ella insistió en que se trataba de una típica crisis capitalista entre potencias imperiales, que se daban de mordiscos por ver quién se quedaba finalmente con la mayor porción del pastel. Aquí no se trataba, insistía ella nuevamente, de establecer los privilegios históricos que les correspondían a Inglaterra, Francia o Alemania sobre la zona, o de fijar los derechos de dominio en función del tamaño de la armada naval, sino de precisar el perímetro capitalista que generara un mayor volumen de ganancia, de acuerdo con políticas expansionistas previamente estructuradas para que el riesgo de ocupación colonial valiera la pena.

Hay que recordar que esta crisis se produjo porque los alemanes establecieron al destructor Pantera en el puerto marroquí de Agadir. La intención de los alemanes era intimidar a los franceses para que pagaran ciertas compensaciones por haber aceptado la preeminencia de Francia sobre la zona, luego de la Conferencia de Algeciras (España) en 1906, después de la primera crisis de Marruecos, producida por la ocupación forzada alemana de Tánger en 1905. Alemania finalmente aceptó la posición de Francia en la zona, y Marruecos se convirtió en un protectorado francés el 30 de marzo de 1912 por el Tratado de Fez, como reconocimiento a la entrega de territorios en la colonia francesa del Congo Ecuatorial Medio (hoy República del Congo). Este territorio de unos 275.000 kms, llegó a ser parte de la colonia alemana del Camerún y del África del Este, también alemana, hasta que fue capturada por los aliados en la Primera Guerra Mundial.

                                                               IV

El camino que llevaba desde el espacio colonial hacia el espacio imperial debió de ser recorrido según las reglas establecidas por hombres como Karl Peters (1856-1918) y Adrian Dietrich Lothar Von Trotha (1848-1920). Peters fue uno de los exploradores que fundaron el protectorado alemán de África Oriental en Tangañika, hoy parte de Tanzania. En 1885 formó la Compañía alemana de África Oriental y seis años después fue nombrado alto comisionado imperial para el distrito de Kilimanjaro. Sus brutalidades contra la población local provocaron un levantamiento que lo obligó a renunciar. Peters ha sido llamado con razón “el primer agente del imperialismo alemán”. Von Trotha por su parte fue un comandante militar que jugó un papel significativo en la represión de la rebelión Boxer en China, como comandante de brigada de la East-Asian Expedition Corps. (La Rebelión Boxer en China fue sometida en 1900 por una alianza internacional compuesta de ocho naciones, que incluía al Imperio Austro-Húngaro, Francia, Alemania, Italia, Japón, Rusia, el Reino Unido y los Estados Unidos). La conducta de Von Trotha en las guerras contra los Hereros en África Sudoccidental llamó la atención, pues como comandante en jefe de esa colonia dio la orden de exterminar a los Hereros, cuya población pasó de 80 mil a solo 15 mil personas. También fue responsable por el asesinato de unos 10 mil miembros de las tribus Nama. Sus acciones han sido llamadas “el primer genocidio del siglo veinte”[6].

Carl Peters, además, era un gran admirador del imperio británico y se consideraba a sí mismo como el Cecil Rhodes alemán. Oficialmente al servicio de la compañía privada Sociedad para la colonización alemana, que recibía un fuerte apoyo de parte del estado alemán, Peters llegó a ser un punto de referencia para los nazis posteriormente, sobre lo que significaba ser un miembro privilegiado de la raza elegida que aspiraba a gobernar el mundo según ellos. Incluso hasta una película se le hizo en 1941[7]. De acuerdo con algunos historiadores, las masacres aplicadas contra los pueblos de África, particularmente contra los Hereros, no estaba dentro del proyecto colonial de potencias imperiales como Alemania, donde la comparación entre el genocidio colonial y el genocidio aplicado por los nazis contra los pueblos de Europa del Este y contra los judíos quiere ser visto como algo distinto, en virtud de que las diferencias administrativas, raciales y militares de ambos gobiernos hacían de una y otra forma de genocidio algo históricamente desigual. Esta clase de sutilezas no tienen ninguna relevancia, pues ambas prácticas genocidas se encuadran dentro de un proceso expansionista que debe ser entendido como una prolongación ineludible del sistema capitalista en ambos momentos históricos. Si esto no se enfatiza las prácticas genocidas terminan siendo banalizadas como simples “excesos” de los poderes imperiales.

                                                    

                                                           V

El espacio colonial construido por Gran Bretaña por ejemplo, a lo largo de más de cien años, sobre montañas de cadáveres, opresión, saqueo, humillación y maltrato contra los pueblos de África, Asia y América Latina, no puede ser visto simplemente como una forma de practicar el supuesto “imperialismo informal”, el “imperialismo de los negocios” o el “capitalismo caballeroso” como se le quiere llamar ahora[8], sino como la estrategia imperialista ineludible que exigía el sistema capitalista para garantizar su expansión y su consolidación en todo el planeta. Una buena parte de los historiadores económicos están de acuerdo en que la segunda parte del siglo diecinueve, fue uno de los mejores momentos experimentados por el sistema capitalista a lo largo de su historia, no sólo en términos financieros y políticos sino, sobre todo, en términos de la acumulación de capital a escala mundial. La diminuta Inglaterra no es dueña de un imperio que reproduce su propio tamaño unas cuarenta veces, simplemente porque cuenta con la mejor armada naval de la historia, y con el mejor ejército imperial jamás conocido, sino porque sus mercaderes, empresarios, tenderos, financistas y hombres de negocios en general le habían demostrado al mundo que el sistema capitalista había llegado a la historia para quedarse. Es decir, el imperialismo inglés, como todos los imperialismos, es la etapa superior del capitalismo, apuntalado por la fuerza de las armas, la brutalidad y el despotismo.

Pero resulta que el capitalismo inglés se encontró hacia los años noventa del siglo XIX con la competencia aguerrida y avasalladora de un capitalismo más innovador, agresivo y totalizante como el alemán, el norteamericano y el japonés. El espacio colonial inglés, extendido en Asia, África y América Latina, tuvo que hacer frente a otras potencias europeas que también querían construir sus propios espacios coloniales ahí mismo donde lo había hecho la Gran Bretaña. A partir de este momento tiene lugar una confrontación en la que está en juego no solo la existencia del espacio colonial inglés, sino también las esferas de influencia y el ejercicio del dominio sobre aquellos otros espacios que se ha construido desde Europa, Asia Oriental y Norteamérica. Por esta razón, Inglaterra necesita construir alianzas con Francia y con Rusia, para seguir dominando en Asia, África y Europa misma, con el objetivo de contrarrestar el poderoso ascenso de Alemania, los Estados Unidos y Japón, que también aspiran a la construcción de sus propios espacios coloniales. Alemania, por su parte, se verá en la obligación de solicitar apoyo del viejo imperio Austro-Húngaro, de Italia, Turquía y luego de Bulgaria, para contener las maniobras de ingleses, franceses y rusos, ahí donde las riquezas imperiales son mayores, es decir en el Pacífico, Asia, África y el Caribe.

Pero el espacio colonial fue reemplazado por el espacio imperial en el transcurso de cuarenta años. La simple posesión de colonias garantizaba un incremento del poder sobre regiones alejadas de Europa. Esto es, el dominio territorial, de acuerdo con los postulados establecidos por el viejo Imperio Romano, garantizaba un enorme poder espacial, que permitía incluso tolerar lenguas, religiones y culturas diferentes en su interior. Pero cuando esas colonias entraban a formar parte de todo un sistema económico en el que el dominio territorial no era tan importante sino el control y explotación de recursos humanos, materiales y culturales gestados en ese espacio colonial, se abrían las compuertas al ejercicio de una nueva forma de relacionarse con las colonias que podría denominarse espacio imperial.

No debería olvidarse que el país en dar el primer paso de construcción y conversión del espacio colonial al espacio imperial, fue Inglaterra. Para ello fue necesaria una profunda revolución burguesa a nivel interior, cuya historia rebasa las pretensiones de este trabajo. De tal forma que, en el espacio imperial, donde se tejen toda clase de relaciones de dominación imperialista, existe una coherencia perfecta entre la naturaleza del estado, la clase dominante (en este caso la burguesía) y la dinámica social del mercado. La Primera Guerra Mundial en consecuencia es el resultado crítico, el punto de no retorno del conglomerado de fuerzas contradictorias que se han venido acumulando en el capitalismo europeo y a escala mundial, desde la guerra franco-prusiana de 1870[9].

La vieja potencia capitalista, Inglaterra, que ya ha consumado el tránsito hacia el espacio imperial, se encuentra en la posición inédita de tener que defender, con uñas y dientes, no tanto las esferas de influencia ganadas en diferentes partes del mundo, sino los centros de riqueza humana, material y cultural que ha logrado articular bajo la férula de sus políticas imperiales. Alemania, Japón y los Estados Unidos, en proceso de construcción de sus propios espacios imperiales tenían, inevitablemente, que entrar en conflicto con el Imperio Británico, el mayor que haya conocido la historia, pero sobre todo, el mejor organizado, efectivo y estructurado. Tales niveles de eficiencia no eran el producto de las buenas maneras de la monarquía o de la sabiduría del pequeño tendero provinciano, sino de una armada naval, de un ejército y de una clase burguesa perfectamente armadas detrás de un aparato institucional que buscaba fomentar el desarrollo capitalista en todas sus formas, en Inglaterra, en Europa y en el resto del mundo.

