(Fragmento del libro "La verdad sobre la invasión")

Por Olmedo Beluche

1. Preámbulo histórico

La invasión norteamericana a  Panamá, la madrugada del 20 de diciembre de 1989, fue la culminación y desenlace de un proceso de crisis política, económica y social que se originó va­rios años antes.  La década de 1980 estuvo mar­cada, en Panamá, por las crecientes luchas obre­ras y populares que se en­frentaron a los distintos gobiernos del régimen militar, a sus planes eco­nómicos, a su origen antidemocrático y a sus medidas represivas.

Las movilizaciones populares arreciaron y terminaron por liquidar la base social de susten­tación del régimen militar, que en 1984, mediante un pacto entre la embajada de Estados Unidos y la cúpula militar, impuso en la Presidencia de la República al ex vicepresidente del Banco Mundial, Nicolás Ardito Barletta.  La intención de imponer el gobierno de Ardito Barletta era la de llevar a cabo un plan de “democratización” controlado para aplicar las medidas eco­nómicas fondomonetaristas dicta­das por los intereses financieros del imperialismo norteame­ricano.

Leer más…PANAMÁ.- Así sufrimos los panameños la invasión norteamericana de 1989

Por Olmedo Beluche

No es ninguna coincidencia que, conmemorándose los 22 años de la última invasión de Estados Unidos a Panamá, se produzca la extradición del general Manuel A. Noriega.  Hay en ello un cálculo político de los responsables del peor genocidio de la historia panameña, el gobierno norteamericano; de sus aliados franceses; de sus títeres del patio y beneficiarios de aquel régimen militar, como el propio Ricardo Martinelli, que construyó su fortuna al amparo de “Tony”, entre otros que ahora pasan por “demócratas”;  y los actuales jerarcas de la Policía Nacional, que fueron sus subalternos.

El objetivo de la maniobra es asociar en la memoria colectiva los crímenes de la invasión a un solo responsable, Noriega. Mediante este acto de magia, refrendado por los medios de comunicación, el ejército norteamericano dejaría de ser el responsable directo de la muerte de cientos de panameños, de miles de heridos, de 20,000 refugiados que perdieron sus casas y de los 4,000 millones de dólares en pérdidas materiales.

La jugada ideológica consiste en presentar al ejército yanqui como si nos hubiera “liberado” de la dictadura, que ellos apoyaron y financiaron, y como constructor de nuestra “democracia”. Eso no es nuevo, así han presentado la reciente invasión a Libia, la guerra contra Irak y Afganistán, incluso la separación de Panamá de Colombia.

Muchos se preguntan si ese hombre con 77 años de edad, un derrame cerebral, 22 años de cárcel a cuestas y un pasado tan cuestionable, puede ser un factor político relevante en este momento. Que esa haga esa pregunta no es más que otro síntoma de la enorme crisis política, moral y de credibilidad del régimen seudo democrático impuesto a sangre y fuego por la invasión. Lo único que da algo de sustentación a esa posibilidad es el enorme descrédito en que han caído los partidos y los políticos impuestos por Estados Unidos en 1990.

El pueblo panameño aspira a barrer toda la podredumbre del sistema político actual y, en esa ansia de cambio,  podría echar mano de cualquiera, incluso de una figura desgastada como Noriega. Pero para no ir por falsos caminos, es necesario saber que la crisis del régimen de Noriega se originó cuando el régimen militar, en contubernio con Estados Unidos, intentó aplicar las políticas neoliberales que han ejecutado sistemáticamente los gobiernos “democráticos” durante estos 22 años.

La génesis de las protestas contra Noriega estuvo en 1984 cuando, a petición de Estados Unidos, impuso mediante el fraude electoral a Nicolás A. Barletta y éste, en su primer acto de gobierno nos mandó toda la receta del Consenso de Washington. Como las protestas populares trabaron ese modelo económico y pusieron en jaque al régimen, vino la invasión imponernos un régimen de apariencia democrática que nos ha hecho  tragar la medicina amarga del neoliberalismo y sus consecuencias sociales.

