Marcelo Colussi

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El domingo 6 de noviembre dos países centroamericanos eligieron presidente: Nicaragua y Guatemala. Toda la región de América Central, tradicional bastión de las dictaduras militares a lo largo del siglo XX, vive hoy en democracia. Lo de ayer, con elecciones limpias y transparentes, fue una ratificación de la nueva situación.

Dicho esto –quizá como encabezado de una noticia– hasta podríamos estar tentados de alegrarnos y creer que en la región las cosas, después de todo, no van tan mal. Pero vamos a hacer de aguafiestas. O si se prefiere: de abogado del diablo. ¿Se viven democracias? Interrogación que nos lleva a una pregunta más de fondo aún: ¿de qué hablamos cuando decimos “democracia”?

Desde ya queda claro que la presente no pretende ser una nota periodística, pasando datos rigurosos que representan la realidad, basados en estrictas estadísticas objetivas. Por el contario, justamente para demoler el prejuicio allí implícito, empecemos por decir que hay tres tipos de mentiras: las piadosas, las culposas… y las estadísticas. Ayer hubo dos elecciones presidenciales. ¿Tiene eso que ver realmente con la democracia? La información periodística superficial nos dará “datos” diciéndonos que con amplia participación popular se vivió una “fiesta cívica”. De lo que se trata, es interpretar esas cifras, leer entre líneas esas estadísticas.

Hace aproximadamente un cuarto de siglo que Centroamérica dejó atrás las sangrientas dictaduras militares. Ahora los pueblos de la región, al menos es lo que se dice oficialmente, eligen a sus mandatarios. Cada cuatro o cinco años la población ejerce su mandato soberano y fija los destinos de sus naciones… ¡Qué lindo si fuera cierto!

Hoy por hoy hay pocas palabras –quizá ninguna otra– tan manoseadas como “democracia”. En su nombre se puede hacer prácticamente cualquier cosa: matar, invadir países, engañar, manipular. Por tan elástico y maleable, el concepto se presta a las más variadas y antojadizas interpretaciones. Por ejemplo, para salvar la democracia, en Honduras (que también es parte de Centroamérica) hace un par de años se depuso al presidente democráticamente electo Manuel Zelaya en un operativo militar muy bien planeado sin que se llegase a hablar de golpe de Estado. Y otro tanto sucedió en Haití con el presidente electo democráticamente, Jean-Bertrand Aristide, enviándolo en un avión por la noche en un operativo secreto al África. ¿No fue también en nombre de la democracia que se le dio un golpe de Estado al presidente Hugo Chávez en Venezuela en el año 2002, presuntamente para salvar la democracia? (golpe que por la reacción popular finalmente no prosperó). En otras latitudes, por ejemplo en el mundo árabe, últimamente asistimos a procesos no muy distintos: en nombre de la democracia potencias occidentales invadieron (porque no otra cosa fue eso) territorios soberanos ayudando a deponer mandatarios (territorios, no está de más recordar, cargados de petróleo).

Como vemos, entonces, esto de la democracia es algo muy complejo, complicado, enrevesado. Es, en otros términos, sinónimo de la reflexión sobre el poder y el ejercicio de la política. Para ser cautos no podríamos, en términos rigurosos, ponderarla como “lo bueno” sin más, contrapuesta –maniqueamente, por supuesto– a “lo malo”. Siendo prudentes en esta afirmación puede citarse a un erudito en estos estudios, Norberto Bobbio, que con objetividad dirá que “el problema de la democracia, de sus características y de su prestigio (o de la falta de prestigio) es, como se ve, tan antiguo como la propia reflexión sobre las cosas de la política, y ha sido repropuesto y reformulado en todas las épocas”[1]. Por tanto, ¿por qué se presenta automáticamente como una buena noticia la vuelta de las democracias en este último cuarto de siglo en toda Latinoamérica, o más aún, en la región centroamericana?

Es obvio que si democracia se opone a autoritarismo, la vida en regímenes dictatoriales torna la cotidianeidad mucho más dura. En ese sentido, sin ningún lugar a dudas vivir bajo una dictadura donde no existen garantías constitucionales mínimas, donde cualquiera puede ser secuestrado por las fuerzas de seguridad del Estado, torturado, asesinado con la más completa impunidad, es un atropello flagrante, un calvario. Las democracias actuales de la región centroamericana ya superaron esas “atrocidades” de las décadas pasadas. Hoy día, en los países del istmo, aunque persista la pobreza crónica, se puede expresar libremente lo que uno quiera. Y eso –al menos es el discurso oficial dominante– no tiene comparación. Lo cual, por supuesto que es cierto: morirse de hambre, aunque sea escandaloso, no es lo mismo que morir en una cárcel clandestina de una dictadura.

Pero en ese sentido no está de más recordar una muy pormenorizada investigación desarrollada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en el 2004[2] en países de América Latina donde se destacaba que el 54.7 % de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica. Aunque eso conllevó la consternación de más de algún politólogo, incluido el por ese entonces Secretario General de Naciones Unidas, Kofi Annan (la solución para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente enraizada democracia”), ello debe abrir un debate genuino sobre el porqué la gente lo expresa así.

La gente de estos dos países centroamericanos votó el día domingo por algún candidato, pero eso lejos está de ser una solución de sus problemas históricos. Por supuesto que hay diferencia entre los dos mandatarios electos: un guerrillero que se enmontañó en nombre de sus ideales revolucionarios y que hoy se presenta como candidato presidencial, siendo ya, de hecho, el actual presidente (Nicaragua), y un militar que tomó parte de la guerra contrainsurgente contra las guerrillas de décadas atrás, hoy día retirado ya de la institución castrense y devenido político profesional (Guatemala). Sin dudas también que hay motivaciones distintas en la población que los votó: la continuación de políticas sociales (asistenciales) que palien un poco la situación de pobreza crónica que vive el 45% de la población –menos de 2 dólares diarios de ingreso– (Nicaragua) o la esperanza de la erradicación de la delincuencia abierta que convierte a ese país en uno de los más violentos de toda la región y del mundo (Guatemala).