                                                                 VI

     Por eso resulta insuficiente abordar el estudio de la Primera Guerra Mundial como un conflicto puramente militar en el que las obsesiones de Alemania por la dominación mundial, sólo presagian el arribo de un holocausto mayor con la Segunda Guerra Mundial. Con esto queremos decir que no está completo el análisis que establezca una relación mecánica entre una guerra y otra. Alemania, como los Estados Unidos, Japón, Francia o Rusia, solo busca abrirse un espacio en el capitalismo mundial, controlado y diseñado a voluntad por Inglaterra. De hecho, Estados Unidos ha ido construyendo su propio espacio imperial en América Latina, el Pacífico y el Caribe, de la misma forma que Japón ha intentado lo mismo en el Pacífico, Francia en África y Asia, y Rusia en los Balcanes y el este de Europa. Pero estos espacios imperiales solo podían ser levantados, arropados por un capitalismo pujante y vigoroso, ingrediente del que carecían los viejos imperios como el austro-húngaro, el otomano y el ruso, al cual Lenin había bautizado como el eslabón más débil de la cadena histórica burguesa.

Alemania no era una máquina de guerra, como tampoco lo era Inglaterra. Solo que, desde 1890, se empieza a notar el deterioro que estaba experimentando el capitalismo británico para seguir controlando los espacios imperiales construidos a lo largo del siglo anterior a la guerra. La competencia comercial, industrial, militar e ideológica, procedente de parte de los nuevos poderes imperiales que se están articulando en diferentes partes del mundo capitalista desarrollado, se experimenta en el imperio británico como un estrechamiento en sus márgenes de movilidad para invertir en nuevos mercados, en el control de los mares y en la promoción de una imagen de la monarquía británica como el ideal supremo de la eficiencia democrática liberal. Construir el espacio imperial y sostenerlo significó para Gran Bretaña un esfuerzo descomunal, de tal forma que un enfrentamiento con aquellos otros poderes europeos que buscaban merodearle sus progresos al imperialismo británico, se veía como inevitable, casi inmediatamente después de la derrota de Napoleón en 1815.

Los alemanes, por ejemplo, tenían claro que después de la derrota de Francia en la batalla de Sedán, la cual cerró la sangría de la guerra franco-prusiana de 1870, debían armarse aún más y fortalecer la unidad nacional germana sobre la base de un capitalismo altamente desarrollado, en el que predominaran el desarrollo tecnológico, las habilidades empresariales y, más que nada, el buen funcionamiento de una maquinaria burocrática estatal capaz de ubicarse, sin miramientos de ninguna especie, detrás del ejército cuando éste lo requiriere. Posiblemente no se encuentra en la historia europea de los últimos ciento cincuenta años, una amalgama entre el Estado y el Ejército de tal envergadura y naturaleza, como la lograda por Alemania, después de la derrota de Francia. El plan del General Alfred Von Schlieffen (1833-1913), que había sido diseñado desde 1905 para enfrentar las eventualidades de una nueva guerra contra los franceses, fue imaginado como la salida más lograda para el movimiento de tropas, material bélico y logística militar que fuera necesaria en esas circunstancias inéditas de expansionismo alemán, no sólo en Europa sino también en África, Asia y América.      

De la misma forma que la derrota del imperio austro-húngaro en 1866, la derrota de Francia, cuatro años después, estableció las reglas del juego con las cuales los alemanes iban a disputar los nuevos espacios imperiales que se construirían en Europa, sin consideraciones de ninguna especie respecto a las posibilidades reales de bloquear dicho proceso que tuvieran Rusia, el Imperio Otomano y el Imperio Británico. De hecho, la Triple Alianza de las potencias centrales, Alemania, Austria-Hungría y Turquía (el Imperio Otomano), estaba forjada al calor de acuerdos que se firmaron en 1884, cuando se pactaron los primeros movimientos de lo que sería luego el imperio alemán, plagado de todas las connotaciones colonialistas que estaba luciendo.

                                                             VII

Quien quiera creer que la guerra democratiza y allana las posibles diferencias sociales que existieran entre los hombres en el campo de batalla, podría equivocarse de manera resonante. Tanto en las filas de las potencias centrales como en las de la Triple Entente (Inglaterra, Francia y Rusia), los requerimientos imperiales y profundamente clasistas se mantuvieron intactos, como si la Revolución Francesa hubiera tenido lugar en vano. De hecho, en las trincheras al soldado raso se lo consideraba casi sub-humano. Y los aristócratas tenían una serie de privilegios que podrían dejar boquiabierto al más pintado. En ocasiones estos últimos tenían barracas, oficinas y hasta cuartos empapelados en las trincheras, donde la mayor parte de la soldadesca chapaleaba en el barro, las heces de los compañeros, y una asombrosa miríada de enfermedades. Muchas de las mismas eran el producto de la guerra y de las aterradoras condiciones en que se desenvolvía.

En batallas y campos como Gallipolli, Salónica y Verdún, para mencionar algunos ejemplos, los niveles de demencia guerrerista alcanzaron cotas solamente superadas tal vez en Stalingrado. Sin embargo en aquellas ocasiones el desagarro psicológico, la mutilación y la muerte llegaban por primera vez a una guerra inédita en la historia militar de Occidente. Los 10.000 kilómetros de trincheras que se extendían en el frente occidental, desde el Canal de la Mancha hasta la frontera con Suiza recogen un capítulo de la Primera Guerra Mundial, que refleja a ciencia cierta los excesos y la brutalidad a que llegó el sistema capitalista europeo para defender sus logros económicos no sólo en Europa, sino también en otras partes del mundo que consideraba sus colonias. La guerra de trincheras era el resultado de un empate entre las fuerzas imperiales contendientes que, después de la destrucción de Lieja en Bélgica, y del estancamiento en el Marne, dentro del territorio francés, hizo a los alemanes entender que el conflicto no terminaría rápidamente, como se les había dicho a los jóvenes quienes entregarían sus vidas por nada. La banalidad de una batalla como la de Verdún, donde los franceses se aferraron con avidez fanática al simbolismo de la ciudad fortaleza, dejó en los campos de muerte a más de medio millón de hombres jóvenes de Francia, y poco más de cuatrocientos mil alemanes.

Deberíamos de comprender que los juegos diplomáticos en los que se sumergieron los británicos, los alemanes, los rusos, los austriacos y los turcos, sin dejar de tomar en cuenta a las potencias menores como Italia, Grecia, Serbia, Rumania y Bulgaria, no buscaban únicamente despojar a los alemanes de sus colonias en África y Asia, como alguien podría pensar con gratuidad. Para finales de 1916, Alemania había dejado de ser una potencia colonial en esas regiones. No tanto porque los ingleses, franceses y japoneses hubieran logrado arrinconarlos, sino porque la diplomacia se había llegado a convertir en un arma al servicio de la geografía de los imperios, que buscaban retener sus viejos espacios imperiales, o adquirir otros nuevos con la violencia de las armas y el despojo negociado debajo de la mesa. Esta fue la actitud de Italia, por ejemplo, quien decidió ingresar a la guerra hasta 1915, cuando varias regalías territoriales le fueron garantizadas a costa de la derrota de Alemania. Fue lo mismo con relación a Serbia y su solicitud de apoyo al imperio ruso, para poder enfrentar la amenaza que representaba la integración forzada a la que aspiraba el imperio Austro-Húngaro. Éste, por su parte, al igual que el imperio otomano (Turquía), buscaba, desesperadamente, con el soporte de los alemanes, sostener una unidad territorial, étnica, lingüística y política tan variopinta y desigual, que no escatimó negociaciones, intrigas y golpes de mano a espaldas de sus aliados, inspirados por la enorme antipatía que les provocaba el militarismo prusiano.

Para Alemania, la alianza con Austria-Hungría era como estar esposado a un cadáver. Y el imperio otomano, que venía siendo sacudido por transformaciones internas de gran calibre desde 1908, frágil y quebradizo, representaba para los alemanes la única fuerza capaz de contener el avance de los rusos y de los británicos hacia zonas de gran importancia geográfica como Irán y Mesopotamia (hoy Irak). De hecho en Gallipolli los turcos pudieron demostrarles a los Aliados, que constituían un ejército respetable, no así por su arrojo y capacidad de combate, sino por su inteligencia, su rapidez y su compactación para responder a los imprevistos. En esta dinámica de pesos y contra-pesos la diplomacia de antiguo régimen, aquella que caracterizó al período que media entre 1815 y 1870, salió sacrificada, porque la Primera Guerra Mundial, se trajo abajo todos los viejos rituales con que las decrépitas monarquías convalidaban sus negociaciones, acuerdos y alianzas de otrora.

                                                          VIII

La Primera Guerra Mundial fue la apoteosis de una confrontación inter-imperialista. Pero además fue una “guerra total”[10]. Ello quiere decir que el conflicto fue superado en sus dimensiones puramente militares. Si la economía capitalista venía dando tumbos desde 1873, y tuvo períodos de auge transitorios hasta 1896, con la guerra, la debacle fue total. Se nos ha enseñado que los únicos soldados en rebelarse contra sus oficiales, por sus vinculaciones con la autocracia, fueron los rusos. Que éstos fueron víctimas fáciles de la propaganda promovida por los bolcheviques en las trincheras, casi desde los inicios mismos del conflicto. Que los soldados rusos no tenían botas, no tenían buena comida, que se morían de frío, que la industria militar no podía satisfacer las abrumadoras necesidades técnicas y logísticas de sus ejércitos. Que Rusia alcanzaba a producir unos 290 millones de cartuchos por año, cuando se estaban consumiendo 200 millones por mes. Que Rusia podía movilizar unos diez millones de hombres, pero solo disponía de unos cuatro millones de rifles, mal cuidados, envejecidos y humedecidos por la falta de uso.

