Por Anselmo Jiménez

Una dictadura se afianza en relaciones de fuerzas complejas, coercitivas y totalitarias sobre el control de las instituciones del Estado, así como los instrumentos jurídicos, culturales y represivos que consoliden el marco de intereses económicos y políticos de los sectores legitimados (partidos tradicionales, militares, empresas privadas y transnacionales) a través de la violencia, la corrupción y la repartición desigual de recursos territoriales y financieros. Ésta, es una caracterización práctica −y general− de la profunda crisis de Honduras, particularmente, a partir del Golpe de Estado de 2009 y el fraude electoral entre 2017-2018.

El avance sin precedentes en los últimos 10 años del Partido Nacional (PN) y el militarismo lleva a arrastras un oscuro sendero de muerte, persecución y saqueo.  La corrupción encuentra su baluarte concreto en la impunidad que los desfalcos millonarios a las instituciones del Estado, como el caso del Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS), la Secretaria de Agricultura y Ganadería (SAG) y, más recientemente, el Banco Nacional de Desarrollo Agrícola (BANADESA), vulnera en espacios fundamentales para el desarrollo social y la garantía de derechos humanos, como la salud, la alimentación y la educación; más allá de espectáculo mediático e institucional que adorna la “lucha contra la corrupción”.

Guarda la memoria de estas “Honduras” retratos análogos de generaciones que, durante la otrora dictadura nacionalista de Tiburcio Carías Andino, entre 1932 y 1949, gestaron una oposición digna a las exigencias de su tiempo; enfrentándose a condiciones represivas extendidas por toda Centro América (con excepción de Costa Rica) por dictaduras sanguinarias. Sin embargo, aun existiendo manifestaciones de rechazo social, como revueltas, mítines, sublevaciones militares y civiles aisladas, que se profundizaron en los últimos años de la década de 1940, el férreo control del PN y los militares pactó −sobre la sangre de las/os mártires de la masacre en San Pedro Sula de 1944− una salida favorable al dictador, quien garantizó su salvoconducto y estabilidad a través de elecciones en 1949.

El 25 de enero, ahora en esta “nueva era” (2019), otro pacto cerraba filas sobre más sangre de nuestros hermanos y hermanas. Juan Orlando Hernández, junto al alto mando militar de Fuerzas Armadas, el aplauso sobrio del Consejo Hondureño de la Empresa Privada (COHEP), y, sin falta, el buen ver de la Iglesia católica y evangélica, daba apertura a la Segunda Legislatura del Congreso Nacional 2018-2022; aplaudiendo enfáticamente el concenso de las más grandes fuerzas partidarias del país, Libertad y Refundación (LIBRE) y el PN, en la construcción de nuevas reformas electorales, lográndose así, el último eslabón institucional que legitime el ascenso sin obstáculos de la dictadura nacionalista.

La política tradicional hondureña tiene escenarios comunes, demasiado cínicos, e irremediablemente tragicómicos. El día anterior a este “ejemplo” de democracia y madurez política, el coordinador del partido LIBRE, Manuel Zelaya Rosales, afirmó, en una entrevista con el periodista Miltón Benítez, que los “comandos de insurrección” no son sino un instrumento partidario, casi discursivo, para garantizar el proceso electoral en 2022; además de intentar negar la relación de LIBRE con las disposiciones técnicas y financieras que la Organización de Estados Americanos (OEA) hizo efectivas para estas reformas, pero, resaltando positivamente, el papel de estos organismos  para “torcer el brazo” al PN y garantizar el proceso −los mismos que reconocieron el fraude electoral del 2017 en Honduras, y que ahora encabezan la cruzada diplomática para coronar a Juan Guaidó en una esbirra “transición democrática” en Venezuela.

La diferencia fundamental entre las bases de LIBRE y sus dirigencias (las más cercanas a la coordinación, siempre caracterizadas por la borrachera política y el oportunismo) se representa, sin ninguna intervención sistemática de programas o claridad política, en la entrega desinteresada por la transformación de las tantas realidades de miseria, violencia, marginalidad y desigualdad social.

Las y los muertos que se siembran ahora en la memoria de un pueblo por su liberación, y el hambre enfática por el desempleo y la falta de oportunidades, radicalizan en especial a las y los jóvenes, la fuerza que mueve los procesos de resistencia más consecuentes en los territorios indígenas, universidades, colegios, y, por lo tanto, los recursos más oscuros de un Estado clientelista militar para contener la crítica y acción de aquellos/as que deberían enfilar la lista del subempleo o la tercera tasa de homicidios más de América Latina. 

Esta emergencia de la juventud debe reconocer las experiencias de resistencia, organización y movilización, desde distintos sectores y espacios en los que se ha concretado el papel de múltiples generaciones construyendo alternativas a los modelos de destrucción neoliberal. Este “encuentro” o reconocimiento debe posicionar la condición radical de 66% de pobreza en Honduras como referencia política y ética de una urgente transformación; rechazando el tradicionalismo político tintando en tonos más oscuros con los que se disfraza la oposición hondureña.

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