Ahora bien: ¿qué decidió la gente con su voto este domingo? Inmediatamente nos apuramos a aclarar que este intento de análisis lejos está de negar las bondades de un sistema democrático. Lo que sí buscamos, adoptando esa posición de “abogados del diablo” que mencionábamos más arriba, es problematizar esa idea casi infantil de democracia con la que se nos machaca continuamente. ¿Qué eligen los votantes? En realidad, en muy buena medida no hacen sino “comprar un producto”, dicho en términos mercadológicos. Eso son básicamente estos espectáculos: ferias de políticos profesionales, ofertas muy bien presentadas que cada cierto tiempo “promocionan” a un candidato, no un proyecto político. Si algo hay en estos montajes es mercadeo; lo que falta es propuesta, discusión seria entre los representantes de cada propuesta ante el público “comprador”. Ya no digamos que falta debate y apropiación de esas ideas por parte de los votantes, porque eso ni remotamente entra en la lógica de los partidos políticos. La gente elige una marca de candidato así como lo hace con cualquier otra mercadería que la publicidad ofrece: una pasta dental, una gaseosa o una ropa interior. ¿Es eso la democracia entonces?

En toda la región centroamericana ya llevamos varios años de gobiernos democráticos y de “paz” (o sin enfrentamientos armados, para ser más precisos), habiéndose sucedido en este cuarto de siglo varias administraciones en cada uno de sus países, incluso algunas con relativa orientación de centro-izquierda (Mauricio Funes en El Salvador, con el apoyo del otrora movimiento guerrillero FMLN, Daniel Ortega en Nicaragua en su actual período presidencial, renovado el 6 de noviembre, hasta inclusive podría decirse –quizá exagerando las cosas– que Álvaro Colon en Guatemala, con un gobierno si bien no de izquierda con algún talante social y con programas de asistencia a los más necesitados). Ahora bien: desde mediados del siglo pasado –para no irnos demasiado lejos en el análisis– época de dictadores y de la plenitud operativa de la estadounidense United Fruit Company como símbolo de estos “bananeros” países, en muchos casos con movimientos armados como reacciones a las paupérrimas condiciones de vida de las grandes mayorías, a la fecha, época de democracia y “resolución consensuada de conflictos”, para decirlo con un término actual, la situación vital de los centroamericanos no cambió básicamente. Es cierto que hoy a cualquier ciudadano del área se le facilitan las cosas para acceder a un teléfono celular, o a un Mc Donald’s. Pero, ¿representa eso una verdadera mejora? Y que vote regularmente cada cierto período de tiempo, ¿en qué medida le ha cambiado de raíz su vida?

Pasaron las elecciones este domingo; los candidatos, la prensa comercial, muchos de los analistas políticos podrán decir que se vivió un “gran fiesta cívica”, que “ganó la democracia”, que “ganó el país”. Apagados los reflectores de la televisión y los micrófonos de los todos los medios periodísticos vuelve la vida normal: los pobres y excluidos de Nicaragua y Guatemala, los subocupados y desocupados abiertos (siempre en índices de dos dígitos), los que no encuentran otra salida a sus penurias que enfilar como migrante indocumentado hacia Estados Unidos, aún a costa de arriesgar sus vidas, las cantidades crecientes de migrantes internos que atiborran las capitales, todos ellos, ¿ganaron con la democracia? Quienes financiaron las campañas seguramente ganaron, o empezarán a ganar cuando vayan a cobrar sus facturas. La población de a pie, ¿qué ganó?

Podría decirse que en Nicaragua, con un gobierno de corte ¿popular?, ¿populista?, ¿socialcristiano quizá?, la gran mayoría de población pobre y excluida espera encontrar algún bálsamo a su situación. Pero sólo eso: un bálsamo, algún beneficio asistencialista a su precaria situación de vida, lo cual, evidentemente, ya es mucho. Lejos quedaron los días de Revolución Popular Sandinista concebida desde las bases, hechas con las armas en la mano y donde su vanguardia, el FSLN, según palabras de uno de sus fundadores, Carlos Fonseca, estaba inspirado por el ideal justiciero de Carlos Marx, Augusto César Sandino y Ernesto Che Guevara, ideal de liberación nacional y socialismo, ideal de soberanía, tierra y trabajo, ideal de justicia y libertad”. Sin dudas la población nicaragüense que masivamente votó a Daniel Ortega el pasado domingo –hoy un próspero empresario que se estrecha la mano con la jerarquía de la curia católica– algo ganó: la promesa que los planes de ayuda social continuarán. Lo cual evidencia el estado de precariedad en que vive: si se necesita continuar con los bálsamos, eso lo dice todo.

¿Qué ganó la población guatemalteca que masivamente votó por Otto Pérez Molina? Pese a vivir en su 51% por debajo del límite de pobreza, teniendo el primer lugar en Latinoamérica y el sexto a nivel mundial en desnutrición crónica (UNICEF, 2011), el fantasma de la violencia por la inseguridad ciudadana pudo más que nada, y la promesa de “mano dura” del general retirado la cautivó. En ese sentido, ganó la sensación que ahora se terminará el suplicio de la criminalidad que, como dicen insistentemente los medios de comunicación, “tiene de rodillas a la población”. Es importante no dejar de remarcar que según datos oficiales[3], si bien la tasa de homicidios por hechos violentos ronda las 15 muertes diarias (lo cual espera la población que descienda con las promesas de “mano dura”), la cantidad de muertes por desnutrición se ubica en las 18 diarias. ¿Cambiará eso? Además, la ola delincuencial que barre al país centroamericano es en muy buena medida producto de la exclusión socioeconómica y política estructural que fuerza a mucha gente (jóvenes fundamentalmente) a caer en conductas reñidas con la ley al no encontrar otras salidas. Valga agregar que ninguna propuesta de “mano dura”, de endurecimiento militar contra el crimen, logra terminar con ese síntoma visible si no se atacan a profundidad las causas generadoras de la exclusión. Por más que se militarice enteramente la sociedad, los ladrones callejeros de teléfonos celulares o de billeteras es muy probable que continúen, en tanto 51% de la gente no tenga con qué vivir.