Todo aquello era cierto, pero resulta que esa no era únicamente la situación real que tenía en sus manos la autocracia rusa, sino que similares condiciones aquejaban a la monarquía austro-húngara, al imperio otomano y al mismo ejército francés. Se podría sostener que tal vez solo los ejércitos inglés y alemán estaban en capacidad de hacer frente a un conflicto militar que, ya para 1916, se había engullido a la economía mundial, había modificado con profundidad el mapa lingüístico, la geografía política y las jerarquías étnicas en imperios como el de Austria-Hungría. En este último, al empezar la guerra, los oficiales tenían que hacerse acompañar de una cuadrilla de traductores, pues tenían que impartir órdenes en quince idiomas, cuando menos. La tirantez étnica y la ensombrecida nitidez geográfica en la que vivían muchos de los pueblos bajo la dominación austro-húngara, están detrás de la conspiración que ultimó a tiros al heredero de la corona, Francisco Fernando y a su esposa plebeya, aquel fatídico 28 de junio de 1914. En el siguiente agosto, como decía la gran historiadora Bárbara Tuchman, los cañones resonaban por toda Europa[11].

Pero el conflicto remeció los fundamentos profundos de la vieja democracia liberal europea, y abrió el camino para que nuevas nociones del poder, no tan democráticas, emergieran ahí donde se había producido un vacío de autoridad acicateado por estructuras económicas y sociales que pertenecían al pasado. El nuevo capitalismo de Alemania, Estados Unidos y Japón, traía consigo una noción de empresa, un criterio de relación entre ciencia y tecnología, y una concepción de la competitividad mercantil que era producto de una vigorosa internacionalización de la acumulación de capital, inédita en tiempos del viejo capitalismo de tendero que todavía practicaba el Imperio Inglés en vísperas de la guerra.

La guerra arrasó con ese viejo capitalismo e hizo posible que una monopolización sin precedentes, armada de ejércitos de soldados, burócratas, técnicos e ideólogos a sueldo hicieran posibles prácticas imperialistas que aniquilarían sin contemplaciones la independencia nacional de pueblos enteros, los despojarían de sus riquezas humanas y materiales, y los convertirían en simples consumidores de las chucherías producidas por sus empresarios y hombres de negocios, de vuelta en la madre patria. Alguien podría pensar que la historia avanza en círculos concéntricos, como habría dicho Vico en su momento, solo que ahora la diferencia la establecía una transformación tecnológica espectacular, que terminaría por hundirse con la Segunda Guerra Mundial.

Pero la guerra fue total, no sólo porque las grandes empresas y fábricas se pusieron del lado de sus ejércitos con el fin de proveerlos de lo que necesitaran para que se mataran y mataran a otros, como sucedería en Alemania, Inglaterra y Francia, sino también porque las mujeres, los ancianos, los adolescentes y los niños se vieron obligados a participar de un conflicto militar que no siempre vieron como suyo. Frente a estos efluvios de aparente patriotismo, sin embargo, los soldados franceses, austriacos, alemanes y británicos, de la misma forma que los rusos, también criticaron duramente a sus oficiales (con frecuencia se decía que la guerra la peleaba un grupo de leones liderado por una recua de burros), debido a que, muchas de las operaciones en las que perdieron la vida cientos de miles de hombres, no tenían sentido, y estaban inspiradas en la vanidad, el egocentrismo y la prepotencia, como sucedió con los famosos “gemelos terribles”, los generales alemanes Hindenburg y Ludendorff, considerados héroes nacionales, pero también aristócratas militares para quienes las vidas de sus hombres valían muy poco, pues por encima de todo estaba el nacionalismo alemán. Paradójicamente, no obstante, el mentado chovinismo no daba para tanto y países como Inglaterra, Francia e Italia, se vieron en la obligación de utilizar tropas coloniales, con el fin de enfrentar todos juntos, colonialistas y colonizados, a la imbatible máquina de guerra que habían construido los alemanes. Miles de jóvenes soldados australianos, hindúes, canadienses, neozelandeses, nigerianos, argelinos, kenianos, vietnamitas y otros, perdieron la vida para que sobreviviera una potencia imperial que solo buscaba la perdurabilidad de un sistema económico que se inventaba esta clase de guerras para seguir funcionando.                  

                                                      IX

Decía bien José Enrique Rodó, uno de los pocos latinoamericanos que escribió sobre la Primera Guerra Mundial, cuando apuntaba: “Tal vez se aproximan en el mundo tiempos de transformaciones pasmosas y violentas. Tal vez hemos de asistir al alumbramiento monstruoso en que, entre torrentes de lágrimas y sangre, broten, de las desgarradas entrañas de esta civilización doliente, nuevo orden y nueva vida”[12]. En ese nuevo mundo estaban pensando los obreros y los campesinos, que ponían los muertos en las trincheras del Marne, Verdún y el Somme, las mujeres y los niños que caían exhaustos fundiendo campanas, durante doce horas diarias, como hacían los austriacos para fabricar balas, con el afán de atender a un ejército que se redujo a la mitad en el primer año de lucha.

Después de 1916, las huelgas, los motines y los sabotajes se convirtieron en una plaga difícil de combatir en los ejércitos francés, austro-húngaro, alemán y ruso. Las desbandadas y las deserciones en masa debilitaron al ejército ruso de tal forma, que con frecuencia el asesinato de los oficiales de la autocracia de Nicolás II, se había llegado a convertir en un síntoma indiscutible de la más temible de las enfermedades que podía padecer un ejército de la vieja escuela: la indisciplina y el anonimato. A estos últimos los sucedieron los juicios sumarios, los ahorcamientos y los fusilamientos. Es decir que, los ejércitos en conflicto estaban implosionando, cuando las tropas norteamericanas hicieron su ingreso a finales de 1917, para acelerar el final de una guerra, de la cual emergerían algunas de las revoluciones y de las tiranías más emblemáticas de la historia del siglo veinte. Los Estados Unidos saldrían enormemente enriquecidos y poderosos.    

Pero los ingleses, tan circunspectos y disciplinados, se encontraron también con serios problemas para controlar su patio trasero, es decir Irlanda. Aquí, el imperialismo británico se enfrentó con una de las fuentes de desasosiego y violencia más complejas que pudieran haber imaginado, desde que el conflicto militar había iniciado. Como los rusos, los italianos, los turcos, los griegos, los austriacos y los ciudadanos de los Balcanes, los irlandeses aprovecharon el contexto de guerra en el que se encontraba la potencia imperial, para manifestar su desacuerdo con las alianzas y los pactos establecidos desde hacía siglos con Inglaterra, y se fueron a la violencia callejera, la organización terrorista y guerrillera para revisar o modificar a fondo aquellas instituciones, tanto así que, uno de los nombres más representativos de la independencia de Irlanda, Roger Casement, terminó colgado para pagar un juicio por alta traición en agosto de 1916 (había nacido en 1864)[13].

  

                                                         X

La Primera Guerra Mundial arrastró a la muerte a unos diez millones de personas, en los campos de combate. Dejó heridos, mutilados y enfermos a otros dieciocho millones de hombres. Y afectó de manera indirecta, por razones sociales, económicas y psicológicas, a cien millones de seres humanos más. Cuando se discutían los créditos de guerra, en agosto de 1914, los socialdemócratas alemanes, renegando de las nobles tradiciones revolucionarias en las que predominaba el internacionalismo de los trabajadores, decidieron ponerse al lado de sus burguesías nacionales e irse de bruces, ciegamente, hacia la carnicería. Hoy no tiene sentido plantearse preguntas sin respuesta, como las que critica sabiamente el historiador inglés Richard J. Evans en su último libro. Carece de motivos serios una especulación sobre lo que hubiera sucedido si Alemania gana la guerra. Si Gran Bretaña y los Estados Unidos no hubieran entrado en el conflicto[14]. Tal vez si la revolución alemana hubiera triunfado en 1919, Hitler y Stalin jamás hubieran llegado al poder.

La historia suele suceder de una determinada manera y las reflexiones “contra factuales” (es decir contra los hechos) no conducen a ningún lado, a no ser hacia la frustración y la amargura. De tal manera que a los historiadores nos corresponde levantar un testimonio de los acontecimientos, proponer algunas explicaciones y análisis, pero evitar, hasta donde sea posible, las especulaciones simples y llanas, tan parecidas a las adivinanzas y no así a la verdadera indagación histórica.

La Primera Guerra Mundial demostró, con amplitud, que las potencias imperiales europeas, junto a los Estados Unidos y Japón, eran capaces de llevar al mundo a la catástrofe para defender la cuota de ganancia que el colonialismo imperialista les había permitido conseguir en un lapso de tiempo bastante corto. Lo que estaba en juego, verdaderamente, no eran tanto un puñado de colonias, sino la ganancia, el crecimiento capitalista que las mismas podrían traer consigo en términos de fuerza de trabajo, materias primas y control estratégico internacional de los mercados. El imperialismo con colonias es nada sino le abre el camino a un imperialismo sin colonias, donde el sistema económico hace de las suyas de forma antojadiza y sin límites.

