Europa


Por Tino Brugos

La crisis que atraviesa Ucrania a partir de la movilización de Maidan ha tenido un efecto imprevisto como es la activación de un movimiento secesionista en la multiétnica península de Crimea, incentivado sin ninguna duda desde Moscú.

Desde que se produjo la huida de Yanukovich de Kiev, sin haber dimitido formalmente de su cargo, la propaganda oficial del Kremlin ha venido insistiendo de forma reiterada en una serie de argumentos que, supuestamente, servirían para justificar las decisiones encubiertas que han abierto una grave crisis en la que está jugándose la integridad territorial del estado post-soviético de Ucrania y, más allá, la inviolabilidad de las fronteras internacionalmente reconocidas. Para Rusia lo que ha ocurrido en Ucrania no es un simple cambio de gobierno sino un verdadero golpe de estado que ha permitido la formación de un gobierno calificado de fascista. La utilización de esta caracterización para referirse al nuevo gobierno de Kiev es un elemento llamado a tensionar a la población rusa en torno al gobierno Putin, que aparece así como defensor del orgullo nacional frente a un gobierno ucraniano al que se pretende presentar como heredero de los nacionalistas filonazis de la II Guerra Mundial que causaron centenares de miles de víctimas en un conflicto cruzado entre rusos, ucranianos, polacos, judíos y alemanes. Quizás por ello el último argumento utilizado por el gobierno ruso sea el de movilizarse para defender los intereses de la población rusa residente en Ucrania que se rebela frente a unas nuevas autoridades que suponen una afrenta a su memoria histórica.

Sea como fuere, lo cierto es que de unos movimientos protagonizados por grupos paramilitares enmascarados que tomaron los edificios oficiales en la capital, Sinferopol, se pasó a bloquear las carreteras, ocupar los centros de comunicaciones, asediar los edificios oficiales que se manifestaron leales al gobierno ucraniano para finalmente anunciar la decisión de convocar un referéndum que posibilite a la población manifestarse sobre su deseo de separarse de Ucrania. Las maniobras militares anunciadas por Rusia en zonas cercanas a su frontera con Ucrania y el inicio de graves enfrentamientos en ciudades de mayoría rusófona como Donetz hacen pensar que el conflicto puede iniciar una escalada con resultados no previsibles en estos momentos.

Crimea la codiciada

Con 26 000 kilómetros cuadrados (un poco mayor que el País Valencià) y dos millones y medio de habitantes, la península de Crimea goza de una administración autónoma dentro del Estado ucraniano surgido tras la disolución de la Unión Soviética. Al haber sido transferida de Rusia a Ucrania en 1954, su población se vio convertida en ciudadanos ucranianos pese a su identidad rusa. La composición multiétnica ha sufrido cambios en los años transcurridos desde la independencia y en la actualidad se estima que un 60% son rusos, 24% ucranianos y un 12% estaría compuesto por Tártaros de Crimea, población originaria de lengua túrcófona y religión islámica.

Aunque las relaciones entre las tres comunidades han sido tensas durante estos años, dando lugar a un conflicto de baja intensidad, en ningún momento se ha manifestado con la radicalidad que lo está haciendo en estas últimas semanas, un claro indicio de que se trata de un conflicto teledirigido desde el exterior. Las reclamaciones más intensas proceden de la comunidad rusa que hasta el momento ha venido oscilando entre la autonomía y la secesión. Crimea ocupa un lugar importante en el imaginario nacional ruso ya que se trata de una zona de importancia estratégica que permitió al imperio zarista una salida a lo que se denominó un mar cálido. La base naval de Sebastopol tiene una gran importancia desde un punto de vista militar por lo que Rusia siempre ha mostrado un interés especial en garantizar la seguridad de la misma, es decir, su continuidad y el mantenimiento de su control administrativo. Precisamente por ello, Ucrania ha intentado durante estos años ofrecer una política flexible, sin renunciar al hecho de que se trata de un territorio que forma parte de sus fronteras nacionales. Para ello se convirtió Sebastopol en un distrito autónomo especial, se procedió al reparto de barcos de la antigua flota soviética y se construyó una nueva base ucraniana. En todo caso, la población rusa siguió manteniendo una visión excluyente y monopolizadora de Crimea.

