Por Olmedo Beluche

Habíase una vez una ciudad que le decían “la tacita de oro” porque el único beneficio directo que sacó de vivir junto a un canal controlado por Estados Unidos fueron los servicios públicos (alcantarillado, agua potable, recolección de basura) de altos estándares, equivalentes a los de un país desarrollado.

La “tacita”, andando el tiempo hasta llegar a los años 70 de hace un siglo, llegó a mejorar todavía más la calidad de vida de sus habitantes, gracias a un régimen militar que le llaman “populista” que, siguiendo las doctrinas desarrollistas en boga, acompañó lo anterior con uno de los mejores servicios de educación y salud pública del continente, con telefonía y energía eléctrica baratas, gracias a la nacionalización, y con un Código de Trabajo que reconocía importantes derechos a la clase trabajadora.

Pero las malvadas brujas de un reino oscuro llamado capitalismo, corroídas por la envidia y la avaricia, no podían permitir tanta felicidad a tanta gente. El aquelarre se reunió en Washington por 1980, hicieron su consenso y empezaron a emitir conjuros nefastos contra todo el mundo, incluida la “tacita”. De sus labios brotaron palabras soeces que nadie comprendía muy bien pero que hacían nudos en los estómagos (literalmente hablando): neoliberalismo, ganancia, ajustes estructurales, libre mercado, privatización, reforma laboral, etc.

Enviaron por el mundo espíritus malvados (BID, FMI, Banco Mundial) obligando a los pueblos a morder las manzanas envenenadas. Poco a poco los pueblos empezaron a sentir el malestar y a caer en un sopor con alucinaciones opiáceas. Los derechos, las conquistas sociales, los avances económicos, empezaron a desaparecer por arte de magia. Todo aquel que se atrevía a resistirse recibía del cielo, digo, del norte, rayos y centellas: cárcel, bala, gases, represión; además se le marcaba en la frente: jurásico, troglodita, antimoderno, comunista, chavista.

El pueblo de la “tacita” no sabía qué hacer: se revolvió, salió a la callé, hizo huelgas y cada tanto tiempo elegía presidentes y diputados para que conjuraran el mal, pero éstos se volvían contra sus electores y, cual marionetas en manos de las brujas malas, retorcían un poco más el yugo en el cuello del pueblo. Endara, Balladares, Mireya, Martincito, PRD, panameñismo, PDC, Molirena, todo daba lo mismo, no, empeoraba. El pueblo no se deba cuenta que la manzana envenenada con aparentes bellos colores era el mismo sistema político. Pintada de supuesta “democracia” en su interior tenía el veneno de la plutocracia y la oligarquía.

Luego apareció un “loco” y se anunció como su “salvador”. El pueblo, en su desesperación decidió elegirlo  y nuevamente fue víctima del hechizo, pues el “loco” vestía saco fino y zapatos de empresario, pero las brujas le hicieron creer que tenía “zapatillas del pueblo”. Algunos sufriendo alucinaciones entreveían la realidad parcialmente: “como es millonario no va a robar”. Los pobres, de espíritu y bolsillo, no entendían que el latrocinio capitalista no es el que practican los burdos carteristas, sino algo más elegante: ganancia, mercado, privatización, reducciones de impuestos al lucro, contrataciones públicas.

Cuando ya el pueblo de la “tacita” pensaba haberlo visto todo, y haberlo perdido todo (con veinte reformas al código de trabajo, con carestía, con subempleo, con la destrucción casi total del sistema educativo y la salud, con cientos de millones en contrataciones directas, con un canal empeñado para una ampliación de ensueño, para las navieras internacionales, claro), resulta que el gobierno de “locos” y “mete la pata” decide sacarle el jugo (capitalista) a lo único que faltaba: la basura, transporte y el agua!!!

No se les puede culpar porque si de algo sabe un “gobierno empresarial” es de cómo lucrar. Durante un año y medio los habitantes de la tacita vieron sus calles inundarse de basura, mientras el alcalde gringo y el ministro griego se disputaban a quién le tocaba concesionar el negocio de su recolección. Se les prometió a los “taciteños” mejorar el transporte público, y creyeron que al menos eso sí. Pero el asunto traía premio: viaja de pie y paga más.

Para colmo de maldiciones, las madrecitas taciteñas en su día recibieron un regalo del cielo: un tremendo aguacero obsequiado por “la niña”. Por supuesto, los mercaderes del templo, perdón del gobierno, como buenos empresarios vieron una “oportunidad”: apropiarse de lo único que faltaba: el agua.

Desde ese día, por primera vez en más de un siglo, los habitantes de la tacita dejaron de ver fluir por sus tuberías lo que más sobra en este país tropical y que los periodistas llaman “el preciado líquido”. Resultó que ahora sí está “preciado” a precios de monopolio. Dice el gobierno que la culpa es del cielo porque nos manda la lluvia. Estamos “obrados”, dice María, porque aquí llueve casi todo el año.

Un oscuro funcionario, calvo él y de apellido González emitió el anatema: beban ese líquido amarillento, un día sí y dos no, o vayan y compren su botella en el supermercado (ya saben cuál).

A casi 500 años de fundada, los habitantes de la “tacita” le van a cambiar el nombre por la “bacenilla” o “bacinilla”, por los olores que emanan de sus escusados y los sobacos de los habitantes que viajan en el modernísimo “metrobus”.

Como el modelo económico que las brujas del norte junto con sus gnomos del patio han decido imponer un esquema inmobiliario y turístico, a ver si pescan incautos extranjeros (llamados “turistas”) se les va a pedir que cuando vengan a comprar lujosos apartamentos aquí traigan su propia agua, además de guantes y mascarillas, platos y vasos desechables (y muchos “pampers” si tienen bebés), por si el cólera o la hepatitis, enfermedades que pronto prosperarán, además de las tradicionales dengue, fiebre amarilla y malaria.

Y así, los habitantes de la bacenilla vivirán por siempre felices y comiendo perdices (de perdición, no las aves), a menos que decidan rebelarse contra las brujas y el reino del mal capitalista. Y que nadie llore, porque “vamos bien”, dicen los empresarios.

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