Con este contexto, la socialdemocracia alemana e internacional, en vísperas de al guerra, se encontró en medio de un debate que no se agotaba en el tema político, sino que tocaba muy de lleno los aspectos financieros, económicos, militares y puramente humanos de una posible guerra en la que los viejos imperios coloniales se jugaban la vida, al enfrentarse a un nuevo estilo de practicar el imperialismo. La Segunda Internacional de los Trabajadores (fundada en 1889)[15], que durante los años noventa del siglo diecinueve llegó a reunir lo más granado y brillante del pensamiento marxista y revolucionario del momento, terminó fragmentada y arruinada, emponzoñada por una serie de debates, discusiones y enfrentamientos que la llevaron al colapso, a la división y a una ciénaga de traiciones, maledicencia e intrigas en virtud de que la guerra mundial había hecho reflotar las viejas rencillas entre reformistas y revolucionarios.

Los trabajadores organizados en la calle, en sindicatos, cooperativas, sociedades de ahorro mutuo, en partidos políticos y otras formas de organización, se encontraron de un momento a otro con la sorpresa de que sus líderes se tambaleaban y no podían decidir si ir o no a la guerra la cual, la víspera, habían calificado como una guerra imperialista, de rapiña y saqueo entre diferentes potencias colonialistas. Estaba claro, desde la época de Marx y Bakunin, que los trabajadores no tenían patria. Que las condiciones de explotación y maltrato, ellos las vivían por igual en cualquier parte del mundo, donde el capital pagara un salario por la única mercancía que podían vender, su fuerza de trabajo. Pero con la guerra mundial, el internacionalismo que habían pregonado los supuestos líderes proletarios, saltó en pedazos y ellos terminaron plegándose a los intereses de sus burguesías nacionales.

El fantasma del patrioterismo, del chovinismo, del nacionalismo racista y segregacionista se abrió camino, para hacerles creer a los trabajadores de Alemania que ellos tenían intereses y aspiraciones de clase radicalmente distintas a los de Inglaterra. Ya se vería en las trincheras de Francia que tal argumento no era más que una triste falacia. Pues los muertos los pusieron los obreros y los campesinos de potencias imperiales que solo buscaban incrementar su cuota de ganancia. La clara comprensión de este problema, algo en verdad complejo para trabajadores semianalfabetos, pero que veían con lucidez de qué lado estaba la razón, fue el producto de una extraordinaria labor pedagógica llevada a cabo por organizaciones como las de los bolcheviques y de los anarquistas en Rusia, nación que finalmente se retiraría de la guerra, abriendo, de esta forma, el camino para que la revolución iniciara un proceso irreversible en el que los obreros y los campesinos constantemente estarían superando a su líderes en la fábrica y en el campo.

Con el armisticio en 1919 vendrían una serie de transformaciones políticas, sociales, económicas, geopolíticas, ideológicas y culturales de tal envergadura que nuestro mundo actual sería incomprensible sin hacer una referencia por lo menos modesta al legado transmitido por la Primera Guerra Mundial. Después de ella, el mapa europeo cambió sustancialmente, nacieron nueve repúblicas con el desmembramiento del viejo imperio austro-húngaro, se desintegró el imperio otomano, Francia recuperó las provincias de Alsacia y Lorena que había perdido con la guerra franco-prusiana de 1870, Inglaterra conservó y fortaleció el control de su imperio, Italia y Alemania fueron despojadas en gran parte de sus colonias africanas y asiáticas.

Entre tanto en Rusia se llevaba a cabo una de las revoluciones más profundas y transformadoras del siglo veinte. La revolución bolchevique, cuyo punto de origen se encuentra sin lugar a dudas en la Primera Guerra Mundial, al menos en lo correspondiente a la etapa de 1917, modificó la historia de ese país de manera tan abarcadora y comprehensiva que aún en nuestros días se sienten sus efectos y sus promesas inconclusas. Pero, de la misma forma, en esta guerra se encuentran también las raíces y motivaciones más ocultas de lo que sería la historia de Alemania, Italia, África y Asia, en la segunda parte del siglo XX.

Pero, finalmente, Rosa Luxemburgo sería asesinada en 1919, junto a sus compañeros de lucha Karl Liebknecht (1871-1919) y Leo Jogiches (1867-1919), fieros oponentes de que la socialdemocracia alemana participara de una guerra que únicamente desolación y muerte podría traerle al proletariado centroeuropeo. Con ellos murió el anti-militarismo revolucionario de la primera parte del siglo veinte, y estableció las bases y postulados de una forma de lucha que separaría tajantemente a los comunistas de los socialdemócratas, a los bolcheviques de los anarquistas. Daría origen al mismo tiempo, a una de las expresiones del totalitarismo más devastadoras de la historia, el nazi-fascismo, como expresión superior de los excesos a los que puede llegar el sistema capitalista, la cultura burguesa en su fase más raquítica, cuando el imperialismo solo le ha dejado el recurso de las armas, la opresión y la brutalidad.    

      

                                                                    

                                                                       XI

Podríamos concluir este ensayo con otra cita del gran escritor uruguayo José Enrique Rodó, que recoge con sabiduría y sensibilidad lo que se avecinaba después de la Primera Guerra Mundial. Él decía: “La guerra traerá la renovación del ideal literario, pero no para expresarse a sí misma, por lo menos en son de gloria y de soberbia. La traerá porque la profunda conmoción con que tenderá a modificar las formas sociales, las instituciones políticas, las leyes de la sociedad internacional, es forzoso que repercuta en la vida del espíritu, provocando con nuevos estados de conciencia, nuevos caracteres de expresión. La traerá porque nada de tal manera extraordinario, gigantesco y terrible, puede pasar en vano para la imaginación y la sensibilidad de los hombres: pero lo verdaderamente fecundo en la sugestión de tanta grandeza, lo capaz de morder en el centro de los corazones, donde espera el genio dormido, no estará en el resplandor de las victorias ni en el ondear de las banderas, ni en la aureola de los héroes, sino más bien en la pavorosa herencia de culpa, de devastación y de miseria: en la austera majestad del dolor humano, levantándose por encima de las ficciones de la gloria y proponiendo, con doble imperio, el pensamiento angustiado, los enigmas de nuestro destino, en los que toda poesía tiene su raíz”[16].

 


[1] Rodrigo Quesada Monge (1952). Profesor Catedrático Jubilado de la UNA-Heredia, Costa Rica.

[2] Karl Radek (1912). Imperialismo alemán y clase trabajadora. En Day y Gaido (2011). Op. Cit. P. 525.

[3] Max Beer (1906). En Day y Gaido (2011). Op. Cit. Cap. 16.

[4] Rudolf Hilferding (1907) Imperialismo alemán y política doméstica. En Day y Gaido (2011). Op. Cit. Cap. 23.

[5] Rosa Luxemburgo (1911). Utopías de paz. En Day y Gaido (2011). Op. Cit. Cap. 29.

[6] Karl Radek (1912). En Day y Gaido (2011). Op. Cit. Cap. 36. P. 529.

[7] Sebastian Conrad (2012). German Colonialism. A Short History (Cambridge University Press) P. 26.

[8] P. J. Cain and A.G. Hopkins (1993). British Imperialism: Innovation and Expansion. 1688-1914 (UK: Longman Group). Véase también Rodrigo Quesada Monge (2013) América Latina. 1810-2010. El legado de los imperios (San José, Costa Rica: EUNED).

[9] Con sobrada razón algunos autores hablan de este momento como de “la crisis de julio” de 1914.

[10] Álvaro Lozano (2011). Breve historia de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) (Madrid: Ediciones Nowtilus). Capítulo 9.

[11] Barbara Tuchman (2012). The Guns of August (The Library of America).

[12] José Enrique Rodó (1967). Escritos sobre la guerra de 1914. En Obras Completas (Madrid: Aguilar). P.1232. Otro de los latinoamericanos que escribió crónicas valiosísimas sobre esta parte de la historia europea fue Enrique Gómez Carrillo, el ilustre guatemalteco que varios estudiosos consideran uno de los principales responsables de la difusión del modernismo en Europa y América.

[13] Una buena introducción a la biografía de Roger Casement es la novela de Mario Vargas Llosa (2011) titulada El sueño del celta (Madrid: Alfaguara).

[14] Richard J. Evans (2014). Altered Pasts: Counterfactuals in History (The Menahem Stern Jerusalem Lectures (Brandeis University Press).

[15] La Primera Internacional de los Trabajadores había sido fundada por Marx, Engels y Bakunin en 1864. Ver de Novack, Frankel y Feldman (1977). Las tres primeras internacionales. Su historia y sus lecciones (Bogotá: Ediciones Pluma. Traducción de Luz Jaramillo).  

[16] Rodó (1967). Op. Cit. P. 1240.


Por Maximiliano Cavalera

Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes (Karl Marx, Federico Engels, El Manifiesto Comunista)

El mes de marzo se cumple un aniversario más de la muerte del filósofo y revolucionario “alemán” Karl Marx. ¿Pero podríamos encasillar a Marx solo como filósofo o como alemán? Su vida como pensador tiene una enorme importancia que va más allá de una sola nacionalidad y una rama de la ciencia. Es decir, Marx sintetizaría en su obra tanto teórica como práctica, el internacionalismo en función de la causa de los trabajadores. No podría ser más claro al enunciar su onceava tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo” (Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach). Es decir, la ciencia no solo debe ser una herramienta para la contemplación o análisis de los fenómenos, todo lo contrario, la ciencia y la filosofía deben estar en función de transformar la cruda realidad en la que está sumergida la humanidad. En este aniversario de la muerte de Karl Marx, le brindamos un breve homenaje al pensador que le dio la más grande herramienta de lucha a los trabajadores, su pensamiento como herramienta de trasformación y emancipación de los explotados.