Frente a la potencia rusa, que se adivina superior, Ucrania cuenta con sus propias cartas para jugar esta partida geoestratégica; la principal es la carencia de recursos hidráulicos y energéticos en Crimea. El 80% del agua que se consume procede del canal del Dnieper construido para abastecer las necesidades de la población y las agrícolas. En todo caso, estamos ante un conflicto que viene desarrollándose desde hace años, lo que significa que cada parte ha podido perfilar sus argumentos e interpretaciones que son las que ahora se están poniendo en juego. Todo ello ha ocurrido en medio de una compleja transición que abarca varios campos: desde un régimen autoritario hacia otro democrático, hacia la construcción de un Estado ucraniano independiente y por último desde una economía planificada hacia un sistema de mercado. En medio de este complejo panorama se han ido produciendo debates sobre frontera estatal/ frontera étnica o sobre integridad territorial heredada/ autodeterminación.

Rusia: el pretendiente

Siendo mayoritaria la población rusa parece normal que sea de esa comunidad de donde hayan salido las primeras voces que manifiestan su incomodidad o desagrado ante la situación creada con el derrumbe de la URSS. Desde entonces, la población rusa de Crimea se enfrenta al síndrome de la nación dividida, mostrando cuando hay posibilidad su rechazo a la soberanía ucraniana de la península; por su parte, desde la Federación Rusa se mira con añoranza la extinta federación que permitía a toda la comunidad rusa vivir dentro de las mismas fronteras en lugar de la situación actual en la que varios millones de compatriotas viven en lo que eufemísticamente se ha denominado “el extranjero cercano”. Este hecho permite anticipar que serán pocas las voces que, desde el interior de Rusia, condenen la actuación unilateral emprendida por Putin al desencadenar el actual conflicto.

Los rusos se perciben como dueños de Crimea, un territorio en el que su presencia se remonta a poco más de doscientos años. Sin embargo es tal el potencial simbólico que cuesta hacer entender que no son la única comunidad que tiene derechos adquiridos. Antes de la conquista, a finales del siglo XVIII, existió un kanato de Crimea que la historiografía rusa presenta despectivamente como herederos de la invasión protagonizada por los mongoles en la época medieval. Su identidad islámica y sus continuas incursiones por la estepa –llegaron incluso a saquear Moscú en 157- han forjado una visión histórica marcada por el enfrentamiento entre este pueblo infiel y atrasado y un imperio ruso que tenía como misión poner fin a la existencia de grupos de origen centroasiático en los confines europeos. Inmediatamente después de la conquista se inició un esfuerzo sostenido para colonizar el territorio, procediendo a cambiar la balanza étnica en un tiempo relativamente corto tras incentivar la salida de la población tártara hacia el imperio Otomano.

Aunque en el siglo XX se produjeron importantes conflictos en la región, lo fundamental, desde la perspectiva rusa, fue el hecho de que se logró mantener a Crimea como una zona rusa. Para ello hubo que sortear al incipiente movimiento nacional tártaro durante la fase de la revolución y, aunque se creó una República Autónoma, se evitó que tuviera como nación titular a los tártaros, a través de una neutral denominación geográfica. Eliminados los tártaros tras la orden de deportación de Stalin, se procedió a disolver la institución autónoma.