Por ello Noriega sería una falsa solución. Hoy, como en la década de los 80, sigue siendo responsabilidad de las organizaciones populares construir la alternativa política que nos ayude a barrer la podredumbre imperante.

Por Olmedo Beluche

Uno ya casi siente lástima por el hombre. Ha tenido que aguantar de todo estoicamente: desde las orejas de burro de la campaña electoral hasta ser despedido por “incompetente” de la Cancillería, pasando por ser usado de bombero en las crisis de julio de 2010 y febrero de 2011, la compra de sus diputados y el despido de cientos de sus allegados en las entidades públicas, además de la ruptura de la promesa de apoyarlo en la candidatura presidencial de 2014. Pese a ello, insiste en cubrir su puesto en el Consejo de Gabinete, pese a haberse proclamado “oposición”, después de año y medio como “oficialista”. ¿Por qué? ¿Para qué?

El colmo llegó en el Consejo de Ministros del 1 de Noviembre cuando, en medio de la jauría martinelista que iban todos contra uno, el hombre perdió los estribos frente a una provocación claramente planeada por la viceministra Lucía Chandeck. Le han acusado de faltarle el respeto a una dama y le enviaron un centenar de mujeres a piquetearle el local de su partido, maniobra que hubiera sido perfecta si no fueran tan torpes los dirigentes de Cambio Democrático, que nunca han defendido los derechos de las mujeres. Ellos, que creen que todo se compra con plata, nunca se imaginaron que el grupo de mujeres que trajeron se volverían contra ellos mismos, denunciando la manipulación de que fueron objeto.

Algún bromista opina que Juan Carlos Varela ha hecho votos de santidad, por eso intenta aparecer ante la ciudadanía con cara de mártir, pues le puede rendir buen crédito llegados los comicios. Y agrega que, como miembro conspicuo del Opus Dei panameño, está acostumbrado a trocar el instinto del placer por dolor con la ayuda del silicio. Y parece haberse decidido a cargar a Martinelli cual cilicio personal. Puede haber algo de eso, pero el argumento no explica la totalidad.

El problema de Varela no es subjetivo, aunque tenga vocación para el suplicio, sino objetivo. Porque él podría hacer con mejor holgura y comodidad su papel de supuesta “oposición” renunciando a la Vicepresidencia, sin tener que estar expuesto a las humillaciones de Martinelli, o al riesgo de que lo hagan ocupar el cargo (art. 192 de la Constitución), o una acusación (¿por ahí va lo del terreno de Chilibre?) que le inhabilite para correr en las lecciones (art. 192, acápite a.) o, incluso, que le armen una fracción interna para arrebatarle la dirigencia del Panameñismo, lo que ya parece estar caminando. La pregunta es la del principio: ¿Por qué no renuncia Varela a la Vicepresidencia de la República?

No existiendo ningún impedimento constitucional que le prohíba renunciar, uno tiene que preguntarse por qué no lo hace. Un aspecto del problema es que Varela intenta aparecer como un político burgués coherente con el sistema, que no va a sacrificar los intereses generales de la clase capitalista, sobre todo en este momento de vacas gordas y pingües ganancias, ni a forzar una crisis terminal del gobierno, que lo sería también del propio régimen político, en función de ambiciones particulares. A su manera, es la misma actitud de los líderes del PRD, quienes llevan su papel de supuesta “oposición” de manera comedida, con críticas blandengues cuando en realidad Martinelli y su equipo se han llevado por los cachos toda la “institucionalidad democrática”. Ambos partidos, padres putativos del régimen político, intentan hacer creer a la ciudadanía que “estamos en democracia” y que hay que aguantarse la situación hasta las próximas elecciones, pese a que el grupo gobernante ha demostrado que no le interesan las apariencias para nada.