Ya es costumbre inveterada, al menos desde los discursos dominantes que fijan las líneas de pensamiento que el ciudadano de a pie luego repite, saludar emocionados las justas electorales. En sí mismas, por supuesto, no son una mala noticia. Pero ¿por qué son tan buenas? ¿Qué mito se esconde ahí? Como decíamos al principio, la idea de “democracia” que subyace en ese prejuicio es que la misma intrínsecamente es “buena”. Esto está indicando una situación política que, vista desde el campo popular, resulta bastante patética, desmotivante, casi desesperanzadora: en estas últimas décadas, tanto a nivel de la región de la que aquí hablamos como a nivel mundial, los sectores populares han perdido mucho terreno. Se ha retrocedido en la situación económico-social perdiéndose conquistas laborales históricas; y también se ha retrocedido en términos políticos. Hoy ya no se habla de cambio social, mucho menos de revolución (para muestra, lo que sucede en Nicaragua y lo que evidencia quien fuera un líder guerrillero): el discurso político se ha tornado aguado, “light”, no comprometido con ningún cambio real, aunque se hable hasta el hartazgo de “cambio” (“cambiar algo para que nada cambie”, enseñó Giuseppe Tomasi di Lampedusa).

El centro de la política cada vez se vuelca más hacia la derecha; por eso levantar programas sociales aún sean asistenciales ya es “subversivo” para las fuerzas conservadoras. Véase al respecto lo que se vivió en Guatemala con Álvaro Colon y su ex esposa Sandra Torres, por ejemplo, que casi le cuesta un golpe de Estado porque los sectores tradicionales de derecha ya lo veían como un “comunista”, o los coqueteos de Manuel Zelaya en Honduras con la empresa Petrocaribe, que efectivamente le valieron una operación siniestra que lo alejó de la casa de gobierno.

En estas últimas décadas con la aparición de los planes neoliberales (léase: capitalismo salvaje), y con la reducción al extremo de los Estados nacionales, se ha retrocedido en términos políticos, económicos y sociales tanto y a tal nivel, que presentar una propuesta de continuidad democrática puede parecer ya todo un logro “progresista”. En la década del 70 del siglo pasado, con el auge de luchas populares y revolucionarias en todo el continente, hablar de “democracia” era casi contrario a proyecto de cambio. “Democracia”, en aquel contexto, se correspondía con continuismo, con gobierno de los grandes capitales (locales y/o extranjeros) manipulando a las masas, a las mayorías populares. Era, en definitiva, una palabra contraria a la idea de avance social. Hoy, con miles y miles de muertos a nuestras espaldas y pesando sobre nuestra memoria colectiva, “democracia” pasó a ser casi una palabra mágica. A tal punto que, por ejemplo, en Argentina el otrora presidente Raúl Alfonsín la utilizaba promocionando sus bondades, y asegurando que con ella no sólo se votaba cada tanto tiempo sino que también “se comía, se educaba y se curaba”. Lo trágico del asunto es que con la vuelta de la democracia en el país sureño, luego de años de dictaduras, nunca se llegó a niveles de precariedad tan grande. Y en el histórico país de las vacas, aún viviendo en democracia, se llegó a la patética situación de pobladores desesperados que terminaron por comerse animales de parques zoológicos, pues la hambruna hacía estragos.

En Centroamérica desde hace ya años se vota regularmente, y aunque ayer en Guatemala ganó un militar retirado, los gobiernos no dejan de ser civiles, como también lo será el del general Pérez Molina. Los ejércitos, por ahora, no toman participación política en la vida de los países del área, a no ser que se necesiten sus “servicios especiales”, como pasó en el año 2009 en Honduras.

Si bien es cierto que una persona de origen maya (Rigoberta Menchú) ya se ha presentado dos veces como candidata en estas justas electorales contra toda la tradición de exclusión étnica que sobrellevan los pueblos mayas; si bien es cierto que la futura vicepresidenta de ese país será una mujer (Roxana Baldetti) y que en las elecciones del domingo fueron mujeres las que más votaron, más que los varones, contra toda una tradición de machismo y exclusión femenina; si bien es cierto que la izquierda no está proscripta como en otros tiempos, siendo legal, y en el caso de Nicaragua (al menos para muchos que así lo interpretan) ganó el poder ejecutivo, la pregunta de base continúa: ¿es esto democracia? ¿Comerán, estudiarán y se curarán los centroamericanos con estos sistemas políticos, con la democracia? Si ello no sucede, ¿está el problema en que la población no sabe elegir bien a sus mandatarios?

Los informes de los organismos financieros internacionales, nada sospechosos de “revolucionarios” ni “socialistas” precisamente, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, revelan que la República Popular China ha sacado de la marginación a millones de personas en los últimos años sin que sus reformas se apegaran a las recetas neoliberales en boga, pero más aún, con una organización política abominada por las democracias occidentales en la que brillan por su ausencia todas las libertades esgrimidas como logros democráticos, sin elecciones periódicas ni rutilantes campañas donde se mercadean candidatos, tal como lo acabamos de ver en Centroamérica repitiendo los esquemas de otras potencias del Norte. Citando a Luis Méndez Asensio: “El ejemplo chino nos incita a una de las preguntas clave de nuestro tiempo: ¿es la democracia sinónimo de desarrollo? Mucho me temo que la respuesta habrá que encontrarla en otra galaxia. Porque lo que reflejan los números macroeconómicos, a los que son tan adictos los neoliberales, es que el gigante asiático ha conseguido abatir los parámetros de pobreza sin recurrir a las urnas, sin hacer gala de las libertades, sin amnistiar al prójimo”.[4]

Hablar de libertades en el mundo occidental puede ser problemático, paradójico, contradictorio. ¿Es libre quien se muere de hambre, aunque pueda despotricar contra sus patrones o contra el gobierno y no lo metan preso por ello? ¿Es libre quien puede elegir qué comer… aunque no tenga con qué comprar lo mínimo elemental? ¿Es libre quien puede acudir a un lujoso centro comercial rebosante de mercaderías aunque no pueda comprar ninguna? ¿Es libre quien, si lo deseara, puede comprar una Ferrari último modelo en el momento que lo desee? Democracia en cuanto “gobierno del pueblo”, sí. Pero, ¿de qué estamos hablando en Centroamérica?