Parecía que Crimea se insertaba definitivamente dentro del espacio ruso. Sin embargo ocurrió un hecho inesperado cuando el Presidente Kruschev decidió transferir Crimea a la República Soviética de Ucrania. Eran tiempos de hermandad entre los pueblos soviéticos y nadie pensó que quizás algún día, más adelante, aquella decisión podría tener consecuencias indeseables. En efecto, entregada a Ucrania para fomentar la hermandad de los pueblos ruso y ucraniano coincidiendo con el tercer centenario de la unión de sus tierras, al llegar la independencia pasó a ser una verdadera patata caliente que puede quemar a cualquiera de los dos aspirantes. Ironías de la Historia, lo que estaba llamado a hermanar ahora se convierte en motivo de enfrentamiento.

Los Tártaros de Crimea ¿el pretendiente más legítimo?

Ya se ha dicho que la presencia rusa en Crimea se remonta a poco más de doscientos años. Con anterioridad fueron muy numerosos los pueblos que de forma puntual o estable se establecieron en la península o zonas aledañas. Sin embargo fueron los tártaros quienes consolidaron una presencia más alargada en el tiempo que se remonta a la época medieval. Se trata de un pueblo islamizado que forma parte del mundo de la turcofonía. Lograron crear su propia entidad estatal que mantuvo una ambigua relación de dependencia con el imperio Otomano.

Al perder su independencia se inició un proceso de asimilación y colonización del territorio que acabó convirtiéndolos en minoría. De seis millones en el momento de la conquista, quedaron reducidos a 300 000 en el momento de la revolución de 1917, sin apenas derechos sobre sus tierras ancestrales. Desde entonces han venido presentándose como un pueblo oprimido y sin tierras que tiene que hacer frente a una persecución sistematizada. Su identidad islámica les hizo siempre sospechosos de apoyar al imperio Otomano con el que Rusia tuvo numerosos conflictos durante todo el siglo XIX

Aunque agónico, el pueblo tártaro logró no solo mantenerse sino impulsar un proyecto nacional que generó auténtica preocupación en los círculos dirigentes rusos, tanto de la época zarista como soviética. Se trata del panturkismo propugnado por Gaspirali quien desde el periódico Tercuman planteaba la necesidad de un proceso de convergencia lingüística y política de la población musulmana del imperio zarista, conocidos de forma genérica como tártaros. Aquella propuesta fue la base del activismo político iniciado antes de la revolución que posteriormente daría origen a grupos como el Milli Firka en Crimea así como a musulmanes de izquierda que planteaban la necesidad de un Partico Comunista Musulmán (Sultan Galiev) Fracasada la idea inicial de un gran Turquestán, se procedió a la creación de entidades nacionales diferenciadas: Tártaros del Volga, de Crimea, baskirios, azeris, etc. En Crimea se instaló una república autónoma y después de una etapa de relativa concordia, Stalin procedió a remover a la dirección comunista, de origen tártaro, para sustituirla por otra rusa. El golpe final vino tras la II Guerra Mundial, cuando fueron acusados de colaboracionismo con los invasores nazis y deportados en su totalidad a Uzbekistán.

Por todo ello, las aspiraciones y representaciones que hacen rusos y tártaros de Crimea son radicalmente opuestas y están llamados a no poder entenderse. El final de la URSS permitió su retorno hasta convertirse en el actual 12%, aunque su inserción social es bastante débil al carecer de recursos. El rechazo ruso se renovó aunque ahora lograron un cierto apoyo oficial de las autoridades de Kiev dispuestas a jugar la carta étnica tártara para diluir en lo posible a la mayoría rusa. Sin embargo, aunque han conseguido una autonomía a regañadientes, no han logrado su objetivo principal, ser reconocidos como población nativa, quedándose en una simple minoría étnica.

Ucrania: el pretendiente más reciente

La presencia ucraniana es Crimea es la más reciente en términos políticos. Aunque suponen una cuarta parte de la población su impacto es menor ya que un importante sector de quienes se identifican como ucranianos tiene a la lengua rusa como principal y se encuentran en un avanzado proceso de asimilación cultural, lo que les hace vulnerables a los argumentos rusos.