Su Juventud

Karl Marx nació en Alemania en una ciudad llamada Tréveris en el mes de mayo del año 1818. Fue engendrado por un abogado llamado Heinrich Marx. Su madre fue Henrietta Pressburg. Inicia sus estudios en la universidad Renana de Bonn. Fue en esta universidad que conoció a la que sería su esposa y madre de sus hijos Jenny Von Westphalen: "la más hermosa de Treveris", mujer de grandes cualidades, de mejor posición social y cuatro años mayor que su pretendiente. Esa relación, formalizada desde el inicio de la vida universitaria, amenazaba, según los temores del viejo Enrique Marx, con ir a parar en matrimonio y distraer todavía mas a Carlos de sus estudios.” (Carlos Marx - Miseria de la biografía, Rodolfo Peña).

El paso de Marx por Bonn fue efímero y algo jovial; a medida que pasa el tiempo su padre muestra enormes preocupaciones por el comportamiento del joven Marx: "No quiero y no puedo ocultarte mis flaquezas. Mi corazón se exalta a veces cuando pienso en ti y en tu futuro. Y a pesar de ello no puedo desprenderme de ideas tristes, llenas de presentimientos y temores, cuando, de pronto, pienso: ¿corresponderá tu corazón a tu cabeza, a tus talentos? ¿Tendrá cabida para los sentimientos terrenales, pero dulces, que en este valle de lágrimas son tan consoladores para el hombre sensible? Y ya que al parecer tu corazón está animado y dominado por un genio que no ha sido dado a todos los humanos, ¿será ese genio de naturaleza divina o fáustica?" (Ídem).

En Berlín inicia sus estudios de filosofía terminándolos en 1841. Al siguiente año, junto a Bruno Bauer publica la Gaceta Renana, dicha publicación lo llevaría al exilio en Francia. Fue ahí que conoce a su amigo entrañable y principal colaborador Federico Engels. En el exilio publica los Anales Franco Alemanes y la crítica de la filosofía del Derecho; junto a Engels publicó "La Sagrada Familia”. Según Lenin: “Los artículos de Marx en los Anales nos muestran ya al revolucionario que proclama la "crítica despiadada de todo lo existente", y, en especial, la crítica de las armas", apelando a las masas y al proletariado.” (Lenín, Biografía de Carlos Marx).

El movimiento obrero

Marx no descansa en sus actividades políticas. Por ende, fue perseguido por el gobierno prusiano que no descansó hasta lograr su exilio de Francia. Al salir de Francia se dirige Bélgica a la cuidad de Bruselas, en donde se dedica a escribir La Miseria de la Filosofía que publica en 1847. Es por estas fechas que se comienza a ligar al movimiento obrero: “Al mismo tiempo encontró ocasión de fundar en Bruselas una Asociación de obreros alemanes, con lo que entró en el terreno de la agitación práctica. Esta adquirió todavía mayor importancia para él al ingresar en 1847, en unión de sus amigos políticos, en la Liga de los Comunistas, liga secreta, que llevaba ya largos años de existencia. Toda la estructura de esta organización se transformó radicalmente; la que hasta entonces había sido una sociedad más o menos conspirativa, se convirtió en una simple organización de propaganda comunista -secreta tan sólo porque las circunstancias lo exigían-, y fue la primera organización del Partido Socialdemócrata Alemán.” (Carlos Marx, Federico Engels).

Es en el segundo congreso de la Liga de los Comunistas que se le encarga a Engels y a Marx la redacción del Manifiesto Comunista. Dicha obra contiene los elementos fundamentales del pensamiento socialista, es ahí donde Marx y Engels le comienzan a dar forma científica al socialismo. Debemos indicar que antes de Marx y Engels el socialismo era llamado utópico, precisamente porque se trataba de intentos de crear una sociedad igualitaria sin tomar en cuenta que se tenía que destruir el Estado burgués. Eran muchos los casos en que personas indignadas con la barbarie de la explotación capitalista se iban a islas a construir una sociedad igualitaria con el enorme problema de que el capitalismo seguía existiendo y explotando a millones de trabajadores.

En 1848 triunfa la revolución en Francia; la onda expansiva llega a Alemania, donde se traslada Marx. En Colonia publica un periódico llamado "Nueva Gaceta Renana". Esta publicación es: “el único periódico que defendió, dentro del movimiento democrático de la época, la posición del proletariado, cosa que hizo ya, en efecto, al apoyar sin reservas a los insurrectos de junio de 1848 en París” (Ídem). En consecuencia, la prohibición no se haría esperar, la derrota de la revolución en Alemania le plantea nuevamente el exilio político y regresa a París para ser expulsado a Inglaterra, en donde pasó el resto de su vida.

El Capital

Según Engels, después de la condena de los miembros de los miembros de la Liga de los Comunistas en Colonia, Marx se consagra a estudiar los manuscritos que albergaba el afamado Museo Británico. El producto de estos estudios serían valiosísimos para la historia de la humanidad; en 1859 se publica la “Contribución a la Crítica de la Economía Política”, 8 años más tarde, en 1867 se publicaría una de las obras más importantes, por fin, el primer tomo de El Capital salió al público: “Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el hecho, tan sencillo, pero oculto bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc.; que, por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales, y por consiguiente, la correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o una época es la base a partir de la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los hombres y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y no al revés, como hasta entonces se había venido haciendo.” (Discurso de Federico Engels ante la tumba de Karl Marx).

La Asociación Internacional de los Trabajadores

Consciente de que el capitalismo es mundial, los trabajadores del mundo tienen que organizarse a nivel mundial para destruir el capitalismo. Esta premisa es fundamental para el marxismo, que comprende la complejidad de la lucha de clases por el mundo, en donde un triunfo político de los trabajadores en la India tendría consecuencias en la misma Inglaterra. El 28 de septiembre se funda en Londres la I internacional, llamada la Asociación Internacional de los Trabajadores. Este primer intento fracasaría y la I internacional se disolvería en 1872 por las diferencias entre marxistas y anarquistas. La derrota de la Comuna de París realzaría esta división entre las dos principales corrientes de la I internacional.

El legado

El legado de Marx perdura hasta nuestros días; él brindó a los trabajadores la luz del conocimiento para su emancipación. Hoy más que nunca, cuando la humanidad está sometida a la explotación, su legado nos ilumina el camino de la libertad de los explotados. Quién mejor que Engels para expresar lo que significó Karl Marx para el mundo: “Por eso, Marx era el hombre más odiado y más calumniado de su tiempo. Los gobiernos, lo mismo los absolutistas que los republicanos, le expulsaban. Los burgueses, lo mismo los conservadores que los ultrademócratas, competían en lanzar difamaciones contra él. Marx apartaba todo esto a un lado como si fueran telas de araña, no hacía caso de ello; sólo contestaba cuando la necesidad imperiosa lo exigía. Y ha muerto venerado, querido, llorado por millones de obreros de la causa revolucionaria, como él, diseminados por toda Europa y América, desde las minas de Siberia hasta California. Y puedo atreverme a decir que si pudo tener muchos adversarios, apenas tuvo un solo enemigo personal. Su nombre vivirá a través de los siglos, y con él su obra.” (Ídem).


Por Maximiliano Cavalera

La historia militar de la humanidad ha registrado acontecimientos importantes y dignos de celebrar, muchas películas se han realizado celebrando la ferocidad de los guerreros espartanos que defendieron el paso de las Termópilas logrando por tres días atrasar el paso de los soldados persas que pretendían conquistar todas las ciudades Estados de la Grecia antigua. Igual de gloriosa fue la trágica epopeya de la rebelión de los esclavos liderada por Espartaco, trágico fue su final, en donde los “rebeldes” fueron asesinados o condenados a pagar en una cruz su deseo de emanciparse de la espada esclavista romana. Pocos recuerdan cómo fueron masacrados los obreros parisinos de la Comuna de París, pero su lucha fue recordada como la consagración mítica de los obreros por intentar crear una sociedad mejor.

Los ejércitos son instituciones del Estado. Estos existen para defender los intereses de clase, de las clases sociales que dominan el Estado, pero concretamente, la historia de la humanidad ha dado a luz a ejércitos que no responden a los intereses de clase de los poderosos. Los espartanos eran una casta militar que defendía los intereses de la de la democracia esclavista en contra del despotismo del emperador persa. Espartaco lideró un ejército que no es de esclavistas, sino de esclavos que luchan contra de sus mas grandes enemigos, los esclavistas que los condenan a trabajar y servir por casi toda su vida. Más de 1800 años después de la masacre de Espartaco y sus hombres, la ciudad de París constituyó una Comuna, que para defender a Francia en contra de la intervención extranjera se armó y tomó la ciudad. En el primer caso, se trata de un ejército que libra una cruenta lucha de esclavos contra esclavistas, en el segundo, luchan la burguesía contra los obreros. En las dos ocasiones las clases explotadas se armaron espontáneamente y tanteando de a poco, lograron conformar organizaciones que responden a los intereses de los campesinos pobres, esclavos y trabajadores.