Que sigan las elecciones, por supuesto, pero que también llegue la justicia social porque, de lo contrario, no salimos del show vacío, y el saqueo de zoológicos, como en Argentina, será una realidad en Centroamérica.



[1] Bobbio, Norberto et alia. “Diccionario de Política”. México, 2007. Siglo XXI Editores. Tomo I

[2] PNUD. “La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos”. Buenos Aires, 2004. PNUD.

[3] Procuraduría de los Derechos Humanos. Cuarto Informe del Procurador de los Derechos Humanos en seguimiento a la Política Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional del Gobierno de Guatemala. Guatemala, 2011.

[4] Méndez Asensio, Luis. “¿Cuánto vale la democracia?”

Tomado de Rebelión: http://www.rebelion.org/hemeroteca/economia/040503asensio.htm

Por Marcelo Colussi

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Centroamérica constituye el área más pobre del subcontinente latinoamericano. Con índices socioeconómicos semejantes a los del África Sub-sahariana, los problemas estructurales convierten a sus países (Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua) en una virtual bomba de tiempo; en todo caso Costa Rica escapa en parte a esta tendencia, pero con los planes neoliberales vigentes también allí las cosas están calentándose. En todos ellos encontramos altas tasas de desnutrición, analfabetismo, falta de oportunidades laborales, salarios de hambre, Estados deficitarios y corruptos, escasez de servicios básicos, más una serie de factores históricos que a continuación veremos, que hacen de esta zona un lugar particularmente inseguro. Algunas capitales centroamericanas (San Salvador, Guatemala) figuran entre las ciudades más peligrosas del mundo por los alarmantes niveles de criminalidad.

No es ninguna novedad que la pobreza extrema funciona como caldo de cultivo fértil para la delincuencia. A este telón de fondo de la pobreza crónica se suman enormes movimientos migratorios desde el campo hacia las ciudades, lo que crea presiones inmanejables en las grandes concentraciones urbanas -capitales de entre dos y tres millones de habitantes, o más-, trastocando la capacidad productiva de las comunidades de origen dando lugar a procesos fuera de control como son los barrios llamados “marginales”, que en realidad son, lisa y llanamente, barriadas pobres.

En las urbes de los países de la región es muy común la tajante separación entre esos barrios precarios y las barriadas populares inseguras, por un lado, y por otro los lujosos sectores ultraprotegidos de muy difícil o imposible acceso para el ciudadano común y corriente. Caminar por las calles o viajar en transporte público se ha tornado peligroso. E igualmente inseguras y violentas son las zonas rurales: cualquier punto puede ser escenario de un robo, de una violación, de una agresión. La violencia delincuencial ha pasado a ser tan común que no sorprende; por el contrario, ha ido banalizándose, aceptándose como parte normal del paisaje social cotidiano. Es frecuente un asesinato por el robo de un teléfono celular, de un reloj pulsera, de un anillo.

Actualmente la violencia cotidiana ha pasado a ser un problema muy grave en todos estos países. De hecho, la tasa de homicidios llega, y en algunos casos supera, el 40 por cada 100.000 habitantes en un año, considerándosela como muy alta con relación a los patrones internacionales (la Organización Mundial de la Salud habla de “epidemia” de violencia cuando esa tasa supera los 10 homicidios por 100.000 personas). Esta violencia tiene un costo global como porcentaje del Producto Interno Bruto de entre 5 y 25 %, mientras que el de la seguridad privada va del 8 al 25 % (dato significativo: las agencias de seguridad son el ramo comercial que más ha crecido en la década pasada, y el negocio continúa en expansión). Para ejemplificarlo: en Guatemala hay 6 veces más policías privados –120.000 – que públicos –20.000– y eso no garantiza la seguridad.

Es importante destacar que víctimas y victimarios son regularmente jóvenes entre 15 y 25 años.

Tanta violencia nace de un entrecruzamiento de causas: como anticipábamos, de la pobreza estructural, también de la herencia de las guerras de las pasadas décadas, de las migraciones incontrolables; a lo que se suma una impunidad histórica y una profunda ineficiencia de los sistemas de justicia.

Los años 80 marcaron para Centroamérica una época de furiosos enfrentamientos armados internos. En el marco de la Guerra Fría, desde la lógica insurgente y contrainsurgente que se instauró, el área se militarizó absolutamente. Los efectos inmediatos de esas polarizaciones fueron terribles: muertos, heridos, mutilados, pérdidas materiales. Los 90 dieron lugar a procesos de paz en cada país, terminándose la situación bélica de hecho, pero persistiendo enraizada la cultura de violencia que se instaló en toda la zona y cuyas consecuencias aún persisten. En cualquier república centroamericana hoy puede conseguirse en el mercado negro un fusil de asalto con municiones por 100 dólares, y la costumbre de usar armas de fuego está muy extendida (se calcula que entre la población civil hay igual cantidad de armas registradas que de ilegales).