Otra explicación tan razonable como la anterior, y relacionada con ella, es el compromiso de Varela con quienes forjaron la Alianza en 2009: el gobierno de Estados Unidos a través de su embajadora. Todos recordamos la foto de aquella reunión en la salita de la casa de la embajadora yanqui, el día que Obama tomaba posesión en Washington. ¿Por qué Estados Unidos forzó aquella alianza, cuando no era necesaria para ganarle a la candidata del PRD, suponiendo que ese era el objetivo, si todas las encuestas ya daban por ganador a Martinelli? Por el mismo motivo que seguramente presiona a Varela para que se sostenga a como de lugar en el puesto: desconfianza hacia Martinelli y sus allegados.

Seguramente a la oligarquía financiera, que manda por detrás de los políticos y sus partidos, tanto como al imperialismo norteamericano, les preocupa que tantos desmanes, tanto abuso del poder, tanto saqueo de la cosa pública, tanta miseria al lado de la opulencia, terminen reventando a Martinelli y su gobierno antes de tiempo. Ellos saben que, como ha sucedido en otros países de Latinoamérica, es factible que el pueblo se harte y se tire a la calle y exija la renuncia del actual mandatario y su séquito. Y en caso de que haya que prescindir de sus servicios antes de los comicios de 2014 (ver art. 189, de la Constitución) seguramente preferirían que el coherente Sr. Varela ocupe la posición antes que  uno de los ministros allegados al dueño de los “99”, que al final sería “lo mismo, pero peor”. Esa es la única explicación que parece razonable respecto a la obcecación de Varela con el cargo de Vicepresidente.

Al imperialismo norteamericano y la oligarquía sólo les interesan los cambios cosméticos que no modifiquen al buen “clima de negocios” que hay ahora, con el cual algunos se están haciendo multimillonarios. El problema es para la ciudadanía de a pie, para los indígenas amenazados por las mineras y el negociado de las hidroeléctricas, para los educadores y trabajadores de la salud amenazados por el proyectote “Asociación Público Privada”, para los trabajadores que ven sus salarios disminuir cada día con las alzas de precios, para los campesinos medianos y pequeños amenazados por el TLC con EE UU, para los jóvenes que no consiguen empleos. Para todos los explotados y oprimidos del país, el problema no se remedia esperando las elecciones y votando por otro oligarca en 2014. Hay que cambiar el actual régimen político y sus reglas del juego, para que pueda aparecer una alternativa política, nueva e independiente, que exprese los intereses democráticos, sociales y económicos de los de abajo.  Por eso, hay que unir la lucha contra las medidas económicas a la demanda de un verdadero cambio constitucional y del sistema político electoral.

Por Olmedo Beluche

Abrumados por tantos escándalos de corrupción que se suceden semana tras semana (compra de diputados, ANATI, Corredor Sur y un largo etcétera) los panameños pueden hacerse dos preguntas: ¿Cuándo se originó todo esto? ¿Cuándo terminará? La segunda pregunta es fácil de responder: no sabemos o, en el mejor de los casos, cuando el pueblo diga basta ya y se rebele contra tantos desmanes. La primera es más compleja y tiene una historia a sus espaldas. Probablemente la ciudadanía más joven crea que la misma se inició en este período “democrático” o con el régimen militar. Los mayorcitos recordarán que antes del Golpe del 68 se cernían sobre la República las mismas sombras que hoy vemos, que hundieron aquella “democracia” oligárquica y corrupta.

Los aficionados a la historia podríamos ver a la corrupción arribar a nuestras costas en los barcos españoles, en la codicia de los conquistadores capaces de los más atroces crímenes por unos gramos de oro. Aunque quizás ya estaba instalada en nuestras comunidades indígenas y hemos perdido su rastro como hemos perdido la historia prehispánica de esos pueblos. Podría ser, porque la corrupción, y su hermana la codicia, son tan antiguas como la sociedad de clases, y aquellas comunidades indígenas se encontraban en la fase intermedia entre lo que los antropólogos llaman barbarie y civilización. No se confunda nadie, porque el último concepto no implica más “humanidad”, como prueba la historia del mundo hasta hoy. Pero no cabe duda, de que la modernidad capitalista con pasaporte europeo las potenció y les dio su mayoría de edad (a la codicia y la corrupción).