Es aquí en donde tenemos que hablar del que fue conocido como el Ejército Rojo de Obreros y Campesinos de la Unión Soviética. Fundado en el mes de febrero de 1918, este ejército no tiene parangón en la historia de la humanidad, es mas, no debe confundirse con el andamiaje burocrático que terminó siendo después de que el Estalinismo corroyese los cimientos de la Revolución de Octubre.

La Primera Guerra Mundial

Muchos historiadores piensan que la Segunda Guerra Mundial no es más que la continuación de la primera. La llamada La Gran Guerra es la lucha de las potencias del mundo. Por un lado tenemos a las potencias que tenían un desarrollo económico tan grande que obtuvieron colonias por casi todo el planeta. Imperialismos como el inglés, norteamericano y francés eran los dueños de los recursos, la materia prima y la mano de obra barata en sus colonias. Por el otro lado estaban las potencias emergentes, que llegaron “tarde” al reparto del mapa imperialista del mundo. Estas tenían pretensiones imperiales y sobre todo, deseaban arrebatarle de las manos las colonias a los imperialismos que ya se habían repartido el mundo. La Alemania de la Primera Guerra Mundial es un gigante industrial que deseaba colonias para sobreexplotar trabajadores y obtener las materias primas tan necesarias para su desarrollo como potencia imperialista

En esta gran masacre los que fueron asesinados en las trincheras no fueron los grandes los archiduques, ni los monarcas, fueron los hijos de los campesinos y obreros los que vieron sus cráneos destrozados en las trincheras y fueron mutilados por las bombas. Toda esta devastación logró que en febrero de 1917 se diese la primera revolución rusa. El triunfo revolucionario en Rusia y la debilidad del capitalismo significó que en Europa se abría una época de revoluciones.

En octubre triunfa el Partido Bolchevique. Así fue que el Partido Bolchevique pone sus labores en firmar la paz. “PAZ, PAN Y TIERRA” fue la promesa que llevó al bolchevismo al poder. Este trabajo no fue fácil, debido a las enormes presiones de las masas rusas, que hambreadas, golpeadas y asesinadas por la guerra imperialista, miraban en la firma de la paz la salida a la miseria en que se encontraban.

La guerra civil

La toma del poder significó un enorme problema para los revolucionarios soviéticos. Los viejos representantes de las castas zaristas no se quedarían con los brazos cruzados, deseaban retomar el control del Rusia y restablecer el viejo orden. Las potencias del imperialismo europeo no permitirían que la revolución se consolidase. Los antiguos enemigos en la Gran Guerra se aliaron, enviaron más de 14 ejércitos imperialistas que invadieron la Unión Soviética.

Las revoluciones son procesos convulsivos en que las clases sociales se enfrentan y luchan entre si. En la Rusia de 1918 se enfrentaron las fuerzas del nuevo orden, el de los soviets de obreros y campesinos, y las del viejo orden Zarista. Los ejércitos del zarismo, el viejo Estado contra uno nuevo, un ejército Zarista que se desintegraba y un ejército de obreros que se estaba comenzando a gestar desde las milicias obreras.

El encargado de construir el nuevo ejército fue León Trotsky, en ese entonces delegado por el Partido Bolchevique para firmar la paz con Alemania (Paz de Brest-Litovsk) y que había fungido en el Comité Militar Revolucionario en la insurrección de octubre: “Trotsky es uno de los mejores escritores del socialismo mundial, pero sus cualidades no le han impedido convertirse en el jefe, el organizador dirigente del primer ejército proletario. La pluma del mejor publicista de la revolución se ha forjado nuevamente en espada.” (León Trotsky, el organizador de la victoria, Karl Radek)

Las bases que conformaron el nuevo ejército están ligadas a los mismos cimientos de la toma del poder en octubre. Las llamadas milicias rojas eran milicias obreras que se habían organizado independientemente para defender las conquistas de la revolución. En las jornadas de Octubre fueron el brazo armado del Soviet de Petrogrado y llevaron a cabo las incursiones armadas que instauraron el poder soviético. El Partido Bolchevique y su disciplina férrea logró tener un valor determinante, ellos fueron el factor subjetivo que llamó a los obreros a armarse y tomar el poder.

Un ejército de Clase

Como mencionamos anteriormente, el Ejército Rojo es una de esas cosas peculiares que ha dado a luz la historia. ¿En que radica su peculiaridad? En primer lugar en que la construcción del socialismo responde a las necesidades concretas que plantea la lucha de clases y la realidad histórica concreta.

Así pues, la misma Revolución de Octubre es un fenómeno sin precedentes. Rusia es el primer Estado en donde se logra expropiar a la burguesía e instaurar un gobierno de los explotados. Por ende, la necesidad de autodefensa obligó a los revolucionarios a fundar un organismo que defendiese la revolución, es decir, un nuevo ejército.

Pero ni el marxismo mismo había profundizado sobre este tema; pocos autores revolucionarios tocaron este tópico de la revolución y el socialismo. Es por esto que la construcción del Ejército Rojo denota una hazaña atípica; como vimos antes, el resto de los ejércitos de los explotados que se armaron en contra de sus amos fueron masacrados y desaparecidos materialmente.

Una de sus características estaba fundada en que: “nos correspondió construir el ejército sobre un terreno recubierto por la sangre y el fango de la pasada guerra, sobre el terreno de la necesidad y el agotamiento, cuando el odio a la guerra y a todo lo militar estaba vivo en millones y millones de obreros y campesinos” (León Trotsky, Sobre Los Frentes).

A medida que la guerra civil avanzaba se tomaban medidas para fortalecer el ejército. Se reclutó oficiales del viejo régimen zarista para dirigir las operaciones militares. Si observamos bien, esta medida responde a una particularidad social, y es que el poder se encuentra en la clase obrera, pero esta no tiene los elementos científicos y técnicos militares que la burguesía ha tenido gracias a siglos de explotación. Al mismo tiempo, introduce la institución del Comisario Político como forma de controlar a este oficial. Esta doble dirección en el Ejército Rojo era concebida como una institución transitoria, esperando que las fuerzas de la revolución tuvieran sus propios mandos militares.

Al final este ejército creado en Febrero de 1918, en las peores condiciones, logró triunfar en la Guerra Civil contra las fuerzas pro zaristas y las fuerzas militares imperialistas. Pero al mismo tiempo la historia fue inflexible con este ejército que fue copado por la degeneración Estalinista. En 1937 se dieron las purgas al interior del Ejército Rojo, llamadas también los juicios de Moscú, en donde se asesinó a la oficialidad militar forjada bajo el calor de la Revolución de Octubre. Irónicamente, el Ejército Rojo fue el último bastión con cierta independencia del dictador José Stalin.

Ese Ejército Rojo estaría destinado a realizar grandes batallas. Su sombra llegó a la Segunda Guerra Mundial logrando vencer al imperialismo alemán dirigido por el nazismo. Ese ejército defendió Leningrado y arremetió en contra del ejército nazi de Alemania, con la férrea tenacidad de clase que se dejaba ver en su juramento: “Me comprometo a defender, al primer llamado del gobierno obrero y campesino, la República Soviética contra todos los peligros y atentados de parte de sus enemigos, así como a no mezquinar mis fuerzas ni mi vida en la lucha por la República Soviética de Rusia en nombre del socialismo y de la fraternidad de los pueblos.” (Escritos Militares León Trotsky).


Por Maximiliano Cavalera

La primera guerra mundial fue el gran escenario para algunos de los acontecimientos más importantes del siglo XX. Hechos que tuvieron magnas repercusiones hasta nuestros días, desde el triunfo del fascismo en Alemania, hasta la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La revolución bolchevique inició la oleada revolucionaria en la vieja Europa, pero desde noviembre de 1918 a enero de 1919 se desarrolló el proceso revolucionario más importante después de la revolución soviética, una revolución proletaria apoyada por los soldados del ejército alemán.

Sin duda, los hilos del destino de la humanidad fueron cortados por la revolución alemana de 1918-1919, su surgimiento y derrota no solo significaron el asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, sino que impidieron la expansión de la revolución por el resto de Europa, en el país con las fuerzas productivas más desarrolladas del viejo continente. La derrota de la revolución en Alemania será el inicio de un proceso que llevará al Estalinismo al poder en Rusia, al ascenso del Fascismo en Italia y posteriormente en Alemania. A pesar de la derrota, recordar este acontecimiento es importante para analizar las condiciones sociales en que se gestaron los cambios, no solo en la victoria sino en la derrota.

La II Internacional

Para comprender el proceso revolucionario en Alemania debemos analizar los anales de la izquierda en Alemania y su desarrollo. Para finales del siglo XIX Alemania era la madre del movimiento obrero mundial; por todo el mundo el Partido Socialdemócrata Alemán era respetado y era ejemplo de los trabajadores y explotados. Tan fuerte fue el movimiento obrero alemán, que el Estado tuvo que dar concesiones a los trabajadores para evitar una revolución. El seguro social tal como lo conocemos fue una concesión hecha intencionalmente, resultado de la lucha de los trabajadores del mundo, pero particularmente los trabajadores alemanes lograron esta conquista. El famoso canciller de hierro Otto Von Bismarck explicaba: “por caro que parezca, el seguro social, resulta menos gravoso que los riesgos de una revolución” (citado en el prólogo del libro Nuevo Derecho de la Seguridad Social, de Ángel Guillermo Ruiz Moreno).  