En general son los sectores juveniles los más golpeados por todos estos procesos, los que encuentran menos espacios de desarrollo. Los prejuicios sociales –alimentados por una ideología patriarcal hondamente asentada– ven en la juventud un problema social en sí mismo, sin atender a la compleja problemática que lleva a la proliferación de pandillas juveniles, lo cual es, ante todo, un síntoma social que habla –violenta, groseramente– del fracaso de los modelos imperantes en la región. Una de las salidas más frecuentes para los jóvenes centroamericanos de escasos recursos, tanto urbanos como rurales –que, por cierto, son mayoría– es engrosar las filas de los inmigrantes ilegales rumbo a los Estados Unidos; y si no, transgresión que permita vivir. Entonces, ahí están a la mano las pandillas (las “maras”, como se las conoce en la región), o el crimen organizado, siempre listo para recibir más mano de obra joven.

Un ingrediente que coadyuva fuertemente al clima de violencia cotidiana es la impunidad general que campea: corrupción gubernamental generalizada, sistemas judiciales obsoletos e inoperantes, cuerpos policiales desacreditados, sistemas de presidios colapsados; todo lo cual no contribuye a bajar los índices delincuenciales sino que, a la postre, los retroalimenta. En muchos casos diversos mecanismos de los Estados son secuestrados por mafias del crimen organizado, con grandes cuotas de poder político, que manejan abiertamente sus negocios amparados en esa cobertura legal: narcotráfico, tráfico de indocumentados, poderosas bandas de asaltabancos o robacarros a nivel regional, venta ilegal de recursos maderables. Para estos grupos, demás está decirlo, la criminalidad reinante le es no sólo funcional sino necesaria.

Esta ola delincuencial que azota la región se monta, a su vez, en una historia de violencia cultural signada por el autoritarismo, el machismo, la falta de mecanismos democráticos y de consenso, un espíritu casi feudal en algunos casos. Para usar una expresión ya muy dicha, pero sin dudas siempre oportuna: la violencia genera violencia.

Para la percepción popular la inseguridad pública es uno de los principales problemas a afrontar, si no el mayor, tanto o más que la pobreza histórica. El continuo bombardeo mediático contribuye a reforzar este estereotipo, alimentando un clima de paranoia colectiva donde aparece la “mano dura” como la opción salvadora. Es en esa lógica –deliberadamente manipulada por grupos que se benefician de este clima de violencia– que la militarización de la cultura cotidiana no ceja, y las agencias de seguridad privadas superan con creces a las policías estatales tanto en número de efectivos como en equipamiento; lo cual, valga insistir, en modo alguno garantiza la seguridad ciudadana.

La solución a todo esto no es la represión; la mejor manera de terminar –o al menos reducir sustancialmente– este cáncer social de la violencia delincuencial, de la criminalidad cotidiana, es la prevención; es decir: el mejoramiento de las condiciones de vida de la población: pan y justicia. La seguridad ciudadana no se logra con armas, perros guardianes, alambradas electrificadas y sistemas de alarmas; se logra con equidad social.

Entonces, la pregunta de fondo debe dirigirse a ver qué entendemos por seguridad: ¿defensa de la propiedad privada? ¿Respeto a la vida? ¿Respeto a la dignidad de la vida? ¿Cuidado real del medio ambiente? Para las grandes mayorías de la región, la inseguridad no empieza por la ola delincuencial que barre todas estas sociedades y que puede arrebatar un teléfono celular, un par de lentes o un vehículo quizá: empieza por la forma misma en que se vive, por las condiciones elementales en que se desenvuelven las poblaciones, siempre al borde del colapso, resignadas a esa postración. La (in)seguridad ciudadana va infinitamente más allá del cuidado de los bienes materiales: para la mayoría no hay seguridad de seguir viviendo mañana, pero no por la delincuencia, sino por la hambruna, por las enfermedades, por la pobreza crónica que transforma cualquier evento natural en una tragedia, por el próximo golpe de Estado que puede sobrevenir.

Por: Giovanni Beluche V.

Nuevamente la muerte y la destrucción se ciernen sobre nuestra América Central, otra vez nuestros pueblos están sufriendo los embates de un sistema social excluyente, que les coloca en alta vulnerabilidad ante las condiciones del clima. Los gobiernos declaran el estado de calamidad cuando ya es tarde, pero poco o nada hacen para prevenir que esto se repita cada año. Son muchas las familias evacuadas que han perdido bienes materiales, cosechas, animales. Lo más doloroso ha sido la pérdida de vidas humanas.

La culpa no es de la naturaleza, esa es la simpleza con que los grandes medios de desinformación presentan las cosas, tratan de naturalizar lo que no es natural. Esta región del mundo siempre ha estado sometida a tormentas, terremotos y demás acciones de la naturaleza. Pero cada vez sus efectos son más destructivos porque gran parte de los seres humanos han sido desplazados a vivir en zonas peligrosas y porque las grandes corporaciones han convertido a los recursos naturales en una mercancía, que explotan de manera insostenible. La indolencia de los gobernantes, el egoísmo de las clases poderosas, la avaricia que destruye a la naturaleza, el capital inmobiliario que hace inaccesible para los sectores populares vivir en zonas seguras, son las verdaderas causantes de lo que nos está ocurriendo.

El modelo de acumulación capitalista sacrifica la naturaleza, deforesta para construir urbanizaciones de lujo, seca humedales para edificar hoteles, priva de agua a las comunidades para regar canchas de golf. Contaminan los mantos acuíferos con agroquímicos para incrementar su tasa de ganancias. El desmantelamiento del Estado, convertido en facilitador de los negocios de una oligarquía angurrienta y sus socios transnacionales, ha llevado a la flexibilización de los estudios de impacto ambiental. Impera un modelo que provoca cambio climático. De esto no hablan los grandes medios de comunicación, pero culpan a la naturaleza por los desastres.

Bajo este sistema la vivienda, la salud, la educación son mercancías, no son derechos; quienes no tienen para comprar vivienda deben construir sus casas y sus sueños en las laderas de las montañas, en la margen de los ríos. ¿Dónde están los proyectos habitacionales para la gente humilde y para las llamadas capas medias?, ¿Dónde están los créditos accesibles para que los pequeños agricultores puedan instalar invernaderos?