Así que ellas están claramente asentadas en la primigenia Santa María La Antigua del Darién, en las márgenes del golfo de Urabá, en las luchas de poder entre los propios conquistadores que se asesinaban unos a otros por el control de las riquezas y el poder político. La vida del Vasco Núñez de Balboa es muy diciente al respecto. Él traiciona a Encizo, sólo para sucumbir más tarde a manos de Pedrarias Dávila. Casi ninguno de los conquistadores pudo disfrutar de los frutos de sus saqueos.

Pero saltándonos algunos siglos, y muchos corruptos de por medio, la lacra de la corrupción  está claramente presente en el origen de la República de Panamá, separada de Colombia (la chica y la corrupta, también). Como un “pecado original” que gravita sobre el presente se ciernen los hechos entre trágicos y risibles del 3 de Noviembre de 1903.   Eso que algunos insisten en llamar “independencia”, no fue más que un ultraje cometido contra el pueblo panameño, contra su territorio y su soberanía. Violación descarada cometida por muchos autores complotados, cada uno siguiendo sus propios fines e intereses.

El autor principal del crimen fue el imperialismo norteamericano que, en su expansionismo inexorable, había arrebatado a México la mitad de su territorio a mitad del siglo XIX y, para asegurarse su recién conquistada California, puso su pata en Panamá usándola como vínculo entre sus intereses de la costa Este y la costa Oeste. Expansionismo que continuó en 1898, cuando le arrebató al decadente imperio español sus últimas colonias de ultramar: Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. Hecho lo cual, necesitaba urgentemente un canal para que su flota naval garantizara sus intereses coloniales en Asia. Para lo cual jugó con Nicaragua y Panamá, iniciando las negociaciones de un tratado que cuajó en el Herrán-Hay, de enero de 1903. Tratado abusivo, por el cual se anexaba la parte medular del territorio ístmico, mediante una Zona del Canal, a cambio de lo cual pretendía pagar una bicoca de 10 millones de adelanto y 250 mil de anualidad (misma cantidad que ya pagaba la Compañía del Ferrocarril). Doble abuso, financiero y contra la soberanía, que fue denunciado por muchos panameños y colombianos honestos, entre ellos Belisario Porras y Juan B. Pérez y Soto. Pero Teodoro Roosevelt, en nombre del imperio, no permitiría que se cuestionaran sus condiciones, así que blandiendo su “garrote” decidió tomar Panamá a la fuerza (“I took Panama”, confesó años más tarde).

Los otros autores del estupro lo fueron los accionistas de la Compañía Nueva del Canal (francesa), William Cromwell y Felipe Bunau Varilla a la cabeza, para quienes ese tratado representaba un negocio por el que se embolsarían 40 millones de dólares por unas acciones devaluadas y máquinas en desuso, sin pagar ni un céntimo de la garantía establecida por no terminar la obra. Entre ambos planean dar un toque de “legitimidad” a su rapiña, apelando a un grupo de panameños empleados en la Compañía del Ferrocarril de Panamá, también bajo control de Cromwell, para que declararan una seudo “independencia” que justificara la llegada de los “marines” y otorgara al francés la potestad de firmar el tratado a nombre de la joven república. La llamada “Junta Provisional” instalada la noche del 3N no sólo cumplió esos deseos, sino que nombró a Cromwell cónsul “panameño” en Nueva York y “agente fiscal” que manejó a su antojo el resto de 6 millones pagados por EE UU a Panamá, como un “fondo de la posteridad”.