La historia del Partido Socialdemócrata Alemán, estuvo ligada a la historia de la segunda internacional. Ambos vieron la gloria, el esplendor y la perfidia; claro está, como cualquier organismo político, la socialdemocracia alemana reflejó los intereses de clase de su época. Al crecer y obtener espacios en el sistema, la socialdemocracia fue cediendo cada vez más a los intereses de clase de la burguesía. La debacle llegó en 1914 cuando Alemania firmó los empréstitos de guerra y la socialdemocracia apoyó una guerra que llevaría a la muerte a millones de obreros y campesinos: “La II Internacional no fue capaz de lanzar ni una protesta. En lugar de declarar la huelga general o la lucha contra la guerra imperialista, los líderes socialdemócratas se apresuraron a apoyar a su propia burguesía, con el pretexto de la defensa nacional. Todos estaban devorados por el oportunismo y el chauvinismo, vinculados a través de innumerables nexos con la burguesía.” (Los 4 primeros congresos de la internacional comunista).

La ruina moral de la socialdemocracia alemana y mundial llevó a un puñado de revolucionarios a fundar la III internacional, luego conocida como La Internacional Comunista. En su seno se crearon los embriones de los partidos revolucionarios que estarían en contra de la Primera Guerra Mundial. Ese fue el caso del Partido Bolchevique. El triunfo de los soviets en Rusia significó un cambio importante en la historia del mundo; se cerraba la reacción abierta por la guerra y se iniciaba una época de revoluciones como nunca antes vista en la historia de la humanidad: “En marzo de 1917 es derrotado el zarismo. En noviembre de 1917, el proletariado ruso se apodera del poder del Estado.

En noviembre de 1918 caen las monarquías alemana y austro-húngara. El movimiento huelguístico se extiende a una serie de países europeos y se desarrolla particularmente en el transcurso del siguiente año. En marzo de 1919, se establece la República sovietista en Hungría. Hacia fines del mismo año, los EE.UU. son sacudidos por las formidables huelgas de los metalúrgicos, de los mineros, de los ferroviarios. En Alemania, luego de los combates de enero y de marzo de 1919, el movimiento alcanza su punto culminante, luego de la caída de Kapp, en marzo de 1920.” (TESIS SOBRE LA SITUACIÓN MUNDIAL Y LA TAREA DE LA INTERNACIONAL COMUNISTA, Redactado por Trotsky y Varga).

La revolución de 1918 en Alemania

A mediados de 1918 la población alemana estaba extenuada por la guerra. Los líderes militares como el tristemente célebre general Ludendorff, el mariscal Hindenburg y el estado mayor del ejército deciden que no podrán ganar la guerra y tendrán que negociar el armisticio. Para llevar a cabo esto, logran que el emperador Guillermo II ceda el poder al parlamento apoyándose en el Partido Socialdemócrata Alemán, y dos partidos de liberales, el Partido Demócrata y el Partido Centro Católico. Inmediatamente el nuevo gobierno comenzó a negociar la paz con la Entente. Pero esta maniobra en la superestructura no le resultó a la burguesía. Así es que la revolución comienzó en Noviembre de 1918, con el alzamiento de los marineros de la flota de guerra Kiel, quienes se negaron a obedecer las órdenes de sacar la flota al mar del norte para realizar una última intentona de batalla contra los ingleses.

Este alzamiento se expandió por todo el país, forzando el 9 de Noviembre la caída del Káiser Guillermo. Este proceso político y social era de extrema importancia, ya que planteaba la posibilidad de la expansión de la revolución soviética al resto de Europa, pero no solo eso, sino que un triunfo proletario en Alemania, planteaba la posibilidad de construir una sociedad más igualitaria, con lo más avanzado de la técnica capitalista, premisa fundamental para la construcción del socialismo: “En el mes de noviembre (1918), en el curso de una semana, la revolución se extendió en toda Alemania. La marea revolucionaria, después de haber sumergido a Berlín, arrolló las otras ciudades. Fue un fenómeno espontáneo (…) Por todas partes ondeaban las banderas rojas, cintas rojas en cada ojal y los rostros estaban sonrientes, casi que los días oscuros y lluviosos de noviembre hubieran llevado a la primavera…” (Paul Frolich, Rudolf Lindau, Albert Schreiner, Jakob Walcher, Revolución y contrarrevolución en Alemania 1918 -1920).

El 7 de noviembre la revolución abarcaba todas las ciudades costeras. En los días siguientes abdicaron todos los príncipes gobernantes en los demás Estados alemanes. En este proceso de lucha los socialdemócratas proclamaron la república alemana, presionados por el temor a que los Espartaquistas, comandados por el recién liberado Karl Liebnecht, se adelantasen y pregonasen la Republica Socialista. Los Espartaquistas eran una escisión del Partido Socialdemócrata Alemán fundada en 1916 y su nombre salió de una revista llamada Cartas de Espartacus, en alusión al líder esclavo que puso de rodillas al imperio romano.

El 10 de noviembre fueron surgiendo órganos de poder dual, entes vivos de la revolución que chocaron con los órganos de poder del Estado burgués mismo. Se organizó un consejo de obreros y soldados que rivalizaba con las nuevas instituciones del Estado burgués y con los representantes y sindicalistas socialdemócratas, que fueron desplazados por los representantes de los consejos.

El fracaso de los Espartaquistas

La socialdemocracia junto a sus sindicalistas, comenzaron a maniobrar para vencer a los organismos obreros. Es así que pactaron con la burguesía alemana que los representantes sindicales garantizaran una producción ordenada, terminar las huelgas, hacer retroceder la influencia de los consejos e impedir la socialización de la propiedad productiva.

El Consejo de Representantes del Pueblo presentó el 12 de noviembre su programa de gobierno. Este levantaba el estado de sitio y la censura, abolía la ordenanza de servidumbre y establecía el derecho al voto desde los veinte años, por primera vez también para las mujeres. Todos los prisioneros políticos recibieron amnistía. Se promulgaron las libertades de asociación, reunión y de prensa. Partiendo del Acuerdo de Comunidades de Trabajo se estipuló el día de trabajo de ocho horas, ayuda a los desempleados y se amplió el seguro social y de accidentes.

En enero, los Espartaquistas fracasaron en un intento de insurrección obrera. Las consecuencias son funestas: “A Rosa Luxemburgo le quebró la cabeza el soldado Runge con la culata del fusil. Pero eso no alcanzó: el teniente Vogel le disparó un tiro en el cráneo antes de echarla en el canal del puente Liechtenstein. Karl Liebknecht fue asesinado con un tiro en la frente por la banda del capitán Pabst.” (Marxismo Vivo - Nº 20 - 2009).

Como ya mencionamos, esta derrota sería nefasta para la historia del movimiento obrero, aquí se decidió en cierto sentido el destino del Partido Bolchevique y la instauración de fascismo en Europa. Pero las lecciones que deja este proceso revolucionario son valiosísimas, en tanto que nos enseña que la revolución puede cernirse y abalanzar su espada en contra de las clases explotadoras, pero siempre hace falta el factor subjetivo, es decir, el partido u organización que ayude en el desarrollo de la conciencia de las masas explotadas para instaurarse en el poder político y partiendo de ahí, iniciar una empresa mucho más difícil, la de construir el socialismo.

Lenin y Trotsky, durante la revolucion bolchevique de 1917

Por Alberto Alonso

Estamos a 96 años de la grandiosa revolución socialista rusa, acontecimiento sin el cual no se puede explicar la posterior evolución del siglo XX, y que también inauguró la época de las revoluciones socialistas, caracterizada por la decadencia definitiva del capitalismo como sistema económico y social.

Las revoluciones de 1905 y de febrero de 1917

El movimiento revolucionario que se dio entre enero y noviembre de 1905 fue un ensayo general de lo que acontecería en 1917. El acontecimiento más importante fue el surgimiento de los soviets o consejos obreros como organismos de un nuevo poder alternativo al de la nobleza y la burguesía. Su estructura se constituía de abajo hacia arriba, iniciando con comités de representantes elegidos por una colectividad (obreros de una fábrica, soldados de un regimiento, etc.) que se reunían y tomaban decisiones. Estos soviets se reunían en un Soviet Central que elegía un Comité Ejecutivo.

La participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial agudizó las condiciones conflictivas que conducirían al derrocamiento del régimen zarista en febrero de 1917. El zarismo entró en la guerra careciendo de armamento moderno, de medios de transporte, de eficaces cuadros de mando, de tácticas adecuadas, de una red logística, etc. Lo único que poseía era millones de hombres, campesinos en su mayoría, que fueron lanzados al frente careciendo de armas y víveres. Rusia no era más que un títere de los aliados occidentales en la guerra imperialista. Por ello los soldados carecían de una motivación por la cual luchar. Esto, y la carencia de todo lo esencial hizo que el ejército ruso no tardara en desplomarse y desmoralizarse, rompiendo la disciplina y con miles de deserciones.