El rostro de dolor de los niños y las niñas de América Central, debe motivarnos a redoblar la lucha por acabar con este sistema capitalista que plaga de miseria a la humanidad. La naturaleza está pasando la factura de tanto daño ambiental, pero la deuda ecológica la están pagando quienes no le deben nada. Mientras, quienes se benefician de tan descabellada explotación de la naturaleza y de las clases trabajadoras ni se mojan con las lluvias.

¡Otro mundo es posible!

Por Marcelo Colussi

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SIDA (síndrome de inmunodeficiencia adquirido): síndrome –conjunto de síntomas y manifestaciones varios donde pueden aparecer diferentes enfermedades e infecciones oportunistas– que afecta el sistema inmunológico tornándolo deficiente, adquirido a partir del contagio por el virus de inmunodeficiencia humana (VIH).

La definición es clara; no admite mayores dudas ni cuestionamientos. De acuerdo a nuestros actuales parámetros epistemológicos, podemos decir sin temor a equivocarnos que conlleva todas las características de una práctica científica si no neutra (nada es neutro), al menos rigurosa: es válida universalmente y no se presta a manipulaciones.

Esta enfermedad ha producido 65 millones de infectados en los últimos 20 años, cobrando 28 millones de vidas. Diariamente alrededor de 3.000 personas en el mundo contraen el virus de inmunodeficiencia humana. En términos sanitarios estamos ante una gravísima pandemia cuya tendencia es, de momento, seguir ampliándose. Con las perspectivas actuales, la pandemia está matando 3 millones de personas anualmente.

Aunque se sabe muy claramente qué es el SIDA, los responsables de las distintas instancias encargadas de velar por la salud (gobiernos y agencias internacionales) no han podido generar los instrumentos y políticas necesarias para revertir la situación. En algunos puntos del globo incluso, como en el África Subsahariana, el grado de infección llega a casi la mitad de la población total de algunos países.

Según estimaciones realistas de diversos expertos en la materia, serían necesarios 7 mil millones de dólares para poder revertir esta calamidad sanitaria; pero los presupuestos destinados por los países desarrollados rondan los 5 mil millones. Y el problema continúa creciendo.

Terrorismo: aquí es más difícil precisar una definición. O, al menos, una definición con similares características de rigurosidad. De hecho se han aportado varias, pero los mismos ideólogos que debaten sobre sus propiedades no terminan de encontrar una versión convincente. El Departamento de Estado de los Estados Unidos de América en su Informe anual "Tendencias del Terrorismo Mundial 2002" –publicado en abril del año 2003–, antes de definirlo comienza diciendo que "la maldad del terrorismo siguió azotando al mundo en 2002, desde Bali hasta Grozny y hasta Mombasa. Al mismo tiempo, se libró intensamente la guerra mundial contra la amenaza terrorista en todas las regiones, con resultados alentadores", con lo que, ante todo, se parte de una valoración: el terrorismo es intrínsecamente malo. Acto seguido lo caracteriza diciendo que "se constituye, tanto en el ámbito interno como en el mundial, en una vía abierta a todo acto violento, degradante e intimidatorio, y aplicado sin reserva o preocupación moral alguna".

Debe contextualizarse esa definición en el momento mismo en que aparece: es durante la primera presidencia de George Bush hijo, en medio de la avanzada de la ultra derecha republicana cuando había comenzado la estrategia de guerras preventivas luego de los atentados contra el Centro Mundial de Comercio y el Pentágono, en el 2001.

El entonces presidente proclamó en el 2003 el día 11 de septiembre –día de la caída de las Torres Gemelas– como Día del Patriota (también propuso establecer esa fecha como Día Mundial de Lucha contra el Terrorismo, pero la idea no prosperó) y dijo que Estados Unidos "no se cansará, no titubeará y no fracasará en la lucha por la seguridad del pueblo estadounidense y por un mundo libre del terrorismo. Seguiremos sometiendo a nuestros enemigos a la justicia o les llevaremos la justicia a ellos".

De acuerdo a datos suministrados por el gobierno federal de Washington, el terrorismo ha matado en el mundo, entre 1996 y el 2001, a 24.429 personas (la misma cantidad que contrae el VIH en 8 días). Lo curioso es que para combatir este flagelo sanitario, el Ejecutivo estadounidense solicitó al Congreso en el ejercicio presupuestario de ese año la cantidad de 3.000 millones de dólares (de los que el Legislativo aprobó sólo 1.000), mientras que para mantener la lucha contra el terrorismo solicitó casi 30 veces más: 87.000 millones.

Algunos años después, el Presidente de Estados Unidos (y Premio Nobel de la Paz, Barack Obama, que al mismo tiempo es, aunque suene contradictorio, comandante en jefe de las fuerzas armadas más poderosas del planeta), presentó el 1 de febrero el presupuesto militar para el ejercicio fiscal 2011. La lucha contra el terrorismo es prioritaria, similar a lo que acontecía tiempo atrás con la administración republicana. Se trata, según diferentes agencias de noticias, del plan de gastos más elevado de la historia: 708.000 millones de dólares. Nunca antes se había previsto gastar tanto para alimentar la maquinaria bélica de la gran potencia y, naturalmente, las cuentas bancarias del complejo militar-industrial que la alienta. ¿Es realmente prioritaria esa inversión en armamentos cada vez más sofisticados que la salud de los infectados con el VIH?

La lucha contra el siempre mal definido y excesivamente amplio "terrorismo" (concepto que da para todo, por supuesto), cruzada absoluta en la que la clase dirigente estadounidense está empeñada a fondo para seguir manteniendo su hegemonía mundial independientemente de la administración de turno –republicana o demócrata– puede llevar a cometer cualquier tipo de disparate… o de injusticia. Por ejemplo: encontrar vínculos entre las pandillas juveniles centroamericanas y las fuerzas de Al Qaeda (¿preparando el desembarco de los marines en esa región para "proteger" a su población?; región, por cierto, increíblemente rica en biodiversidad), o a ver bases de los "fundamentalistas islámicos" en la caribeña isla de Margarita, perteneciente a Venezuela (casualmente la reserva de petróleo más grande del mundo. ¿Invasión a la vista también?), o a descubrir escuelas coránicas de los "terroristas" sucesores de Osama Bin Laden en la triple frontera paraguayo-argentino-brasileña donde, de hecho, se encuentra una de las bases militares estadounidenses más poderosas de las que tiene establecidas en Latinoamérica, casualmente donde se ubica el Acuífero Guaraní, la segunda reserva de agua dulce subterránea más grande del orbe.