Participaron de la violación colectiva un grupo de “panameños”, algunos nacidos en otras partes de Colombia, empezando por los funcionarios de la Compañía del Ferrocarril, José A. Arango y Manuel Amador Guerrero (cartagenero), los empresarios Tomás y Ricardo Arias, el cubano estadounidense José G. Duque, Federico Boyd y algunos liberales que habían traicionado al cholo Victoriano Lorenzo, entre quienes destaca Eusebio A. Morales (de Sincelejo).  Los jefes del ejército colombiano, Esteban Huertas y otros oficiales. Los historiadores panameños Oscar Terán y Ovidio Díaz Espino, en sus respectivos libros,  consignan cómo fueron los dólares y no las balas los que aniquilaron la dignidad y la conciencia de mucha gente. Se dice que hasta 1 millón de dólares (de los 10 pagados por Washington) desaparecieron sin recibos en manos de próceres, oficiales y soldados. También llevaron su carga de responsabilidad, y probablemente de dólares, los altos funcionarios y políticos del gobierno colombiano, empezando por el Presidente Encargado, Marroquín, quienes actuaron de manera abiertamente negligente y en clara omisión cómplice frente a un hecho vaticinado con bastante anticipación.

Al igual que ahora hay gente honesta y digna pese a tanto corrupto, entonces también hubo panameños que enfrentaron el hecho y sufrieron las consecuencias: desde los mencionados Pérez y Soto (que no pudo volver más a Panamá), Belisario Porras (quien purgó un largo exilio y le costó ser reconocido como ciudadano panameño), Buenaventura Correoso, y otros a quienes la historia ha borrado, para crear un mito lleno de falacias, pues la historia la escriben los vencedores. Pero, como se dice, “la verdad nos hará libres”. Reflexionar hoy sobre aquellos acontecimientos nos ayudará a conocer mejor a nuestros actuales corruptos y a tomar fuerza moral para combatirlos.

Fuerza moral que nos viene de los verdaderos próceres y forjadores de la patria que no aparecen en los libros de historia y que, generación tras generación, lucharon por la soberanía y contra las consecuencias del 3 de Noviembre de 1903: la Zona del Canal, las bases militares y un protectorado del imperialismo yanqui, que fue en lo que nos convertimos, no en un país independiente.

Por Olmedo Beluche

Cada régimen capitalista necesita una guerra, más ideológica que real, para justificar sus actos cuestionables, sus imposiciones y el latrocinio sobre la propiedad pública. Durante décadas, en América Latina, se disfrazó la expoliación económica y la injusticia social en nombre de la lucha “contra el comunismo”. Desaparecida la Unión Soviética y el llamado “campo socialista”, esa ideología había perdido sentido. Había que inventar nuevas “guerras” que justificaran las desigualdades sociales continuadas. Así nacieron con el nuevo siglo la “guerra al terrorismo” y la “guerra a las drogas”.

En Panamá, el presidente Ricardo Martinelli ha declarado su propia guerra, para justificar sus desmanes contra la cosa pública: la “guerra a la delincuencia”. Útil apelo ideológico con el que busca amedrentar masivamente a la población, reprimir y acallar las voces críticas a su gestión, pero sin bajar para nada la ola de criminalidad que azota al país.

El delito es una de las consecuencias del saqueo capitalista y su profundización de las desigualdades sociales, y como éstos han llegado al paroxismo, la criminalidad ha alcanzado niveles inusitados. Ambos están directamente relacionados y son dos caras de la misma moneda. En un artículo anterior (“Aumento exponencial de la criminalidad, otro síntoma de la crisis del sistema”, abril de 2011) demostramos con cifras del SIEC, cómo los saltos exponenciales de la criminalidad en Panamá están asociados a la consolidación del modelo económico excluyente: “1995, con el gobierno de Ernesto Pérez Balladares y sus reformas laborales y privatizaciones; y 2007, con Martín Torrijos, cuando se consolida el esquema económico de país volcado a la especulación inmobiliaria y turística”.

Pero el gobierno empresarial de Martinelli no puede llegar a la conclusión correcta, de que la única manera de atacar el delito eficazmente es cambiando el modelo económico que se ha impuesto, pues ello afectaría sus intereses específicos. Por eso se buscan subterfugios represivos e ineficaces para distraer a los incautos haciéndoles creer que se están tomando medidas contra la delincuencia, mientras ésta sigue creciendo porque se sigue profundizando el modelo económico excluyente y el sistema capitalista superexplotador que padecemos.