La guerra desorganizó la economía y agudizó el hambre. Quienes se bañaban en dinero vendiendo suministros al ejército eran la burguesía y la nobleza. Las huelgas no tardaron en generalizarse. El 23 de febrero (8 de marzo en el calendario gregoriano occidental) de 1917 estalló una masiva huelga de obreras textiles, surgida desde las propias bases. Durante los siguientes cinco días el movimiento huelguístico fue creciendo en intensidad, sumando fábrica tras fábrica, regimiento tras regimiento y ocupando las calles en desafío a la represión zarista. La escuadra del Báltico se sublevó y los marinos fusilaron a los oficiales. Se declaró la huelga general y surgieron de nuevo los soviets, con los partidos menchevique, socialrevolucionario y bolchevique, que habían sido tomados por sorpresa por los acontecimientos, a la cabeza. La burguesía, los generales y la nobleza aconsejaron al zar la abdicación.

El verdadero poder quedó en manos del Soviet de Petrogrado, único organismo al que reconocían y obedecían los obreros y soldados. Pero los dirigentes del Soviet eran en su mayoría mencheviques y socialrevolucionarios, cuya idea era que aún no había llegado el momento de la revolución obrera y socialista, sino que la dirección la debía tomar la burguesía bajo un régimen democrático parlamentario, que debía desarrollar el capitalismo y en un futuro lejano se vería qué pasaba con la revolución proletaria. Por esta razón el Soviet entregó el poder en manos de la Duma (especie de parlamento), cuyos miembros pertenecientes a los partidos liberales burgueses, asustados por la movilización obrera y totalmente confundidos, no tuvieron más remedio que recibir la brasa que les caía inesperadamente del cielo.

El gobierno provisional

De la Duma surgió el gobierno provisional, compuesto mayoritariamente por liberales (del partido Cadete) y algunos socialrevolucionarios de derecha (entre otros Kerensky). Los soviets habían tomado sus propias medidas democráticas liberando presos políticos, organizando el abastecimiento de alimentos, legalizando sindicatos y partidos, sin esperar decretos del gobierno. Éste, por su parte, se limitaba a ratificar la política de las masas encuadradas en los Soviets. Los dirigentes bolcheviques dentro de Rusia (Kamanev y Stalin) dieron su apoyo a este gobierno provisional, rechazando la posibilidad de exigir un gobierno de la clase obrera.

La política del gobierno provisional de respetar los compromisos tomados por el zarismo con los aliados, continuando la participación de Rusia en la guerra, hizo que fuera bien visto por las potencias imperialistas. Pero ello provocó manifestaciones y disturbios populares que llevaron al gobierno a una crisis; se dio una recomposición y se constituyó un gobierno de coalición entre cadetes, socialrevolucionarios y mencheviques, donde los dos últimos tenían amplia mayoría. Alejandro Kerensky fue elegido ministro de guerra.

Lenin regresa del exilio

Lenin, indiscutible líder de los bolcheviques, se encontraba en el extranjero, y al percatarse de la situación inició una intensa batalla al interior del partido para cambiar la política. El 3 de abril regresó a Rusia con otros dirigentes atravesando el territorio alemán en un tren especial. Publicó su punto de vista en diversos artículos, afirmando que era imposible parar la guerra sin vencer antes al capitalismo, por lo que hay que pasar “de la primera etapa de la revolución, que entregó el poder a la burguesía, a su segunda etapa, que ha de poner el poder en manos del proletariado”. Los bolcheviques se ganarán a las masas “explicando pacientemente” su política “no queremos que las masas nos crean sin más garantía que nuestra palabra. No somos charlatanes, queremos que sea la experiencia la que consiga que las masas salgan de su error”. La misión de los bolcheviques es estimular la iniciativa de las masas. De estas iniciativas habrá de surgir la experiencia que dará a los Bolcheviques la mayoría en los soviets, entonces habrá llegado el momento en que los soviets podrán tomar el poder y establecer el socialismo.

Los planteamientos de Lenin provocaron un terremoto político dentro del Partido Bolchevique. En la conferencia del partido del 24 de abril prevalecieron las tesis de Lenin, aunque cuatro de los miembros de la dirección eran contrarios a ellas. Lenin dirigió su mirada al grupo de Trotsky (Mezhrayontsy), quien había llegado a Petrogrado en mayo y ya formaba parte del Soviet. En este momento ambos coincidieron en cuanto al carácter de la futura revolución y el tipo de partido que la dirigiría. Trotsky fue invitado a entrar en la dirección bolchevique y se realizó un congreso de fusión de las dos organizaciones, que sumaban 170,000 militantes.

La crisis de julio

En julio, bajo presión de los aliados, el gobierno llevó a cabo una ofensiva militar que terminó en un fracaso. Los cadetes aprovecharon para dimitir del gobierno, asumiendo Kerensky como primer ministro. El nuevo gobierno quedó compuesto por socialrevolucionarios y mencheviques. Al intentar el gobierno trasladar los destacamentos de Petrogrado al frente, los soldados y los obreros se sublevaron de inmediato, tomando las calles y exigiendo la destitución del gobierno, todo el poder a los Soviets, la nacionalización de la tierra y la industria, el fin de la guerra, etc.

Los bolcheviques, sabiendo que aún no era el momento de la insurrección, pues faltaba el apoyo incondicional del campo, trataron de contener la movilización. Pero viendo que era imposible frenar el ímpetu de las masas, se pusieron al frente del movimiento. Después de tres semanas y media de agitación la situación volvió a la normalidad, pero el gobierno vio la oportunidad de deshacerse de los bolcheviques, acusándolos de ser espías de los alemanes. Se inició una ola de represión que cerró la prensa bolchevique, Trotsky y Kamanev fueron apresados y otros líderes, incluyendo a Lenin tuvieron que pasar a la clandestinidad.

El revés fue temporal, y las acusaciones se desvanecieron rápidamente. Inició una oleada de ocupación de fincas. Los cadetes volvieron al gobierno exigiendo medidas drásticas que impusieran el orden. Luego del fracaso de una Conferencia Nacional convocada para conseguir “un armisticio entre el capital y el trabajo”, la burguesía, la nobleza, el Estado Mayor y los aliados organizaron un golpe de estado, a cargo del general Kornilov. Éste se dirigió a Petrogrado con tropas cosacas leales, y el gobierno entró en crisis; cadetes y mencheviques dejaron solo a Kerensky, quien trató de negociar con Kornilov.

En este momento los bolcheviques salieron de la clandestinidad y organizaron la defensa de Petrogrado. Los líderes detenidos fueron liberados. Trotsky volvió a la presidencia del Soviet y se formó el Comité Militar Revolucionario, un órgano del Soviet que juntaba las tropas regulares con la recién creada Guardia Roja, que estaba compuesta por grupos de obreros armados. Los obreros organizados y armados lograron detener a Kornilov antes de llegar a la capital. El 3 de septiembre Kornilov se entregó al gobierno. Los bolcheviques salieron fortalecidos de esta victoria.

El 13 de septiembre Lenin envió dos cartas al Comité Central del Partido Bolchevique planteando que las condiciones para la toma del poder ya habían madurado, puesto que los bolcheviques tenían una mayoría cómoda en los soviets. Aún así, la mayoría del CC, con Kamanev y Zinoviev al frente se oponía a la insurrección, y Trotsky la condicionó a esperar el Congreso de los Soviets que se reuniría a finales de octubre. Lenin, disfrazado y afeitado, llegó el 10 de octubre a Petrogrado y logró convencer al CC, 10 votos contra dos, de la necesidad de la insurrección, cuyos preparativos iniciaron de inmediato.

La insurrección de octubre

La crisis y la paralización del gobierno era tal que la insurrección no se preparó en secreto. Todo el mundo sabía que se preparaba el derrocamiento de Kerensky. El Comité Militar Revolucionario organizó todos los detalles. Entre sus fuerzas contaba con la Guardia Roja, los marinos y la flota del Báltico, la guarnición de la ciudad y los obreros, unos 10,000 hombres. Como el 25 de octubre se reunía el Congreso de los Soviets, la insurrección se fijó para la noche del 24. Esa noche se detuvo a toda la oficialidad que no reconociera la autoridad del Comité Militar Revolucionario, se ocuparon las imprentas, los puentes, los edificios oficiales, se establecieron controles en las principales avenidas, se tomó el control del teléfono y el telégrafo. Petrogrado quedó en manos de los soldados y obreros revolucionarios al mando del Soviet. Todo ocurrió en 13 horas. A las 10 de la mañana del 25 todo había concluido.

El último reducto del gobierno fue el Palacio de Invierno, que se rindió en la madrugada del 26 de octubre. El gobierno provisional fue detenido y Kerensky huyó. Entre el 28 de octubre y el 2 de noviembre se ocupó Moscú. En dos o tres semanas la insurrección se extendió a prácticamente toda la Rusia europea.

El 25 de octubre el Congreso de los Soviets eligió un gobierno revolucionario compuesto mayoritariamente de bolcheviques y socialrevolucionarios de izquierda. Lenin fue elegido presidente. Se decretó la paz, cesando toda actividad ofensiva en todos los frentes y proponiendo la inmediata negociación del alto al fuego. Trotsky, nuevo ministro de asuntos exteriores, fue el encargado de las negociaciones con Alemania, firmándose la paz el 3 de marzo de 1918. Se decretó la confiscación de los latifundios y la entrega de las tierras a los Soviets de campesinos, el control obrero de la industria y la nacionalización de la banca. Se reconocieron los derechos de las nacionalidades, incluyendo el derecho a la autodeterminación y la libertad para separarse.

La estrategia y táctica bolchevique que condujeron a la toma del poder en octubre de 1917 constituyen una obra maestra de la política revolucionaria, de la cual todos los marxistas revolucionarios tenemos lecciones valiosísimas que aprender.

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