O hay un error en los cálculos, o evidentemente la apreciación de los estrategas estadounidenses se equivoca, puesto que ven una mayor amenaza a la seguridad de la especie humana en el siempre confuso e impreciso "terrorismo" que en la pandemia de SIDA que mata a diario infinitamente más gente. O, mucho más crudamente: son unos descarados delincuentes. ¿Será que la lucha infinita contra el terrorismo tiene como causa final… arrebatar esos recursos: petróleo, agua dulce, biodiversidad? Hoy día el principal flujo de terrorismo internacional viene de los pueblos musulmanes de Medio Oriente donde –¡oh, casualidad!– se encuentran las principales fuentes de oro negro que utiliza el mundo. ¿Son estos pueblos realmente la verdadera amenaza a la paz mundial? Difícil creerlo, ¿verdad? ¿Por qué los misiles nucleares que posee Corea del Norte, o los que podría desarrollar Irán eventualmente, son un "atentado" a la Humanidad, mientras que los 6.000 que tiene emplazados el gobierno de Estados Unidos son una garantía para la paz?

Un artefacto explosivo detonado por un "terrorista" en un lugar público (aunque… ¿existen realmente los "terroristas"?, ¿quiénes son?) puede matar población civil no combatiente, lo cual es éticamente criticable. ¿Pero qué otra cosa son las intervenciones militares sobre la población civil en, por ejemplo, un bombardeo de los que las potencias occidentales, y más aún el gobierno de Estados Unidos, han realizado cantidades industriales durante todo el siglo pasado y lo que va del presente? ¿No constituyen esas acciones actos terroristas entonces? ¿Qué fueron sino eso las dos bombas atómicas lanzadas contra población civil desarmada en Japón para finalizar la Segunda Guerra Mundial? La guerra bacteriológica –de la que el VIH sería uno de sus resultados, premeditado o casual, habrá que investigarlo alguna vez– ¿acaso no es terrorismo? Es decir, siguiendo la misma imprecisa definición de arriba: ¿no es un "acto violento, degradante e intimidatorio, aplicado sin reserva o preocupación moral alguna"? Si de crear terror se trata, las potencias occidentales con Estados Unidos a la cabeza son especialistas, aunque nadie las siente en el banquillo de los acusados.

Firma de la Paz entre los gobiernos de El Salvador y Honduras

Por Marcial Rivera

La década de los sesentas estará marcada por una serie de acontecimientos mundiales que deben ser tomados en cuenta para analizar los acontecimientos que llevaron al estallido de la llamada “Guerra del Fútbol” o Guerra de las Cien Horas, entre Honduras y El Salvador. El triunfo de la Revolución Cubana marcó el inicio de la mencionada década, pues orientó entre otras cosas, la política exterior de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y de Estados Unidos, acentuando de forma profunda la guerra fría que tuvo sus inicios después del fin de la Segunda Guerra Mundial, y que tendría serias consecuencias para todo el mundo. Además de esto la Revolución Cubana fue un precedente a nivel latinoamericano que alentó las luchas sociales que se gestaban y que darían paso al protagonismo que ocupó el movimiento social en los setentas y que desembocó en los conflictos armados internos en Centroamérica.

El contexto internacional

En 1961 se produce la invasión a la Bahía de Cochinos, en las costas Cubanas, en un intento de asestar un fuerte golpe al incipiente gobierno Revolucionario, y derrumbarlo, lo cual en 1962, genera la llamada “Crisis de los Misiles” en Cuba,  que a nivel internacional generó serias tensiones, entre la URRS y EE.UU., y que casi desemboca en la tercera guerra mundial. Este hecho, aunque de forma aislada, tendrá relación con la invasión estadounidense a Vietnam y el rechazo mundial a esta intervención, incluyendo las repercusiones en la política doméstica de Estados Unidos, originándose diferentes manifestaciones del movimiento hippie en protesta por la invasión a Vietnam. En 1967 el ejército Boliviano, y la Central de Inteligencia Americana (CIA) asesinan al Guerrillero Heroico Ernesto “Che” Guevara. En 1968, el Movimiento revolucionario estudiantil, fue duramente reprimido por el gobierno de México, en Tlatelolco --la Capital Azteca-, dándose múltiples violaciones a derechos humanos, que continúan en la impunidad.

Para el caso de Centroamérica, el proceso de integración económica, marchaba en términos aceptables, pues en la parte propia de la integración, se tuvo éxito, no así en la que concierne a erradicar la pobreza y los otros problemas, que derivan de esto. Por otro lado, con las grandes desigualdades entre exportaciones e importaciones, tal como se señala en el tomo II del libro de Historia de El Salvador, del Ministerio de Educación, no se lograron los objetivos planteados al cien por ciento: “En Primer Lugar, se agudizó el fenómeno conocido como el deterioro de los términos de intercambio. Este consistía en que los productos que Centroamérica compraba de los países desarrollados, en su mayoría manufacturas, aumentaban de precio, mientras que los precios de los productos de exportación centroamericanos se mantenían constantes o tendían a bajar. En Segundo lugar, la demanda por los productos de exportación centroamericanos en los países desarrollados no aumentaba significativamente a largo plazo, impidiendo así las posibilidades de expansión económica basadas en la exportación de productos agrícolas.”