Por ejemplo, en vez de una política de empleos masivos para darle trabajo al alto porcentaje de jóvenes que ni estudian ni trabajan (los “ni, ni”), se aumentan constantemente la duración de las penas, y se baja la edad de imputabilidad cada vez más. Otra medida pueril salida de los genios del Ministerio de Seguridad ha sido el ocultamiento y retoque de las cifras de delitos cometidos, puestas en evidencia por diversos periodistas.

Pero la medida más irritante y cuestionada en estos días en Panamá es la aplicación masiva y arbitraria de retenes policiales combinados con la nueva tecnología denominada “pele police”, una especie de “smartphone” que conecta con las bases de datos (desactualizadas) de la Policía Nacional, a ver si el número de cédula o el nombre del ciudadano aparece requerido por alguna autoridad o instancia judicial. Quien tenga la desdicha de aparecer en el susodicho aparato es retenido y conducido inmediatamente, no importa si se trata de un condenado en fuga, un sospechosos criminal, o simplemente una boleta de tráfico o una pensión alimenticia adeudada.

Los retenes con “pele police” son aplicados en la República de Panamá al arbitrio del humor del jefe policial. Se le ha usado para intimidar a quienes acuden a alguna protesta popular, o en una fila interminable de autos de gente apurada que acude a sus trabajos cada mañana. Acá no hay garantía constitucional que valga: ni libertad de tránsito, ni presunción de inocencia, ni orden de autoridad competente. Toda la ciudadanía está bajo sospecha. Tampoco importa que un juez la haya declarado inconstitucional. Parece que la consigna es: cuanta más gente se la obligue a sufrir el retén y pasar por el aparatejo, más creerán que “la policía está trabajando”.

Las cifras difundidas por la propia policía no dejan lugar a dudas. De una población que oficialmente apenas sobrepasa los 3 millones de habitantes, han pasado por el suplicio 1.445.000 personas. Si sacamos a los niños y personas enfermas que no se pueden movilizar, tenemos que alrededor de la mitad del país ha sido “verificado”. Es como si Martinelli hubiera declarado el “estado de sitio”, la suspensión de las garantías constitucionales y hubiera dado un golpe de estado. Uno se queda con la duda si a lo dicho agrega todo el control sobre los órganos del Estado y los medios de comunicación, las amenazas a los opositores que no se venden, la apropiación de los bienes y recursos del estado, etc.

Alejandro Ganci, agudo economista y destacado miembro de la Asamblea Ciudadana, ha hecho sus cálculos para demostrar la completa ineficacia de los retenes “pele police”: si se han verificado 1.445.000 personas, pero sólo se han detenido 2,400 (no sabemos cuántos por errores de la base de datos o por faltas administrativas menores y cuántos eran verdaderos criminales), tenemos que la efectividad del operativo ha sido menor a dos décimas del uno por ciento!!!

Según Ganci, si tomamos en cuenta que la media salarial es de 640.00 dólares mensuales, y que a las personas en los retenes se les hace perder hasta media hora en el retén (se han malbaratado 3.60 por persona), que en tiempo perdido suman más de 722,500 horas y 5.2 millones de dólares perdidos.

Dicho en términos capitalistas gratos al Presidente de la República: los retenes son un saco roto, una medida improductiva que no tiene justificación. Si la policía fuera una empresa privada, al gerente encargado de esta idea se le habría despedido por poner en riesgo el negocio.

Claro el “presupuesto” del que se parte es que el objetivo del “pele police” más retén es disminuir la delincuencia. Pero puede que en la cabeza de los gobernantes no sea ese el objetivo de estos “operativos” (bajar la delincuencia), sino otro inconfesable: intimidar a la población. Entonces la medida adquiere toda la racionalidad oculta que no habíamos descubierto hasta ahora.

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