Para la historiografía nacionalista ucraniana Crimea forma parte de su zona de influencia desde tiempos ancestrales. Desde este ángulo, la influencia ucraniana es anterior a la cristianización de Kiev, por lo que desde una perspectiva primordialista, al ser anterior su presencia a la llegada de tártaros y rusos, se aseguran sus derechos sobre la península. Crimea es, para los nacionalistas ucranianos, un territorio irrenunciable aunque buena parte de los estudios académicos no son capaces de ofrecer datos concluyentes por lo que se dirigen a buscar otros argumentos que permitan consolidar la influencia ucraniana. Quizás por esto se dediquen a estudiar más los orígenes del pueblo ucraniano en lugar de su área de expansión. Vistas así las cosas, Crimea es marginal y periférica. Para evitar que esto se convierta en un abandono se fomentan los estudios que muestran las interconexiones económicas y su creciente dependencia con respecto a la Ucrania continental. En este sentido la argumentación de derechos sobre Crimea identificada con la idea nacional rusa aparece como más sólida y potente que la ucraniana.

Precisamente para evitar que la propuesta rusa se convierta en dominante es por lo que, desde la independencia, tártaros y ucranianos tienen un matrimonio de conveniencia que suscita múltiples recelos entre la comunidad rusa. En todo caso, la intelectualidad ucraniana es consciente de la posibilidad de una teoría del dominó que lleve a que, iniciándose en Crimea, se pueda acabar produciendo un proceso de secesión de las regiones rusófonas del sur que pondría en cuestión la naturaleza del actual estado.

Partido complejo

En definitiva lo que se juega en Crimea es un partido a tres bandas en el que los contendientes despliegan una serie de argumentos que buscan contrarrestarse unos a otros a base de alianzas y miradas cruzadas entre las tres comunidades. Al fin y al cabo cada una intenta jugar sus cartas buscando ventaja sobre la parte contraria. La comunidad rusa piensa y actúa desde una posición mayoritaria en Crimea, lo que le otorga su derecho a decidir. Los tártaros lo hacen como comunidad minoritaria, tanto en Crimea como en Ucrania y aspiran a lograr pequeños objetivos que consoliden su presencia precaria, debilitada por avatares históricos recientes. Por último los ucranianos, haciendo de la necesidad virtud, piensan los problemas de Crimea desde un plano nacional y no local, eliminando así la incomodidad que supone ser minoría en suelo propio. En lo que tiene que ver con las alianzas, rusos y ucranianos miran a los tártaros desde un plano superior y marginalizador mientras que ucranianos y tártaros mantienen una relación que aspira a presentarse como alternativa con peso frente al elemento ruso dominante.

En 1994, tras la independencia se produjo un primer enfrentamiento que se saldó con una victoria rusa. En aquella ocasión, para las elecciones al Parlamento regional se organizó una tensa campaña que acabó con la victoria del candidato Yuri Meshkov . Su posición era ambigua en la medida que se mostraba respetuoso con la nueva institucionalidad surgida con la autonomía aunque, a la vez, no disimulaba su deseo de optar por una reintegración de Crimea en Rusia. Desde entonces se ha venido manteniendo un equilibrio inestable en el que las posiciones están claramente definidas. Está por ver si veinte años después Ucrania acabará perdiendo el control político de Crimea. El referéndum convocado a toda prisa por las autoridades locales adolece de una serie de fallos: aparece como resultado de una coyuntura favorable y no como la culminación de un proceso de movilizaciones en demanda del mismo; no es fácil esconder que se trata de una decisión tomada muy lejos de Sebastopol; se va a realizar sin tiempo real para que todas las opciones se hayan podido manifestar democráticamente -limitaciones a los derechos de los partidarios del mantenimiento de la actual situación con respecto a Ucrania, corte de la señal de TV ucraniana, etc- , dificultades para que el referéndum pueda ser supervisado por observadores internacionales y, lo más importante, bajo el despliegue de una fuerza militar que se ha autoasignado un papel de garante del proceso pretendiendo erigirse a la vez como juez y parte.

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