Los orígenes del conflicto

A lo largo del Siglo XX –y por diferentes razones- las migraciones en Centroamérica han sido un fenómeno constante, de altas y bajas debido a auges económicos suscitados en diferentes épocas. La distribución de la tierra en El Salvador, ha sido siempre desigual, lo que por muchos años obligó a cientos de salvadoreños a buscar opciones laborales en territorio hondureño fronterizo. Las tensiones entre el gobierno Salvadoreño y Hondureño estallaron cuando al originarse la reforma agraria en Honduras, se expulsa a cientos de salvadoreños de su territorio y se les despoja de sus tierras, produciéndose una invasión militar por parte de El Salvador, con el objetivo de llegar a Tegucigalpa. Es importante resaltar, que al darse el embargo económico por parte del gobierno Estadounidense a Cuba, se buscan otros proveedores agrícolas, a quien comprar los productos que antes eran comprados a la nación Caribeña. El Mercado Común Centroamericano (MCCA), es entonces producto y creación del gobierno estadounidense, como una estrategia de reordenar y reorientar las economías centroamericanas, en función de suplir algunas necesidades en el mercado estadounidense.

Por otro lado, la industrialización de la economía Salvadoreña, y la consolidación de su burguesía le ponían a la vanguardia de la Región, pues tanto El Salvador, como Guatemala, contaban con la infraestructura adecuada para llevar a cabo el proceso de Integración, y obtener grandes ventajas a raíz de contar con esta infraestructura.

Los protagonistas del conflicto, -Fidel Sánchez Hernández, presidente Salvadoreño y Osvaldo López Arellano- buscaron la resolución del conflicto, al ver que se había salido de las manos y en ánimo de proteger a los grupos que detentaban el poder en ambos países.

Los hechos que subrayaron las tensiones

Honduras pone restricciones a los productos salvadoreños. Acción dirigida por la burguesía hondureña, en aras de proteger la industria interna, y afianzarse cada vez más en el mercado hondureño. Otro punto importante a resaltar, es que la débil burguesía de Honduras no supo posicionarse en un papel protagónico dentro del MCCA, y además adquirió deudas con el resto de países de la región, pues importaba mucho y exportaba poco. Estas vicisitudes del MCCA hicieron que se desatara la guerra entre las dos naciones centroamericanas, que fue claramente una guerra entre dos burguesías, dirigidas por los gobiernos de ambos países, y que estos erróneamente, hicieron creer que era una guerra que involucraba a los pueblos.

Aunque no debe dejarse de lado, que  la masiva migración de Salvadoreños a territorio Hondureño, también contribuyó a caldear los ánimos; además de los partidos de fútbol rumbo a México 70, en lo que tuvieron participación de  aficionados de ambas selecciones; esto era una clara muestra de un nacionalismo exacerbado, en donde se evidenciaba no solo la rivalidad en lo futbolístico, sino el resentimiento existente, lo anterior como parte de la planificación de un conflicto armado que se veía venir. Esta coyuntura futbolística correspondió a la alienación de las masas, y sirvió como distractor en ambos países de los conflictos sociales internos que existían, por la problemática de la tierra y otros problemas que marcaban la agenda de los gobiernos, pero que  rehusaban a atender.

Para el caso de Honduras, a principios del siglo pasado, cuando su situación económica era bonancible, muchos salvadoreños emigraron al vecino país. Por otro lado el entonces presidente López Arellano, tenía serios problema de inversión pública y deuda. El problema de la distribución de la tierra era también otra dificultad que tenían ambos países, y sobre el cual, se venían reclamando serias reformas, en torno a este problema, por parte de organizaciones sociales, que reivindicaban esta bandera de lucha. Entre Huelgas, protestas y tomas de calle, Honduras estaba al borde del caos. La situación en El Salvador, tampoco era tan alentadora, y de alguna manera la guerra, -si bien es cierto fue producto de las diferencias entre ambas burguesías- también fue aprovechada por los respectivos gobiernos para centrar la atención en ese conflicto, y desviarla de los problemas internos de cada Estado.

El 26 de junio de 1969, Honduras de forma tajante rompe relaciones diplomáticas con El Salvador, y a cuyo gobierno tildó de “genocida” lo que dio producto al llamamiento a la Unidad Nacional, por parte de diferentes organizaciones y Partidos Políticos, incluyendo la posición vergonzosa de la “izquierda” y el Partido Comunista Salvadoreño (PCS), también la Asociación General de Estudiantes Universitarios (AGEUS), que llamó a los estudiantes universitarios a integrar las filas del ejército para “defender la patria”.

Conclusión

Al finalizar la guerra, del fútbol o “guerra de las cien horas”  y firmarse la paz entre ambas naciones en Lima, Perú, se crean ciertas expectativas hasta cierto punto irreales, respecto a la situación en la que quedarían ambos países. Por un lado en cuanto a lo económico, se rompe con el MCCA, de cuya estructura se beneficiaba El Salvador, convirtiéndose en la vanguardia industrial de Centroamérica. Por el otro se avizoraban soluciones efectivas a los conflictos sociales que embargaban a ambos Estados –incluyendo los conflictos de carácter limítrofe, por el tema de los “bolsones” (áreas fronterizas sin definir dueño) y que posteriormente serían resueltos en La Haya-. Tales expectativas no se cumplieron, más bien sirvieron de detonante, generando intentos de guerra armada, en Honduras, y de tensiones sociales en los setentas en El Salvador, que posteriormente darían paso a la guerra civil abierta en la década de los ochentas.

En dicho conflicto, se hizo creer que era una guerra entre pueblos y no entre burguesías. Las consecuencias, para la región –además del rompimiento del MCCA- fueron de carácter económico, social, político, limítrofe y otros que derivaron en otras tensiones sociales, en ambas naciones. Es necesario recordar estos hechos y el contexto en que se dieron para que no se repitan, y procurar la reunificación de los pueblos, para el caso de Centroamérica, por medio de un Estado Federal Socialista, en el que coexistamos como hermanos y hermanas, construyendo permanentemente, sociedades distintas a las actuales.

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